Al llegar al bar- café “La Nueva Pontevedra”, me di con la
sorpresa: su dueño, el gallego Manolo, estaba inmerso en la tarea de pintar el
local
Un fuerte olor a la pintura dominaba todo aquel espacio; sin
embargo, el negocio permanecía abierto al público.
Los muchachos estaban sentados en derredor de las mesas de
siempre, unidas para formar una superficie única y mayor; aunque más separados
de la pared que de costumbre, que hoy lucía húmeda, blanca y muy olorosa.
Los pocillos de café mostraban restos de pintura: los adornaban unos pequeños lunares, causados por el salpicado de las brochas.
Los pocillos de café mostraban restos de pintura: los adornaban unos pequeños lunares, causados por el salpicado de las brochas.
Estaban en plena tarea de organizar la consabida salida de
pesca anual, a las lagunas de Chascomús; esto justificaba, de por sí mismo, el
estar reunidos en semejantes condiciones.
Las chanzas estaban presentes: comenzaron a burlarse de la
suegra del tanito Enzo, Carlota, también conocida como la Vieja Bagre Sapo;
hasta ahí todo iba bien. Pero, el gordito Tino Sánchez insinuó que Clarita, la
novia del amigo, con los años, se parecería a la madre. Como respuesta, Enzo le
pegó un empellón, que arrojó al gordito contra la pared. Apoyó el traste y dejó
en la superficie una extraña figura, similar al signo de infinito…
Entonces, se arrimó al grupo, Cacho:
-¿Me alcanzarías unas servilletas?
-Sí, tomá; pero, ¿qué te pasó? –preguntó Tucho.
-Nada. Que se me había pegado a la suela del zapato uno de
los papeles que puso el gallego para no manchar el piso con pintura y yo, para
sacarlo, subí mi pie así, ¿ves?, y apoyé la mano en la pared.
-Y apoyó la otra…
-Y apoyó la otra…
Los demás muchachos seguían enfrascados con el plan y el más
entusiasmado, como siempre, era el Gordo Toto, que se desvivía en tratar de
convencer a todos para dirigirnos a un recoveco de la zona, adonde la pesca es
inigualable, según le había referido el cuñado del tío de un primo de su vecino,
hombre ducho en el tema.
Sin más decir, desplegó sobre la mesa un plano que había
traído con él; en tal acción, dos -o tres- pocillos cayeron al suelo y
salpicaron con café la pared recién pintada. El estrépito producido por la
rotura de los pocillos sobresaltó a Manolo, que dejó caer el tarro lleno de
pintura desde lo alto de la escalera, donde estaba trepado. Salpicó hasta el
cielorraso.
Nos salvamos de casualidad.
De inmediato, se escuchó a coro decir: “¡anotameló en la
cuenta, Manolo!”, mientras huíamos todos (el Gordo Toto llevaba el mapa, aun
desplegado).
Y él cerró el negocio, para limpiar el desastre y volver a
pintar todo.