lunes, 20 de febrero de 2012

Prodigio

Desde que tengo uso de la razón he oído acerca de los charlatanes de feria. La gente los cataloga como personajes inescrupulosos que, con su gran verborragia, engatusan a los incautos.
Por ello, al acudir a ese parque de diversiones aquella noche estival, puedo decir que estaba bien prevenido sobre las mendacidades en que se especializaban estos individuos; no era desconocido para mí el hecho de que estos personajes hacían gala profesional de un histrionismo dedicado por completo a las malas artes.
Durante aquella incursión a la feria, luego de recorrer sin demasiado entusiasmo las cercanías de los consabidos juegos mecánicos, consistentes en las centrífugas sillas voladoras, la previsible calesita, el vertiginoso martillo y la inmensa rueda denominada presuntuosamente como "vuelta al mundo", me dirigí hacia los diferentes puestos de aquella kermés. Pude constatar sin asombro la presencia de los habituales entretenimientos: el tiro al blanco con rifles de aire comprimido con su mira defectuosa, las argollas que difícilmente se pudieran embocar en los cuellos de botellas de bebidas alcohólicas diversas, las ruedas de sorteos cargadas y otros tantos artilugios tramposos.
Fue en ese preciso momento que observé al charlatán de feria aquel.
Estaba encaramado a una tarima baja, ataviado con un frac plagado de lentejuelas color rojo (incluso su chistera poseía abundancia de estas brillantes inserciones), sus zapatos escarlata hacían juego con el atuendo, aunque poseían una capellada color crema que hacía resaltar los nerviosos movimientos del personaje. Utilizaba una bocina cónica para dar mayor resonancia a su voz.
Comenzó su alocución a los gritos. Con estridencia vociferaba acerca de que en esa carpa, ubicada a sus espaldas, estaba la maravilla de nuestros tiempos. Un prodigio, nacido en pleno siglo veinte, que aún podía maravillarnos al día de hoy, aclaraba.
Nada decía en su alocución acerca de las características de esa maravilla.
Las paredes de la multicolor carpa relucían con letras espejadas, en ellas se podían leer frases del tipo: “Maravilla Incomparable”, “Pase y Asómbrese”, “Fenómeno Prodigioso” y otras tantas leyendas por el estilo.
Sospechaba profundamente que ese hombre mentía, pero mi curiosidad iba en aumento.
A la derecha de este individuo, a nivel del piso, se encontraba una joven y no tan agraciada mujer, que se encargaba de vender los boletos de ingreso a la carpa; se la veía inmersa dentro de un ajustado vestido de bailarina clásica, que alguna vez habría sido de color blanco níveo, que dejaba a la vista sus piernas, demasiado musculosas para mi gusto.
Este hombre recalcaba en su alocución que toda aquella persona que ingresara a ver el prodigio oculto dentro  de la carpa accedería a un espectáculo que le maravillaría. Aducía que a través de él llegaría a conocer los secretos más profundos de la naturaleza, que la visión del espectáculo le haría sentir las emociones más variadas, desde aquellas eminentemente placenteras hasta horrores inenarrables.
Nos garantizaba que si presenciábamos ese espectáculo que él ponía a nuestro alcance, quedaríamos tan atrapados por la experiencia vivida que luego no dudaríamos ni un instante en volver: rogaríamos por un nuevo boleto de ingreso.
Más hablaba él, más estaba convencido yo de que nos mentía con descaro.
En su discurso nos decía que podían ingresar desde niños hasta ancianos y que todos saldrían por igual de satisfechos.
Argüía que tanto los extremadamente puritanos como los más liberales podrían hallar en él el espectáculo más afín a sus creencias y deseos.
Nadie sería defraudado.
Yo seguía sin creerle, pero la curiosidad me estaba carcomiendo la mente.
Entonces, dijo algo que me decidió: "aquel que piense que miento, le garantizo devolverle su dinero si me prueba que lo que digo no es la más pura verdad", afirmó.
Nada perdería con abonar la entrada si luego el espectáculo no se correspondía con lo publicitado por el charlatán de feria.

Tras pagar por mi boleto, ingresé por una estrecha abertura solapada de la carpa, que daba ingreso al interior; ni bien me encontré adentro del lugar escuché las sonoras risas de los espectadores y los aplausos generalizados. Avanzaba con dificultad, a los tumbos, ya que el lugar se hallaba prácticamente en penumbras, salvo el centro de la carpa.
En ese preciso lugar se hallaba el prodigio.
Ni bien lo vi, me di cuenta que el astuto charlatán de feria había dicho la verdad.
Allí se encontraba, omnipresente, un televisor.
 

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