Cuando en el cine del pueblo
proyectaban alguna de estas cintas, su presencia en esa sala era un hecho
seguro. Allí se pasaba las horas, sentado en una butaca, mientras observaba una
y otra vez esas aventuras que transcurrían en un mítico y lejano oeste
americano.
Si en el transcurso de
la proyección alguno de los actores entonaba una canción, el ansioso espectador
ya la lograba memorizar, a tal punto que, luego de verla por tres o cuatro
veces, la podía cantar completa, aunque fuera mediante la utilización de fonética,
pues no tenía ni la menor idea de lo que decían las letras de aquellas tonadas.
Dolly Parton, famosa cantante americana. |
Es conocido que, ya desde muy chico, se viste siempre con pantalones vaqueros y
camisa a cuadros. También era harto sabido que, para asimilar mejor su
apariencia a la de un “cow-boy”, solía anudarse un pañuelo al cuello. Como la
plata nunca le alcanzaba, no podía darse el lujo de utilizar un par de botas ni
un sombrero texano auténticos, de modo que andaba calzado con sus zapatillas de
loneta todo uso y llevaba sobre su testa un gorrito tipo fórmula uno, que le
habían regalado en un negocio del pueblo, donde se lucía la propaganda de la
marca de yerba mate “Desayuno criollo”.
También es leyenda popular
que, desde siempre, le gustaron los temas de Kenny Rogers y la prodigiosa delantera de
Dolly Parton.
Así es como Pancracio Zelikowicz,
conocido por todos como “El Colorado”, hijo de polacos, nacido y criado en Santa
Isabel, en el medio del desierto pampeano, en las cercanías del Río Atuel, soñó
siempre con ser un ídolo de la canción country.
Por tal razón, no había
festividad en el pueblo en la que este fanático de la música del Oeste americano no se
anotara para entonar sus canciones. Y no lo desanimaba para nada el hecho de
ser blanco de las pullas de los muchachos y la indiferencia de las chicas, él
seguía firme en su conducta. Y feliz de poder cantar.
En tales actuaciones se
lo podía ver sumergido en la atmósfera de sus canciones, abstraído por completo
del mundo que lo rodeaba, con su mente probablemente alejada de la realidad, en
una cabalgata interminable por las praderas. En esos instantes pareciera que
sólo importaran él y sus canciones.
Al terminar su
actuación y bajar del escenario, la alegría era completa: Pancracio se sentía
el hombre más dichoso del mundo y los espectadores gozaban de una sensación de
alivio inenarrable.
Esta conducta pertinaz
la mantiene desde hace tantísimos años.
Hasta que, hace poco
tiempo atrás y gracias a las posibilidades que brinda Internet, Pancracio pudo subir
a la red unos temas musicales que había grabado bajo el seudónimo de John
“Sugar” Truch.
Tal audacia dio como
resultado un inesperado éxito popular. Más aún al considerar que sólo se trataba
en realidad de unos “demos”, sin mayor pretensión de su parte, grabados de una
manera más precaria de lo que pudiera imaginarse, en aquel galponcito sucio
ubicado en los fondos de su modesta casa.
En ese espacio íntimo se
había dedicado por meses a ensayar canciones con una guitarra que le había comprado
su padre en uno de sus repetidos viajes a la ciudad de General Alvear, en
Mendoza.
La idea original de su
progenitor era que Pancracio aprendiese a tocar esa guitarra para acompañarse
en la entonación de tradicionales mazurcas polacas. Por el contrario, Pancracio
se dedicó bien pronto a tocar y componer diversos temas en estilo country, todo
ello con la loable intención de homenajear de ese modo a aquella tierra lejana de
ensueño, lugar maravilloso que llenaba sus horas de tedio y donde acaecían imaginarias
aventuras de vaqueros.
En su imaginación febril
tenían lugar aventuras intensas, enmarcadas por unos bellísimos paisajes,
con rubias y recatadas damas, que al final se enamoraban del galán de turno, que
—por cierto— siempre resultaba ser él mismo, o en realidad, su alter ego: John
“Sugar” Truch.
Se había puesto de
manifiesto en él una inusitada fiebre creadora, pletórica de facilidades a la
hora de idear las mejores letras para esas melodías pegadizas; así que esos
acordes comenzaron a dar marco a mensajes llenos de poesía y ternura, no lejanos
de una nostálgica visión idealizada de un paisaje y de personajes imaginados en
el pasado de aquel Lejano Oeste.
Según donde hubiese
transcurrido la acción en la última película que viera Pancracio en Santa
Isabel, allí ubicaba él la historia mencionada en sus letras.
De casualidad, no hay
duda alguna de ello, innumerables navegantes de Internet en los Estados Unidos
se sintieron tocados e identificados por sus simples, arcaicas y dulces
melodías.
Lo mismo les sucedía
con su extraño acento, que se convirtió en un enigma, pues no llegaban a
determinar con certeza de qué estado del Oeste Americano provenía, ya que
parecía ser de todos y en realidad no se terminaba de definir con claridad como
de ninguno de ellos.
Diversos lingüistas
anglófonos llegaron a discutir en foros de la red acerca del origen de ese
acento inescrutable; hasta se aseguraron lugares y fechas en que había sido
empleado por mineros, personal del ferrocarril, tahúres o vagabundos.
Imposible para ellos saber
que provenía del poblado de Santa Isabel, de un pampeano que imitaba —o mejor
dicho que inventaba sin querer— un acento inexistente en ninguno de todos los
Estados de la Unión. Esa pronunciación
extraña tenía su origen en la gran nariz del cantor y su dentadura generosa.
Suerte de principiante
se podrá decir, pero la página en Internet de Pancracio se hizo una de las más
visitadas.
A nadie llamó la
atención que pronto comenzaran a llover las propuestas para que grabara un
disco profesional y se presentara en espectáculos por todo el Oeste Americano; fue
entonces cuando le propusieron que viniera a cantar aquí, en el Festival de Nashville,
el más famoso entre todos ellos.
El Colorado no lo podía creer.
El Colorado no lo podía creer.
Y aquí se encuentra
hoy, en su camerino, en este cotizado espectáculo, a la espera de que lo llamen para
subir al escenario. Mantiene su enigmática figura de “Old shy cow-boy”, con
la que apareció ayer en las promociones televisivas, donde el público pudo ver
a ese vaquero tímido, que nunca jamás pronuncia palabra sobre el escenario,
excepto para entonar las letras que complementan sus agraciadas melodías, entre
dulces y pegadizas.
Nadie podría imaginar siquiera
que su inglés es desastroso, casi inexistente, que las letras de las canciones se
las ha traducido su propia tía, una profesora de idiomas que dicta cursos en el
secundario de su pueblo y que los productores, lejos de rechazarlo por estas
causas, vieron en él la posibilidad de crear un personaje insólito y sobre todo
taquillero.
Ya se sabe, ahora cuando
Pancracio entone sus canciones, las adolescentes chillarán como locas, mientras soñarán
con ser sus novias (por decirlo de alguna manera), los hombres mayores (gente
ruda, sin duda) llorarán ocultando las lágrimas tras sus lentes para el sol, lo
mejor que puedan: rememorarán su adolescencia; y las mujeres mayores sentirán
reverdecer sus mejores épocas de amor e ilusión. Los niños lo escucharán
azorados.
Es bien conocido el
fenómeno de ser valorado en exceso, costumbre en la que el público cae a menudo, frente a un cantante popular.
Todos estarán contentos.
¿Para qué
quitarles la ilusión?
Es verdad Arturo, hay para todos en la viña del señor, y sabes cuantos acá llegaron así?
ResponderEliminarUn abrazo.
Luis:
EliminarEste cuento lo redacté hace bastante tiempo, quizás en 2009. Surgió en mi cabeza mientras iba hacia la oficina. Ni bien llegué lo escribí de un tirón.
En realidad la idea original estaba basada en esa fantasía infantil de triunfar, cuando somos pequeños. Con forzar un poco los hechos y el personaje, salió esto: un alegato a la pésima calidad de la música que consumimos.
Todos nos damos cuenta que el "demo" era una basura; pero pegó.
Un abrazo.
Un relato que hace reverdecer en mí la esperanza de convertirme en ídolo de la Polka checoslovaca, el problema es encontrar un buen seudónimo, pensé en Mirolslav Taberre, pero no sé si vaya a funcionar.
ResponderEliminarUn abrazo.
HD
Humberto:
EliminarEso no sería problema. El representante -siempre hay uno- se encarga de esos menesteres por un "mínimo" porcentaje.
Los productores felices y contentos, siempre y cuando se obtengan jugosas ganancias. Siempre es necesario para tal fin, hallar un público bien predispuesto a poner sus pesitos.
Cuando aplico la historia de Pancracio al ámbito de las Letras, tiemblo...
A la espera de mi Pulitzer, te mando un abrazo.
ARTURO Da rienda suelta a tú imaginación que es maravillosa.
ResponderEliminarinteresante relato
Meryross:
EliminarMuchas gracias por tus palabras de aliento.
Lo que me causó más gracia es que pensé que era una historia desmesurada; pero, hace unos días, me entero que un Fulano de Tal -ahora convertido en un éxito de la canción- surgió a partir de los demos que colgaba en la Web.
Me despido, con una sonrisa feliz en mi rostro.
Este relato que muy bien nos cuentas muy bien y bastante real,se puede trasladar a esos impresentables de periodistas deportivos, los cuales con alevosía y premeditación, por dos partidos de futbol los quieren encumbrar y hacer unos ídolos, cuando a la larga de un campeonato solo demuestran ser mediocres.
ResponderEliminarSaludos
José:
EliminarHasta donde sé, los jugadores de fútbol son un producto más; sus representantes, en ese afán de lucro tan conocido, tratan de sacar el mejor provecho de ellos.
En este caso, mediante el "incentivo" a periodistas inescrupulosos, que elogian a cualquier patadura, siempre y cuando les convenga.
El círculo se cierra con una venta al exterior -a valores desmesurados- donde se lava dinero sucio, que nunca se sabe a dónde va a parar.
Para el caso de las discográficas, no tengo idea de cómo es el negocio, pero no me extrañaría demasiado que fuera algo similar.
Un abrazo.
Concuerdo en la manera en como nos llegan éstos relatos acerca de asuntos en los cuales sólo tenemos limitada información.
ResponderEliminarDel tema que tratas en cuanto al manejo de artistas sí conozco un rato, pues trabajé como actor 40 años bajo el nombre Carlos Romano, por ahí estoy en google bajo Carlos Romano/actor, y te diré que como en todo medio los privilegios y altos salarios son más publicitarios que reales, excepto en escasas excepciones, ejemplo Ray Charles , quien exigió los derechos completos de su música, lo cual lo mantuvo millonario.
A mí en lo personal me atrae escribir sobre lo científico y de seguro que caigo en la ciencia ficción, pero como me divierto.