Desde que tengo uso de la razón he oído
acerca de los charlatanes de feria. La gente los cataloga como personajes
inescrupulosos que, con su gran verborragia, engatusan a los incautos.
Por ello, al acudir a ese parque de
diversiones aquella noche estival, puedo decir que estaba bien prevenido sobre
las mendacidades en que se especializaban estos individuos; no era desconocido
para mí el hecho de que estos personajes hacían gala profesional de un
histrionismo dedicado por completo a las malas artes.
Durante aquella incursión a la feria, luego
de recorrer sin demasiado entusiasmo las cercanías de los consabidos juegos
mecánicos, consistentes en las centrífugas sillas voladoras, la previsible
calesita, el vertiginoso martillo y la inmensa rueda denominada
presuntuosamente como "vuelta al mundo", me dirigí hacia los
diferentes puestos de aquella kermés. Pude constatar sin asombro la presencia
de los habituales entretenimientos: el tiro al blanco con rifles de aire
comprimido con su mira defectuosa, las argollas que difícilmente se pudieran
embocar en los cuellos de botellas de bebidas alcohólicas diversas, las ruedas
de sorteos cargadas y otros tantos artilugios tramposos.
Fue en ese preciso momento que observé al
charlatán de feria aquel.
Estaba encaramado a una tarima baja, ataviado
con un frac plagado de lentejuelas color rojo (incluso su chistera poseía abundancia
de estas brillantes inserciones), sus zapatos escarlata hacían juego con el
atuendo, aunque poseían una capellada color crema que hacía resaltar los
nerviosos movimientos del personaje. Utilizaba una bocina cónica para dar mayor
resonancia a su voz.
Comenzó su alocución a los gritos. Con
estridencia vociferaba acerca de que en esa carpa, ubicada a sus espaldas,
estaba la maravilla de nuestros tiempos. Un prodigio, nacido en pleno siglo
veinte, que aún podía maravillarnos al día de hoy, aclaraba.
Nada decía en su alocución acerca de las
características de esa maravilla.
Las paredes de la multicolor carpa relucían
con letras espejadas, en ellas se podían leer frases del tipo: “Maravilla
Incomparable”, “Pase y Asómbrese”, “Fenómeno Prodigioso” y otras tantas
leyendas por el estilo.
Sospechaba profundamente que ese hombre mentía,
pero mi curiosidad iba en aumento.
A la derecha de este individuo, a nivel del
piso, se encontraba una joven y no tan agraciada mujer, que se encargaba de vender
los boletos de ingreso a la carpa; se la veía inmersa dentro de un ajustado vestido
de bailarina clásica, que alguna vez habría sido de color blanco níveo, que dejaba
a la vista sus piernas, demasiado musculosas para mi gusto.
Este hombre recalcaba en su alocución que toda
aquella persona que ingresara a ver el prodigio oculto dentro de la carpa accedería a un espectáculo que le
maravillaría. Aducía que a través de él llegaría a conocer los secretos más
profundos de la naturaleza, que la visión del espectáculo le haría sentir las
emociones más variadas, desde aquellas eminentemente placenteras hasta horrores
inenarrables.
Nos garantizaba que si presenciábamos ese
espectáculo que él ponía a nuestro alcance, quedaríamos tan atrapados por la
experiencia vivida que luego no dudaríamos ni un instante en volver: rogaríamos
por un nuevo boleto de ingreso.
Más hablaba él, más estaba convencido yo de
que nos mentía con descaro.
En su discurso nos decía que podían
ingresar desde niños hasta ancianos y que todos saldrían por igual de
satisfechos.
Argüía que tanto los extremadamente
puritanos como los más liberales podrían hallar en él el espectáculo más afín a
sus creencias y deseos.
Nadie sería defraudado.
Yo seguía sin creerle, pero la curiosidad
me estaba carcomiendo la mente.
Entonces, dijo algo que me decidió: "aquel
que piense que miento, le garantizo devolverle su dinero si me prueba que lo
que digo no es la más pura verdad", afirmó.
Nada perdería con abonar la entrada si
luego el espectáculo no se correspondía con lo publicitado por el charlatán de
feria.
Tras pagar por mi boleto, ingresé por una
estrecha abertura solapada de la carpa, que daba ingreso al interior; ni bien
me encontré adentro del lugar escuché las sonoras risas de los espectadores y
los aplausos generalizados. Avanzaba con dificultad, a los tumbos, ya que el
lugar se hallaba prácticamente en penumbras, salvo el centro de la carpa.
En ese preciso lugar se hallaba el prodigio.
Ni bien lo vi, me di cuenta que el astuto charlatán
de feria había dicho la verdad.
Allí se encontraba, omnipresente, un
televisor.
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