B
ien se podría decir
que aquella atracción precoz que sintió por la poesía en su niñez, con el paso
del tiempo devino en una obsesión increíble.
Ya de niño se destacaba
en la escuela por ser el primer voluntario a la hora de recitar poesías. Se recuerda que su
memoria prodigiosa no le fallaba nunca. Sin importar lo extenso que llegasen a
ser las obras que recitaba, él jamás titubeaba. También consta que, a medida
que crecía, comenzaba a agregarle a sus recitados modulaciones diversas en la
entonación de su voz, que complementaba con todo tipo de ademanes y gestos en
su rostro.
Daba gusto verlo
recitar; repiten a coro las pocas ancianas que tuvieron la oportunidad de escucharlo en
aquellos días.
Sin dudas se puede
aseverar que estos éxitos prematuros alimentaron en él un deseo de destacarse
en esa rama de las artes. Su entusiasmo por la poesía alcanzó un punto tal que le comenzó
a parecer poca cosa el solo hecho de recitar textos archiconocidos: a partir
de ese momento decidió que sería él quien compondría los poemas de su
repertorio. No dudaba de su capacidad innata para ello.
Durante los últimos
meses de su estancia en la escuela primaria, el auditorio pudo comprobar el
cambio operado en sus actuaciones. Azorados observaban el entusiasmo desmedido
del niño puesto de manifiesto en su despliegue escénico, donde no faltaban sus
veloces desplazamientos de un extremo al
otro del escenario, los gestos sobre actuados (más que de rutina), las lágrimas
y los gemidos con los que recitaba los pasajes más trágicos del poema. Nadie podía
comprender la razón a tanto despliegue ante obras tan insulsas. Con estas representaciones
finalizó su etapa de niño prodigio.
Mientras cursaba el
colegio secundario se dedicó sin descanso a colaborar con la revista literaria que
editaban sus compañeros. Nunca faltaba entre sus páginas una poesía firmada por
el precoz y abnegado Simón Montreaux, un seudónimo que Simón Spiciafocco ha
empleado durante toda su vida.
Para la amarga
profesora de Literatura, la señorita Susana Pantuno, los trabajos de Simoncito
no pasaban de ser una mala imitación de las poesías de Rubén Darío, o de Amado
Nervo.
En esta segunda etapa
de su vida no tuvo la oportunidad de lucirse en los recitados de poesía, ya que
lo que abundaban en los días festivos eran las representaciones teatrales, los
bailes o los números musicales.
Con gran abatimiento,
el joven Simón comprobó que nunca llegaba a convencer a los profesores, o a sus
pares, acerca de la conveniencia de representar alguno de sus poemas; en su
lugar, se ponían en escena versiones de aficionado de conocidos musicales de la
pantalla cinematográfica.
Una vez alcanzado el
bachillerato, consiguió su primer trabajo en un lugar soñado: la “Biblioteca
Popular José Ingenieros”, una institución barrial que era solventada por un
grupo de libertarios entusiastas.
Si bien este empleo le deparaba
un ingreso más que módico, sentía que se compensaba con creces tal limitación
por la posibilidad que le brindaba de acceder -sin restricciones de ninguna
índole- a toda la literatura que él deseara leer. Simón leyó con fruición todo aquello que tuvo a mano,
en especial la obra de los poetas de nuestro país. En tal actitud se pasaba
hora tras hora, enfrascado en la lectura de libro tras libro. También asistía a las clandestinas reuniones semanales que solían
celebrar aquellos hombres, lo hacía con el único fin de demostrarles sus
aptitudes para el recitado.
Algún avispado entre
ellos tuvo entonces la brillante idea de organizar reuniones de poesía
argentina en el ámbito de la biblioteca. Hasta se imprimieron afiches, donde
figuraba Simón Montreaux como la principal figura de la gala.
En esos festivales, el
poeta solía recitar unos pocos poemas, tantos como fueran necesarios hasta que
los libertarios comprobaran que entre los concurrentes no hubiera ninguna
persona infiltrada y pudieran, por fin, iniciar las ponencias individuales, que
eran el objetivo primordial del mitin.
No obstante el papel de
pantalla de sus actuaciones, Simón adoraba esos momentos de gloria en los que todos permanecían
callados, en apariencia, atentos a su actuación.
Los conocimientos adquiridos
durante esos meses le fueron útiles para una impensada manera de ganar dinero:
la redacción de innumerables cartas de amor, que más de un tímido enamorado le solía
encargar, con el propósito de embelesar a través de ellas a su amada esquiva. En
contrapartida, le pagaban al poeta más que bien por tal tarea.
Probablemente, a causa
de ello es que Simón comenzó a generar poesía a granel. Entonces, la necesidad
de suplir la evasiva inspiración lo obligó a sistematizar su labor, como
antídoto al riesgo de volverse loco ante tanta cantidad de trabajo.
Es bien sabido que los
artistas dan lo mejor de sí solo en aquellos momentos de inspiración plena, por
lo que la acción de trabajar por pedido perentorio no resulta ser la mejor
manera de alcanzar una obra maestra.
Entonces, su mente comenzó a guardar infinidad de duplas de palabras, que formaran una rima perfecta y que resultaban aptas para ser empleadas
en cualquier ocasión. Así, era previsible que si en algún verso
utilizaba la palabra dolor, haría que rimara con la palabra amor. La misma técnica empleaba con las palabras corazón y tesón,
dulzura y ternura, presuroso y cariñoso, e infinidad de pares invariables.
Como resultado de
sus contactos con los libertarios, Simón obtuvo la que sería su fuente de
ingresos principal durante gran parte de su vida: el ejercicio de la docencia.
En dicha labor, Simón ponía de manifiesto ante el alumnado sus profundos
conocimientos sobre la vida y obra de destacados prosistas y poetas, aprendidos
durante sus jornadas extensas de lectura en la biblioteca. No escapaba ocasión en
la que recitara e hiciera recitar a sus alumnos las más variadas obras de la
cultura universal.
Jamás logró que alguno de sus alumnos
siguiera sus pasos.
Es durante esos días
que su mente comienza a imaginar cómo debería lucir un poeta de fuste. Y en esa
dirección empiezan a tomar cuerpo en él una serie de ideas peregrinas, tales
como que, para representar un auténtico artista, es imprescindible vestirse con
ropas color oscuro, preferentemente de negro. En esa misma tesitura es que,
según Simón, un poeta excelso jamás habrá de llevar el cabello corto, pues una
melena da el aspecto soñado de artista libre, e incomprendido. A tono con esta
apariencia, la figura del poeta ha de ser lánguida y breve. Algo imposible de
lograr por él, un muchacho regordete y petiso.
Por ello es que comienza
a vestirse con ropas de un par de talles más grandes a los que le correspondían.
Para demostrar su
dominio de la lengua castellana, a la edad de veinticuatro años, comienza a expresarse
a través de los vocablos más extravagantes que puede hallar; cree que con este accionar
nadie llegará a dudar de sus amplios conocimientos lingüísticos. Además, suma
la utilización de metáforas y parábolas en sus comentarios y explicaciones, con
lo que logra que el verdulero del barrio, o el carnicero, no sepan nunca qué
despacharle.
Muy diferente era entonces
su suerte con las muchachas, quienes, embelesadas por la supuesta genialidad de
Simón, lo seguían, embobadas.
Por esas cosas de la
vida, se entremezcló con gente de muy buena posición. Todo empezó cuando uno de
esos tímidos para los que redactaba misivas románticas lo llevó consigo a un
ágape; allí Simón debería observar a la damisela que desvelaba al galán chambón
y con esta visión redactar entonces una apasionada declaración amorosa. Pero, en
aquella reunión de personajes livianos, ni bien se supo entre la concurrencia
su oficio de poeta, se vio rodeado por las mujeres, quienes -sin demasiado
esfuerzo- lograron convencerlo de recitar algunos poemas. A partir de esa
noche, no había reunión social en la que la anfitriona de turno no invitara a
Simón.
Su relación con
todas ellas resultaba platónica al extremo: ellas lo adulaban y suspiraban,
mientras que él les recitaba melosos poemas, con voz impostada y melena
bamboleante. Otra sublime actuación de Simón. Y volátil capricho de ellas.
Como corolario, una de
estas admiradoras, quizás para lograr figuración, con la malsana intención de
humillar a sus amistades con la virtuosa acción de mecenazgo que emergía de su
acto, o tal vez por compasión hacia Simón, financió la edición de un
cuadernillo de poesías del artista.
Más allá de toda
especulación sobre las razones de tal actitud, esta acción llenó de dicha al
poeta. Significaba para él haber dado el paso más trascendental en su carrera:
tenía sus obras editadas.
El resultado de tal
emprendimiento fue un rotundo fracaso editorial: prácticamente no se vendió
ningún ejemplar, salvo alguna que otra copia adquirida por las más entusiastas
de entre sus seguidoras embelesadas.
Esta situación dio pie
a Simón para que asumiera el rol de víctima. Solía argumentar a partir de
entonces, con algún fundamento cierto, que sus poemas no alcanzaban el éxito
pues el contenido de los mismos excedía la comprensión del medio ambiente que
lo rodeaba. Clamaba ser un incomprendido de la época.
Poco a poco, las
admiradoras se cansaron de él, en la misma medida en que comenzaron a poner sus
ojos en un lascivo gurú hindú.
Era bien conocida su
costumbre de asistir a cuanta presentación de libros de poesía hubiera en la
ciudad de Buenos Aires. En tales ocasiones adoraba conversar con los autores. Quizás
esas veladas le hiciesen rememorar aquella oportunidad lejana en la que
presentó su propia obra. Y soñase con repetir la experiencia con sus nuevos
trabajos, mucho más comprometidos y pulidos que los previos. Por lo menos así
lo daba a entender a quien quisiera escucharlo.
En estas rutinas
transcurría la vida de Simón, hasta que en el colegio donde daba clases de
Literatura apareció un día una colega, para dictar Biología.
Fue amor a primera vista.
Ella se llamaba Beatriz
y era bioquímica.
A los ojos de Simón,
esta señorita, de treinta y tantos años, resultaba ser la más bonita entre todas
las mujeres; o al menos, entre aquellas que trabajaban en ese establecimiento
educativo. Poco le importaron al solitario poeta las gafas de miope consumada
que escondían las facciones del rostro de la joven o esa figura carente de
curva alguna que exhibía su cuerpo: él se comidió de inmediato -como hace todo
caballero galante- a acercarle la silla, para que la dama se sentara a la mesa
de reuniones presente en la sala de profesores. Acto seguido, se sentó a su
lado.
Él, para congraciarse,
no hacía otra cosa que escribirle apasionadas poesías (qué más se podría
esperar en este caso).
La actividad laboral
principal de Beatriz, desarrollada en un laboratorio análisis del barrio de
Floresta, lo ponía en serios aprietos a la hora de la creación de su obra: imaginarla
en ese ámbito aséptico, pródigo en reactivos y malolientes muestras no resultaba
la mejor ayuda.
Por eso, para ocultar
lo desagradable del entorno en que pasaba sus horas la joven, es que Simón comenzó
a elucubrar las metáforas más rebuscadas. Como resultado, su obra comenzó a
poblarse de versos crípticos. Invariablemente, ella lo gratificaba con la
devolución de esas mismas esquelas, sobre las que un beso marcado con el carmín
de sus labios demostraba su aprobación. Aún al día de hoy, él atesora esos
papeles, ya arrugados, amarillentos y grasosos.
Lamentablemente, ese
amor duró únicamente un año lectivo, ya que la muchacha cumplía una suplencia y
al reintegrarse al puesto la profesora titular, debió dejar el cargo.
Para peor desgracia de
la pareja, esta contingencia coincidió con un aumento de trabajo en el
laboratorio, con la consiguiente carga de horas extraordinarias de ocupación
para la muchacha. Y como broche final, los padres de
ella, al tomar conocimiento de que el pretendiente de la joven era un soñador
empedernido, se opusieron al noviazgo.
Esa actitud paternal echó
un balde de hielo a la relación, pues ella no se animó a contradecir tal
imposición paternal.
Este fracaso
sentimental hundió a Simón en una profunda depresión, no soportaba más ir a ese
colegio donde cada espacio le recordaba a su amada perdida.
Renunció a su cátedra,
sin más trámite.
Por fortuna, otro amigo
libertario le consiguió un trabajo como corrector de estilo en un periódico
sensacionalista, de gran tirada. Gracias a este trabajo Simón no se sintió tan
alejado del mundo artístico, pues de continuo se informaba sobre cuanto hecho
cultural acaecía en la ciudad.
Tras unos años de
actividad en esa empresa comprobó que lo que en un principio parecía una transitoria
disminución de su actividad creadora, se había convertido en una ausencia
completa de producción literaria, de modo que empezó a emplear su arte en los
textos del diario.
Esta novedosa actitud
no pasó desapercibida, pues tras unos pocos vocablos demasiado cultos para los
lectores, en los textos de la sección arte y ocio, Simón pasó a emplear
sofisticadas argucias literarias para las noticias policiales.
Al poco tiempo lo
echaron de la redacción, no sin antes haberle advertido repetidas veces que esa
manera de redactar no era el estilo editorial característico de la publicación.
Con el paso del tiempo,
su modo de expresarse se tornó más hermético e ininteligible.
Su obra se tornó
imposible de dilucidar; con inusitada frecuencia,
aquellos que tenían la oportunidad de escucharlo, en algún café literario,
finalizaban la audición con una discusión acerca de lo que había querido decir el
artista en ese extraño y amorfo poema.
Finalmente, ya aburridas
de sus reiterados argumentos, sus amistades dejaron de frecuentarlo, o mejor
dicho, comenzaron a esquivarlo.
Sin comprender lo que
le pasaba, el poeta se vio de buenas a primeras solo, incomprendido y librado a
su suerte.
Por esas cosas del
destino, que trocan un desatino en un acierto, la tirada de aquel poco exitoso cuadernillo
de poemas primigenio resultó excesiva, lo que significó que quedara en poder del
autor una enorme cantidad de ejemplares. Gracias a ello, comenzó a vender al
menudeo tales publicaciones en los colectivos. Allí, en cada vehículo que
abordaba, Simón recitaba un corto poema a los adormecidos pasajeros, para que -eventualmente-
alguno de ellos le adquiriera un ejemplar. Con esta actividad comercial el
poeta ayudaba a solventar sus gastos más elementales.
Hoy ya se lo puede ver
trajinar por cualquier calle perdida de la ciudad, demacrado por el paso de los
años y la mala alimentación. Su melena, rala y entrecana, no luce como antaño. Su
traje negro de casimir cruzado, prenda que engalanó sus mejores días, luce raído
y mugroso, al igual que la gastada tela de su camisa de algodón egipcio. Complementa
el cuadro un calzado sin lustre, acorde a su actual aspecto miserable. Sus
anteojos, de cristales opacos y armazón rota, escasamente lo ayudan a leer los
libros pringosos de enésima mano que puede conseguir ocasionalmente en
librerías de mala muerte. Ya nadie lo acompaña
ahora.
Deberemos suponer que
Simón se siente realizado.