En aquella ciudad del norte cordobés vivía esa viejita
mayor, una italiana de buena posición económica y con contactos sociales
al más alto nivel; no obstante, era común que empleara expresiones soeces
cuando se refería a alguien que no fuera de su agrado.
Solía gastar su tiempo libre y dinero en partidas a
las barajas, especialmente en aquellas mesas donde se jugara a la loba, en
alguna de las tantas timbas -supuestamente ilegales- que abundaban por esos
pagos. Estas reuniones, prolongadas hasta horarios insólitos, no tenían mucho
de clandestino, pues hasta el comisario del lugar las frecuentaba.
Aquellos que la conocíamos un poco más que el común de
la gente, sabíamos de su simpatía y amistad con encumbrados políticos del
radicalismo, a quienes recibía a menudo en su diminuto departamento, que se
transformaba en tales oportunidades en el centro informal de las reuniones partidarias más
sabrosas. Estas amistades, por su parte, le brindaban una condescendiente
protección llegado el caso de que tuviese que afrontar alguna consecuencia por
sus tramoyas.
En realidad, a esta señora se la conocía más por su dedicación
a una actividad específica muy requerida: tirar las cartas para predecir la
suerte. Sin duda, esta faena con el mazo de barajas le resultaba más exitosa
y rentable que la emprendida en las carpetas de la timba. Esta labor
adivinatoria le permitía —además— conocer las penas y los pesares de sus clientes,
mujeres casi en exclusividad; una información a partir de la cual podía
propiciar encuentros entre parejas espurias.
Para el desarrollo de esta tarea empleaba una
metodología tan simple como efectiva: se encargaba primero de convencer a las
mujeres que le iban a confiar sus penas de amor, que lo que ellas necesitaban en
realidad era un muchacho, para que reemplazase vigorosamente a ese marido
mujeriego, jugador o bebedor que la atendía tan mal: un taxi boy de pueblo.
Es de lo más común por aquellos lugares que un hombre
casado sea infiel, un galán a tiempo completo; por el contrario, las
mujeres deben ser muchísimo más recatadas (o cuidadosas) como para arriesgarse a una aventura amorosa, ya que de quedar en evidencia sería
catalogada por todos los de la comunidad como una puta, mientras que su marido
por igual acción no recibiría condena social alguna.
Ahí entraban en acción las habilidades de Marieta: a
esas mujeres —que previamente había persuadido y entusiasmado con la idea— les
conseguía algún muchacho joven, soltero y de poca plata, que por lo general
nunca falta, para que las satisfaga. A todo esto, más de una esposa
insatisfecha declaraba sus predilecciones por tal o por cual joven del vecindario,
lo que obligaba a Marieta a tratar de convencer al susodicho sobre las bondades
de la Fulana.
Tales actividades le daban mucho beneficio a nuestra
amiga, ya que esas damas quedaban en deuda de honor (o de trapisonda) con ella
y en la obligación moral de retribuirle tales favores de un modo generoso.
Con frecuencia se observaba en el pueblo cómo se formaban extrañas
o inconcebibles nuevas parejas, conformadas por un joven casi adolescente y una veterana que, enamorada
perdidamente, abandonaba a su esposo, sus hijos y el hogar familiar para
marcharse a vivir con el muchacho una relación fogosa con destino incierto, para
comidilla de todo el vecindario.
Por suerte para nuestra amiga, los maridos engañados
siempre estaban tan descolocados ante el abandono (y la cornamenta consiguiente)
que no reparaban en ella como la causante del desaguisado…
No faltaba tampoco aquella mujer a quien le fallara la
aventura amorosa y disgustada culpara a nuestra viejita pícara por su
frustración (o paliza marital). Como resultado de ello, algunas veces aparecieron
depositados a la entrada del departamento de nuestra amiga desde un reguero de
sal en el piso dispuesto como señal demoníaca o los amuletos colorados de un hechizo y hasta
amenazantes esquelas, pretendidamente anónimas.
Pero, la mayor cantidad de las que recurrían a sus
servicios, por el contrario, quedaban tan agradecidas con los beneficios
obtenidos por las gestiones oficiosas que le devolvían esos favores acercándole
obsequios de todo tipo; y entre ellos el más apreciado por ella: información.
Entre estas mujeres incondicionales se la podría
encuadrar a una operadora telefónica de la entonces compañía telefónica
estatal, Entel, que interceptaba las llamadas telefónicas de los adversarios
políticos de sus amigos y le pasaba estos datos a nuestra viejita simpática y boca
sucia.
Es seguro que esta italiana habrá arreglado más de un
entuerto familiar, o formado varias parejas hermosas y prístinas; pero, en una
población pequeña eso no amerita interés alguno, excepto para los beneficiados.
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