Pasó uno de esos días tórridos del verano porteño; allá por los años sesenta, cuando yo era un pibe que tenía tiempo libre de sobra, tanto como para poder observar sin apuro las cosas que ocurrían a mi lado.
Así fue como vi pasar por la calle a un botellero que, a los gritos y mientras colocaba una de sus manos sobre una oreja, pregonaba esa oferta repetida de comprar botellas, cartón, diarios viejos, metales y todo elemento inservible que hubiera en una casa.
Esta presencia en sí misma no hubiera llamado mi atención, pues al fin y al cabo se trataba de un botellero más entre los tantos que solían pasar por las calles del barrio; lo que la hacía novedosa era una particularidad notoria: lo acompañaba Pepo, que empujaba el carrito lleno de trastos.
Pepo era uno de esos retrasados mentales que nunca faltan en cualquier barrio. Al parecer, ese botellero le había dado un trabajo, y ahora lo tenía de ayudante. Con su caminar típico, entre torpe y falto de coordinación, acalorado, despeinado, y con evidentes signos de cansancio, el desdichado lelo cuarentón acompañaba al botellero, devenido ahora en patrón. Este último, con su andar aliviado, parecía que pretendía demostrar una mayor prestancia.
En este país todos quieren ser patrones, pensé para mí.
Pocos días después, vi al dúo nuevamente; pero, en esta oportunidad, Pepo ya no sólo empujaba el carro dificultosamente, sino que —además— voceaba con gran entusiasmo su ininteligible oferta: ¡booóp teshéeee!
¡Qué rápido se progresa en este país!, fue mi primer pensamiento.
¡Seguro que la paga es la misma de antes!, concluí.
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