En nuestro camino por la
vida se cruzan algunos personajes que no se olvidan fácilmente. Uno de ellos es
Juan, autodefinido como poeta aficionado.
Lo conocí en oportunidad
de un viaje entre Catamarca y Córdoba, al ocupar asientos linderos en un
ómnibus de la firma Cacorba.
Todavía estábamos sentados en la Terminal de San Fernando
del Valle de Catamarca, a la espera de partir, cuando se presentó formalmente
con ese nombre y me señaló a una chica joven y sonriente que lo acompañaba,
pasillo mediante, indicando con humor que se suponía que él era el padre.
Hombre comunicativo, de
gran facilidad de palabra, habló más de lo que escuchó; de hecho, yo sólo pude
introducir algunos bocadillos dentro de su perorata, los que, ahora a la
distancia, imagino como triviales. Así transcurrió buena parte del viaje: él
hablaba y yo casi siempre escuchaba.
Este cordobés que me
enseñó aquello de: “Córdoba mira con soberbia al Norte Argentino y con envidia
a Buenos Aires”, como corolario a una explicación sociológica de entrecasa sobre la identidad y las costumbres de las poblaciones argentinas.
Entre otras cosas me
refirió que había estudiado no sé que carrera humanística en la Universidad de
Catamarca, entidad a la que calificó de “humilde casa de estudios”.
Aquel viaje prosiguió sin
sobresaltos hasta que hicimos una parada, que pudiera haber sido en Deán Funes,
o en Frías, aunque en realidad el lugar no es relevante en esta historia. Ahí bajó casi la
totalidad del pasaje, para tomar algún café caliente e ir al baño. Recuerdo vívidamente que era una fría
noche invernal.
En cuanto volvimos a
tomar posición en nuestros asientos en el transporte, escapados a la
inclemencia de la noche, me contó -a título de confidencia- que se había cruzado en el bar con un conocido suyo. Un hombre que seguramente habría ido a saludarlo con malicia, convencido de haberlo pillado con un vaso de vino en su mano, pero que en
realidad se había llevado un flor de chasco: el vaso estaba lleno de gaseosa.
Yo era tan chambón que
no me di cuenta de su problema. Si no fuera porque en
realidad era un alcohólico, el hecho no hubiera merecido ninguna mención. Hoy creo que
-probablemente- lo que tomaba era gaseosa, pero con ginebra, para combatir el frío.
Al proseguir su charla, me contó que una vez le
habían publicado uno de los poemas suyos en el diario La Prensa, en el suplemento
literario, aquellos rotograbados (según los llamaba mi abuelo) en tinta sepia,
que se entregaban con la edición dominical de aquel periódico.
Y ahí nomás, en un rapto
de improvisación, recitó un poema sobre la amistad, esa que podía surgir en un
viaje impensado en un micro (de Cacorba) ante este porteño de ojos absortos como
auditorio, que descubría sin saberlo la vida y el mundo.
Me entusiasmé de haber conocido a este hombre, con inclinaciones artísticas, con vuelo poético, con mente abierta, ya que no resulta tan sencillo poder hallar personas que posean alguna de las inquietudes propias. Con su ayuda podría aprender bastante.
Al fin llegamos a Córdoba. Nos despedimos con naturalidad, como cualquier amigo que volverá a encontrarse en unos días, para
proseguir con la relación.
Ciertamente, volví a verlo. Fue unos meses
más tarde, en Catamarca.
Era de noche, bastante tarde, yo viajaba en un colectivo urbano rumbo a la plaza principal; desde mi ubicación en uno de los asientos de la última fila lo observé subir
al vehículo y darle unas monedas al conductor (ya había notado
previamente que nadie pagaba el boleto, a excepción mía); acto seguido, se ubicó en el primer asiento.
No me vio, quizás estuviera medio dormido.
Ni bien lo distinguí, mi
primer impulso fue cruzar una mirada, ir en su encuentro a saludarlo, recordarle nuestro primer viaje; pero no hubo oportunidad, ya que él no observó al pasaje en ningún momento. Mi timidez me impidió recorrer todo el pasillo del colectivo, sentarme junto a él y saludarlo.
Luego fue tarde, ya que su descenso se produjo enseguida, en algún momento inadvertido por mí.
Nunca más volví a verlo.
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