Un día, y con una gran sonrisa dibujada en su rostro, mi madre me relató una jocosa situación que le tocó presenciar:
Me comentó que, al pasar por la esquina de la cuadra, había observado a dos pequeños —de cinco o seis años de edad— que charlaban entre ellos.
A uno de ellos no lo conocía, pero el otro sí era conocido, se trataba del hijo menor de un vecino del barrio.
Este chico, un flaquito de cabello rubio, vivía a la vuelta de nuestra casa, y le estaba contando a su pequeño amigo los pormenores de una pelea que había librado con otro pibe, quien al parecer resultaba ser bastante pendenciero.
Le refería que el otro niño le había pegado; ante esta circunstancia, el amiguito inquirió:
— Así que, ¿te pegó?
— ¡Sí!
— ¿Y vos no lloraste?
— ¡No! ¡Yo no lloré!... ¡Porque soy GUAPO!
A todo esto, el día anterior a esa charla entre ellos, mi madre -con asombro- lo había visto pasar al pobrecito (mientras lloraba a moco tendido) por delante de nuestro domicilio. Y seguir así durante todo el trayecto de la cuadra, hasta dar la vuelta en la esquina, con rumbo a su propia casa.
Nos matamos de risa de aquel auto denominado “guapo”.
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