"Mi hijo es muy
prolijín”, solía aseverar doña Ramona, al referirse a lo bien que había
aprendido a tener ordenadas las cosas su vástago, Pedrito.
De esa afirmación
sacaron, los ocurrentes de siempre, el apodo que habría de acompañar a este hijo
por el resto de su vida: Prolijín.
Esta familia la
completaba el marido de Ramona, Manolo García, un gallego de asombroso parecido
físico con el popular actor español Enrique Serrano. Se trataba también de un hombre
petiso, calvo, con su infaltable bigotito recortado y un buen humor a toda
prueba, incluso de su esposa.
Niní Marshall y Enrique Serrano |
Este hombre trabajaba como
simple ordenanza en una ignota repartición municipal,
aunque su esposa ocultara tal realidad y le dijese a todo el que estuviera a
mano:
- El Manolo es funcionario
de la “Mucipalidá”.
Todos en esa familia
vestían ropas de bajo costo, las que siempre se presentaban como impecables. Una
prueba de esa pulcritud la daba el espectáculo de ver, por las tardes, a doña Ramona
encorvada frente a la pileta del patio de su casa, dada a la fatigosa rutina de
refregar la ropa; siempre con la ayuda del popular y económico pan de jabón
Federal, mientras tarareaba esas incomprensibles muiñeiras, canciones populares y
antiguas de su lejana Galicia.
Entre la ropa colgada
en el tendedero del fondo de su casa se destacaba el guardapolvo delator, de color
gris, que pertenecía a don Manolo.
Con frecuencia se podían
escuchar los gritos de doña Ramona, mientras le recriminaba a su marido que no
se desabrochase el botón del cuello, ni se recogiese las mangas de la camisa,
porque:
- Pareces uno de esos guarros
del puerto.
Ante lo cual don Manolo,
resignado, se abrochaba el botón y se bajaba las mangas.
Piadosamente, todos lo compadecían,
lo tenían por un pusilánime cualquiera...
Hasta que comenzó a
circular un rumor por el barrio: se decía que, gracias a su buena presencia y
prolijidad, más su proverbial simpatía, el émulo de Enrique Serrano había
conquistado a una joven muchacha que trabajaba con él. Según trascendió, su
esposa jamás se enteró de esta relación clandestina; siguió con su rutina de planchado
impecable de las camisas y de los pantalones, con el propósito confeso de:
- Para que esté más
guapo mi Manolo.
Del mismo modo, doña
Ramona llevaba a su hijo a la escuela hecho un primor: guardapolvo de un blanco
impecable y el cabello peinado con fijador. A tal extremo llegaba su esmero en
la presentación del niño, que antes de que el pequeño ingresara a la escuela,
esta mujer le pasaba un pañuelo húmedo por su cabecita para alisarle mejor el
peinado.
Los útiles que Pedrito portaba
en su cartuchera estaban identificados con pequeños letreros. En ellos figuraba
su nombre y su número particular; tal identificación le servía al niño para que
controlase que no faltara ninguno de ellos cuando debía retirarse de clase. Conviene
mencionar que a sus lápices jamás les faltaba punta.
Aún muy de chico, comenzó
a trabajar, para ayudar con los ingresos de la familia; para ello, se inició
como aprendiz en el taller de chapa y pintura de un familiar.
Allí Prolijín les
acomodaba las herramientas y trastos todo el día, una actitud que, a su
llegada, el patrón observó con satisfacción pues en ese taller reinaba un
desorden completo.
Pronto cayó en cuenta
de su error, pues ese afán ordenador del pequeño les complicaba la labor a los
operarios: no encontraban nunca las herramientas; Prolijín se las acomodaba,
según su propio criterio y aún cuando todavía las necesitaban. También les
apagaba el soplete, cerraba las llaves de paso en los tubos de oxígeno y de
acetileno y comenzaba a enrollar las mangueras ni bien observaba que dejaban de
trabajar con ese equipo, aunque sólo hubieran ido a buscar alguna de las herramientas
que él mismo hubiera ordenado prematuramente.
Este familiar no sabía
como decirle a don Manolo que no lo quería más a su hijo en el taller. Al final
le mintió. Le dijo que el niño era aún muy pequeño para manipular las
herramientas y que podía salir lastimado por tal razón.
Esta decisión unilateral
dio lugar a un disgusto familiar con doña Ramona.
Ya de joven, Pedro
llevaba el cabello cortado con suma prolijidad, casi al ras, por lo que su
cabeza se asemejaba a un cepillo de cerda esférico; su rostro exhibía siempre
una afeitada perfecta. Nadie recuerda haberlo visto con un atisbo de barba
crecida, ni aún en los fines de semana o los feriados; mucho menos aún durante
sus vacaciones.
Hombre de mirada
penetrante, sus ojos avizoraban y escudriñaban todo su entorno, nada escapaba a
la vista penetrante de Pedro, a quien nunca se le escabullía un detalle sobre
algo que estuviera fuera de lugar. Hay veces que creo que algún yanqui debe
haber conocido o tenido referencias de Prolijín y sacado de él la idea para
crear el personaje maníaco de esa serie de televisión, llamado Monk.
Esta manía de poner las
cosas en orden, que aplicaba en todo aquello que se pusiera a su alcance, las
canalizó a través de la profesión que eligió: Licenciado en Sistemas. Fue un
estudiante destacado, ninguno resultaba tan efectivo como él en el desarrollo
de algoritmos para el ordenamiento de los datos.
La lógica se convirtió
en su razón de vida, todo debía seguir una regla de hierro, lógica pura, orden
puro, sin discusiones. En ese entorno se sentía seguro.
Intempestivamente, un
día decidió irse a vivir solo. Fue cuando ya no pudo tolerar más el orden que
aplicaba su madre para con sus pertenencias personales: ella utilizaba un
criterio ilógico y él no podía ya soportar esa situación ni un día más.
Doña Ramona lloró una
semana seguida, mientras reordenaba el cuarto que había dejado casi vacío su
hijo.
Una vez recibido en la Universidad comenzó a
trabajar en una empresa que proveía programas informáticos personalizados para
instalaciones industriales. Tales productos los adquirían compañías petroleras que,
por lo general, los empleaban en sus instalaciones radicadas en las zonas de
explotación. Esta situación obligaba a Pedro a tener que trasladarse a los más
extremos e insólitos puntos de la geografía del país.
Su trabajo consistía
básicamente en instalar dichos programas y asegurarse de un correcto
funcionamiento de los mismos. Vale citar que muchos de estos programas eran
ideados por él mismo.
Pero, el mayor inconveniente
que se le presentaba con este tipo de trabajo residía en que su vida de orden y
rutina se veía amenazada por los continuos viajes y alojamientos en las diferentes
localidades. Esta situación lo ponía frenético y se tornaba más maníaco que de
costumbre.
Por caso, en uno de
estos traslados debió pernoctar con un asistente (que resultó ser Samuel
González, un conocido mío) en un hotel de mala muerte, de la ciudad de Catriel.
Según me refirió este
hombre, durante una noche de copas y confidencias (y con lujo de detalles), aún
cuando ya hubieran pasado muchos años de aquella experiencia, Prolijín puso de
manifiesto en aquel viaje todas sus extravagancias, ante su eventual y azorado acompañante.
Ni bien habían llegado
a la habitación, Prolijín tomó una ducha intensiva, se secó con su propia
toalla gigante de color blanco radiante, se arregló el cabello, se afeitó (por
segunda vez en el día) y comenzó a ordenar sus cosas: un equipo de afeitar (que
poseía crema, brocha, una máquina del tipo descartable, loción, perfume post
afeite), el frasco de la colonia para el pañuelo, el cepillo de dientes con su
estuche, un pomo de dentífrico, el secador eléctrico para el cabello (con su
cable recogido y prensado con una abrazadera de plástico), el talco
hipoalergénico, la barra desodorante para axilas y el polvo pédico, un envase
de toallitas para piel de bebé sin perfume (para higienizarse las partes
privadas), e infinidad de cremas y ungüentos medicamentosos o de finalidad incierta.
Todos estos elementos, como no podían ser alojados en el botiquín del baño
(porque no existía ninguno) fueron prolijamente ordenados sobre una mesita que
había en la diminuta habitación del hotelucho.
Este hombre me comentó
que debió dejar sus escasas pertenencias alojadas dentro de su bolso de viaje,
o sobre una diminuta mesa de noche, que estaba al lado de la cabecera de su
cama.
Mientras tanto, Prolijín
se dedicaba a colocar la ropa de vestir bajo el colchón de la cama, bien
ordenada, de modo de aprovechar que, gracias al peso del mismo (más las
frazadas y su propio cuerpo), quedaran bien planchadas.
A todo esto, los
calcetines y el calzoncillo ya habían sido lavados y luego puestos a secar en
unos soportes plegables que Prolijín había traído dentro de su inmensa valija.
Antes de dormirse,
tenía por costumbre escuchar el noticiero y, seguido a él, un programa de
interés general que se emitía en Radio Rivadavia, de Buenos Aires. Como estaban
alejados de esta ciudad, la onda que podía captar el aparato radiofónico en
Catriel era de pésima calidad, emitía mucho ruido de fondo y las voces se
tornaban imposibles de escuchar, pues aumentaban su precisión y lentamente
parecía que se alejaban hasta que se tornaban un murmullo incomprensible.
Persistió en su intento durante el horario completo de la emisión del programa,
aunque no pudo discernir casi nada, por las razones expuestas.
Mientras proseguía esta
rutina, su paciente compañero de pieza no pudo dormir, según me confesó.
Ni bien terminó de
escuchar el ruido de la radio, Pedro se levantó de su cama para depositar ese
aparatito sobre la mesita. Luego, se dedicó a acomodar nuevamente las sábanas y
cobijas de su cama, pues supuestamente habían quedado flojas y mal armadas.
Acto seguido rezó y se acostó en su cama.
Por fin se pudieron
dormir ambos.
Como Samuel González ya
por entonces padecía de problemas en la próstata, tuvo que levantarse de noche
para ir hacia el baño. En tal traslado a ciegas, ex profeso dio un puntapié a
la ordenada mesita. Como resultado, todos los elementos que Pedro había depositado
ordenadamente sobre ella cayeron al suelo, incluso la pequeña radio portátil, lo
que generó un gran estrépito, a las tres y media de la madrugada, me confesó el
propio Samuel, con una sonrisa maliciosa en su rostro.
Años después, Prolijín
llegaría a ser el Director Operativo para Sudamérica de una empresa norteamericana,
líder en software. Es dable destacar que su ascenso profesional coincidió con un
incremento notable de su paranoia.
Su analista se
desesperaba cada vez que el licenciado García asistía a la consulta.
Si bien nunca trascendió
lo que el paciente le comentaba al profesional, se puede suponer que el
contenido de las confesiones que Prolijín le transmitía significaba todo un
desafío para la capacidad intelectual del analista, pues lo alteraba considerablemente.
Me comentaron que la recepcionista
que atendía en ese consultorio había observado que, al retirarse el licenciado García,
el psicólogo comenzaba a ordenar de modo compulsivo los objetos de la estancia,
entre ellos las revistas que había depositadas sobre la mesa ratona, aquellos
cuadros colgados que suponía torcidos, el desorden imperceptible en el
escritorio propio y en el de la recepcionista, también modificaba la posición
de algunos retratos familiares desalineados sobre los anaqueles y hasta reacomodaba
las flores plásticas de los jarrones de adorno de la sala de espera, a la vez
que le refería zonceras a la chica.
Aguantar la presencia
de Prolijín en la sala de espera, mientras aguardaba
su turno de atención, no era una experiencia menos traumática para esa pobre muchacha:
él había puesto en su lugar correcto a todos aquellos mismos objetos que luego
el analista reordenaría.
Se
puede decir que la vida de Prolijín se había convertido en una pesadilla:
volvía locos a todos quienes tuviéramos la desgracia de toparnos con él.
Pero,
increíblemente, un día conoce a Rita.
Ese
día Pedro cambia para siempre, se libera.
Ella
es una atorranta de lo peor, madre de tres o cuatro chicos (no alcanzo a
recordar bien), fruto de otros tantos amores fugaces. Con simulada dulzura, lo
engatusa y le hace cambiar de vida.
Prolijín
se convierte en la antítesis de lo que había sido hasta entonces: ahora lleva
el cabello crecido hasta los hombros, e indistintamente lo lleva suelto o
tomado en una coleta, una espesa barba adorna ahora su rostro, mientras que un
arito de fantasía se muestra, brillante, en el lóbulo de una de sus orejas.
Su
vestimenta pasa a ser tan informal que se parece al payaso Firulete. Ya no le
importa si su calzado está sin lustre o si sus calcetines andan solitarios, de
a uno, por algún rincón de la casa de Rita. Su léxico degrada en varios
escalones.
Cuando
se enteró de este cambio de hábitos de su hijo, doña Ramona se desesperó; a
punto tal que su marido tuvo que internarla en el sanatorio del Centro Gallego
para que la atendieran.
Allí
la tuvieron durante una semana, con recaídas cada vez que la visitaba su Pedrito.
Hoy, al ver que no le queda otra alternativa que aceptar las decisiones de su
hijo adorado, se tiene que conformar con verlo así:
- “…hecho
un desastre, mire”.
Pedro,
en cambio, conoce lo que es vivir libre y despreocupado; mandó a todas las
convenciones de nuestra sociedad al carajo y está feliz.
Se
le nota: sonríe con sabiduría.
El Muchacho dijo; Viva la vida dejemosno de pelotudeces.
ResponderEliminarUn abrazo.
Luis:
EliminarEra obvio que el personaje estaba solo, con sus manías como única compañía. Nada ni nadie, ni siquiera la madre, había podido interponerse entre ellos.
Hasta que aparece Rita, como un rayo de luz entre la penumbra.
A partir de entonces, Pedro comprende cuál es la mejor compañía. Al menos por el momento...
Un gran abrazo.
jajajaajaj me ha encantado. Si es que tanta organización no puede ser buena...
ResponderEliminarEs mejor estar un poco menos encorsetado en la vida, porque sino te sientes asfixiado. Además sino la vida es muy aburrida:)
Besazo
Dolega:
EliminarDio la casualidad de que justo que publicaste un post sobre la organización, a mí me quedaba para publicar este último personaje de la galería de gente rara.
El pobre Prolijín ya no tenía vida, sus manías lo tenían fuera de sí. He visto algún maníaco parecido, aunque no llegaba tan lejos en su conducta. En el fondo, todos tenemos alguna costumbre obsesiva, pero nunca a esos extremos.
La llegada de Rita a su vida le abre la mente, le muestra que es preferible ser desordenado y feliz a ser esclavo del orden.
Una enseñanza que también podría aplicarse a las sociedades, ¿no crees?
Besos.
Arturo querido
ResponderEliminarMe has hecho reir a carcajadas......eresfabulosoinventandocosas.....
divertidísimo el personaje y me lo imagino tal cual lo describes,
encima le agregaste "el arito de fantasía.....".
Debería pagarte por haberme hecho reir tanto.....
Espero más relatos, son geniales Arturo!
Un abrazo fuerte
y buen finde....
Genessis:
EliminarMe alegro de que te haya gustado. Te garantizo que a mí me dio mucha risa el solo imaginar las situaciones insólitas. Aunque, valga aclarar, no todo es ficción en esta historia, su parte de realidad hay en ella.
Por ejemplo: Enrique Serrano era un actor español, que se hizo famoso por interpretar a una especie de viejo pícaro (aunque inocentón) en las comedias livianas de los años cuarenta. Era muy popular y apreciado por la gente.
Hubo un buen señor, que sí se parecía al actor y que tuvo un romance con una joven, sin la aprobación de su esposa, por supuesto.
El maníaco de la radio que no se escuchaba nada, doy fe que existió.
Ya lo ves, conocido un personaje, es sencillo ponerlo en ridículo en situaciones y conductas límite.
Que pases un fin de semana veraniego a pleno.
Un gran abrazo.
El vivir con unas muy estrictas normas, en muchas ocasiones parece que estas prisionero de ellas que te ahogan hasta que llega el momento de tirar todo por la borda y desear vivir en libertad, claro para tomar esas decisiones se tiene que ser fuerte de mente y sentimientos.
ResponderEliminarSaludos
José:
EliminarEl protagonista de esta historia había sido criado dentro de la lógica del orden estricto y la prolijidad exagerada.
No es extraño que hubiese superado a su madre en esas manías.
Hasta que se liberó. Sin dudas que lo que tú dices es lo que habrá pensado este personaje, al momento de quedar maravillado del modelo que, entre otras cosas, le ofrecía Rita.
De ahí su sonrisa sabia, al final del cuento.
Un cordial saludo.
ARTURO buenisimo, entretenido y gracioso relato.
ResponderEliminarVoy a fotocopiar tus cuentos para leelos con mis amigas ...
buen fin de semana amigo
Meryross:
EliminarBueno, muy halagador de tu parte.
Entre los cuentos y las anécdotas, tienen para entretenerse, o aburrirse, según la cantidad; pues, como decía mi abuela: "lo poco agrada, lo mucho enfada".
Si miras con atención a tu alrededor, verás más de un Prolijín o Prolijina. De su antítesis verás ejércitos...
Conviene estar en el medio de tales extremos, un lugar que es desconocido para Pedro, el protagonista de mi historia.
Besos.
Buenísimo. Gracias
ResponderEliminarPilar:
EliminarEl agradecido soy yo, por tu presencia.
Un gran abrazo.
jajajajajaja, siempre que vengo a tu blog termino muerta de risa...por dos Prolijín. ¿Pero tú de dónde sacas estas historias? Bueno, ya me imagino que de tu fantástica cabecita.
ResponderEliminarPor cierto Prolijín y yo solo nos entenderíamos cuando él conoció a su salvadora.
Un abrazote
Marina:
EliminarMe da mucho gusto que te hayas divertido; entre otras cuestiones, uno de mis deseos es que resulte un texto con humor.
Como siempre digo, los personajes los tenemos frente a nosostros todo el tiempo (hasta en un espejo, llegado el caso), solo se requiere que les prestemos la debida atención. Si hay veces que pareciera que nos dicen a los gritos: ¡mirame!, ¡mirame!
Y yo los miro, luego escribo historias desopilantes gracias a ellos.
A veces, no me salen tan mal.
Un enorme abrazo.
Sospecho, sospecho mucho de los prolijitos! Por cierto, soy una Rita cualquiera. Me encanta descontracturar, despeinar y desordenar prolijitos mi especialidad jajaaaaaaaaaaaa terrible!
ResponderEliminarTuve un alumno que venía en verano no hace mucho, unos tres años atrás con remera metida adentro del pantalón, peinadito y con sandalias con medias en pleno verano siendo adolescente. Nunca le dije nada a los padres porque cada uno cría a los hijos como quiere y como puede en esta vida, pero pensaba "Esto un día termina muuuuuy mal." Y así fue. Un día faltó a clase. La madre me llama a las 10 y media de la noche desesperada diciendo que el chico no había vuelto a casa. Apareció a los tres días con alfiler de gancho en la ceja, aro en el labio tatuado, darkie... en fin Abandonó la escuela y una historia que ni le digo. Todo lo que se reprime luego estalla peor...
Me encantó esta historia que no tiene ni pizquita de ficcional,Arturo.
Saludos van, maestro
Sandra:
EliminarTe aclaro que yo no me considero un Prolijín, aunque guarde cierto orden en mis cosas. Ya es bien conocido en mi familia que mi madre me observara -desde siempre- el hecho de que salía sin peinarme el cabello, costumbre heredada hoy por mi mujer. Lustrar los zapatos encabeza mi lista de acciones odiosas y -por ello- olvidadas.
He conocido varios personajes muy prolijos en mi vida, aunque ninguno como el que contás; ¡a ese pibe, sí que se le saltó la chaveta!
No soy quien para juzgar las chiquilinadas de hoy: aritos, piercing, tatuajes y esas cosas; pues en mi época nos dejábamos crecer el pelo hasta los hombros, nos calzábamos pantalones ajustadísimos (con el propósito de que marquen nuestra anatomía), para curiosidad de las chicas y escándalo de las viejas vinagres. El problema siempre recaló en los extremos: los zarpados y las zarpadas de siempre; que, al final, siempre se las arreglan para terminar mal.
Prolijín, en cambio, terminó... ¿bien?
Un gran abrazo, Seño.