Si hay una sensación que durante la
niñez tiene su más real y puro sentido, esa es la de maravillarse.
Todo niño tiene el don del asombro, pues desde su
ingenuidad e inocencia todo aquello que le resulte grato y a la vez novedoso,
le dará como resultado una sensación placentera.
A esa edad se transforma
la realidad en fantasía, de un modo simple e inmediato. En la imaginación infantil
cualquier juguete en un objeto maravilloso, tan real como aquello que
representa. A partir de esta simulación vive a través de él aventuras
indescriptibles, inmerso en el país de la ilusión. Un lugar que supongo debe existir,
aunque nadie pueda ubicarlo en un mapa; ya que en realidad se ubicaría en la
mente de los niños, donde todo es posible.
De pequeño, mi imaginación podía transformar esos
autitos de juguete, unos simples y ordinarios objetos de plástico; con suma
facilidad los convertía en unos maravillosos vehículos: con ellos era posible disputar
carreras, por todo tipo de escenarios y geografías, la mayoría de ellos insólitos.
Así, se podían vivir aventuras emocionantes, que tenían lugar en una senda diminuta
en la tierra de un cantero, o sobre el mantel de una mesa, o entre los pliegues
de las sábanas de mi cama.
Incluso, en mis sueños, hasta una vez pude ingresar
dentro de un jeep de juguete muy pequeño, y... ¡conducirlo!
Junto a mis primos, Laura y Hugo, durante un irrepetible día maravilloso, en casa de nuestra abuela. |
Este mismo efecto me pareció entreverlo en otras
personas, ya adultas y quizás parecidas a mí, quienes con incredulidad y
asombro descubren tardíamente hechos y situaciones que deberían resultarles más
que obvias.
Nadie está a salvo de este sentimiento, por más experto
que se considere en las cosas de la vida.
En el maravilloso país de la inocencia, todo es
posible.
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