Esa noche, finalizado el asado convocante, al llegar la hora de los postres y para entretener a todos los compañeros de trabajo reunidos allí, dos del grupo se animaron a cantar.
Previamente y como es costumbre, se habían negado sistemáticamente, ante el ruego de algunos de los comensales, quienes les incitaban a entonar al menos una de las canciones de su repertorio. Todo esto sucedía en medio de comentarios, hacia el resto de nosotros, del tipo: “cantan a dúo muy bien”, “lo hacen a menudo, con gran aceptación” y otras frases de alabanza por el estilo.
Confiados en sus propias voces y sin otro acompañamiento que aquel que brinda el tinto barato, el dúo comenzó a entonar una canción folclórica.
Uno de los integrantes esbozaba al cantar una sonrisa amplia, que dejaba al descubierto una dentadura maltrecha (culpa de algunas caries notorias) y la falta de alguno que otro de sus incisivos; por lo que -de tanto en tanto- dejaba escapar al vacío una que otra gota de saliva, cuando la pronunciación de la canción le resultaba propicia. Es fácil deducir cómo sonaba esa voz.
Por su parte, el otro intérprete no se quedó atrás: la piel de su rostro se tornaba cada vez más sonrosada (a causa del notorio esfuerzo por alcanzar los elevados tonos de una canción no apta para su condición vocal), lo que lo inducía a transitar por los caminos del falsete. Como resultado, comenzó a carraspear y terminó en un previsible ataque de tos. Este percance lo obligó a voltear el rostro de inmediato, para no toserle al público encima (así pudo desahogarse). Luego, con los restos que le quedaban de su voz, intentó acompañar a su amigo en la canción.
En los rostros del público se veían mal escondidas risas.
Como no hay mal que dure cien años, la canción terminó. Todos aplaudimos con simulado entusiasmo a ese dúo patético, movidos más por piedad que por aprobación.
Afortunadamente, no hubo bis.
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