Cuando se debe vivir lejos de la familia y de
los afectos, la soledad se hace sentir.
De modo que, cuando con mi señora
vivíamos en la sureña ciudad de Comodoro Rivadavia, para compensar esas
carencias se nos ocurrió que sería oportuno tener una mascota.
Si bien siempre
recibíamos (en los fondos de nuestra casa) la visita de unos gatos, estos animales resultaban ser demasiado libres y vagabundos como para aquerenciarse. Por ello es que
comenzamos a pensar en tener un perro.
Como a ella le gustan los cuzcos peludos,
deseaba tener un perrito pequinés, de modo que decidimos sería apropiado buscar
un animal de esa raza. La pregunta que nos hicimos fue: ¿dónde podremos
conseguir uno de buen pedigrí por esos lugares?
Luego de preguntar a varios amigos y de
investigar por la ciudad dimos con una tienda de venta de mascotas, que estaba
ubicada en una de las calles laterales, en el centro comercial de Comodoro
Rivadavia.
En ese lugar se vendían
productos de veterinaria y alimentos para las mascotas, insumos que por esa
época no resultaban tan difundidos como ahora.
Me atendió una mujer
mayor, de alrededor de setenta años de edad, quien una vez enterada de nuestro
requerimiento, nos indicó que ellos podían conseguir cachorros de esa raza y de
buen origen.
Acto seguido, comenzó a
argumentar sobre las características y bondades propias de esa raza de
perritos. Mientras ella se entusiasmaba con el desarrollo de su discurso,
mentalmente comencé a reparar en sus dientecillos incisivos inferiores. Estos,
dentro de su boca, se mostraban un tanto prominentes y en continuo movimiento,
a causa de su incesante parloteo, por lo que en mi imaginación comenzaron a
parecerse a los de esas mascotas, cuando ladran.
Traté entonces de distraer mi atención y
la miré a los ojos, la situación se tornó peor: eran saltones, como los de un
pequinés; entonces —ya comenzado a tentarme de risa— miré hacia su cabello y,
por desgracia, estaba teñido de un color dorado, similar al pelaje típico de un
can de esa raza.
Cuanto más me hablaba,
más parecido a un pequinés se tornaba el rostro de la vieja.
En tanto, yo sentía como
—paso a paso y sin control— los músculos de mi cara iban dibujando una sonrisa
incontrolable en mi rostro, con tendencia a explotar en una sonora carcajada.
Como yo le respondía con amabilidad y con una sonrisa, esta mujer creería que
sus argumentos eran convincentes y más se entusiasmaba con su perorata, sólo
para alimentar más mi tentación a reírme, ya que por el timbre cascado de su
voz, su boca parecía emitir pequeños ladridos.
De pronto, sonó una voz
masculina a mis espaldas: era el marido de la señora, quien como también
atendía el local, comenzó a aportar nuevos argumentos, todo con la intención de
convencerme en adquirir un pequinés.
Pensé en zafar de la
situación incómoda en que me encontraba, mirándolo a él, pero —para mi
desgracia— al girar mi cabeza, su apariencia resultaba muy similar a la de un
perro sabueso: con unas enormes orejas, mofletes caídos y una mirada triste de
párpados caídos.
Aún no sé cómo fue que
logré salir de ese negocio tan tentado de risa y sin largar una carcajada.
Ni bien pisé la vereda,
entre mis carcajadas mal reprimidas, le comenté la particularidad de esos
rostros a mi esposa, quien me dio la razón. Hay cierta gente que de tanto
compartir su vida con los animales, al final terminaba pareciéndose a ellos. Yo
no paraba de reírme.
Seguramente, aquella mujer
culpó al pobre marido de haber espantado los clientes.
Aquella situación
realmente pareció como si hubiera salido de una película de Walt Disney.
Por fortuna, quien nos vendió el caniche no se parecía al cachorro.
jajaja te cuento algo? Mi primer perro, el más consentido que jamás haya tenido, fue "Flash", un pequinés. Dormía conmigo en la cama. Era medio cascarrabias pero muy querido. Y sí los dientecitos filosos que buscaban siempre los dedos de los pies de cuanto sujeto extraño a la familia encontrara. Una vez hizo gala de lo que todo perro pequeño hace: fue a torear a un ovejero que lo revoleó por el aire y le rompió las costillas. Todos los cuidados dispensados por la familia entera hicieron que muriera de viejito y no esa vez que no tenía ni un año. Un dandy que sólo comía pechuga de pollo a la plancha. ¿Entendés ahora por qué es imposible castigar a mi perra por haberse comido el cable del teléfono?
ResponderEliminarYo creo, como dijo Moli, que los perros se parecen a sus dueños y viceversa así que lo de catrasca lo relaciono conmigo sin dudarlo jajajajaaa
Gracias por recomendarme la lectura de este post coronado por la foto de Toly, la reina de la casa.
Saludos van, maestro
Sandra:
EliminarLas mascotas se han ganado su lugar en el corazón de la gente. En especial los cuzcos, que son confundidos con un pequeño juguete de felpa.
Te comprendo por completo; en casa mi señora lo malcría: le cocina una "arañita" a la plancha, cuando el Toly le dice que tiene hambre... a las dos de la madrugada.
Además, el perrito elige lo que come; si le dan jamón cocido que no sea Bocatti, no lo come. Si -en cambio- le das alguna rodajita de salamín Cagnoli Fuet, lo tendrás a tu lado todo el tiempo.
¡Lo que es la vida de perros!
Un gran abrazo, Seño.