A René
Antúnez se le considera el más ambiguo personaje que haya dado la ciudad de
Buenos Aires, o al menos eso porfiamos quienes lo conocimos.
Si alguien
le preguntaba la edad, jamás se definía con precisión, nunca mencionaba una
fecha; ocultaba ese dato bajo chistes diversos por lo que, con cierta simpatía,
cualquiera podía catalogarlo a primera vista como a un coqueto empedernido.
Encuentro, obra de Escher.
René se
vestía de la manera más anodina posible. Sus ropas abundaban en colores
pasteles indefinibles, pues según las ganas del observador podía tratarse de
una tonalidad parda, o verdosa, o azulada. Jamás se podía describir su
apariencia con un: “estaba vestido con pantalón azul y camisa celeste”, pues, como
ejemplo, el color de uno de sus pantalones bien podría ser definido como
turquesa (ni celeste, ni verde) aunque palidecido hasta tornarlo en gris,
quizás.
Como sus
pantalones cubrían siempre la capellada de su calzado, nunca se podía observar
si los zapatos que llevaba eran acordonados o del tipo mocasín; además, el
color de los mismos no desentonaba con el de sus pantalones, lo que constituía
otra incógnita.
Su cabello negro estaba teñido con mechones rubios, o quizás, era rubio teñido con mechones negros. También era imposible de saber si su piel era blanca quemada por el sol o simplemente cetrina, como la de su madre o la de su padre, respectivamente. Coherentemente, sus ojos eran pardos, ni verdes, ni castaños. Adoraba toda la obra de Escher y solamente gustaba de aquellas pinturas de Dalí donde aparecen imágenes duales. Por supuesto, adoraba las paradojas.
Hablaba y se
desenvolvía sin definirse. Tanto es así que al finalizar sus alocuciones
parecía que afirmaba algo, cuando en verdad su mensaje no decía nada.
Terminaba de
hablar y quedaba con su mirada fija en la del interlocutor, como si quisiera
asegurarse de que lo había entendido. Si el pobre escucha esbozaba una pregunta
sobre lo que había oído, René replanteaba su discurso de modo tal que la
conclusión (o duda) que se obtenía era contraria a la que se tenía antes. Por
lo general, por tratarse de temas intrascendentes, nadie le preguntaba por
tercera vez; al fin y al cabo, la opinión de René nunca contaba a la hora de
decidirse algo.
Imposible
concertar una cita con él. Nunca se sabía la hora ni el lugar exacto del punto
de encuentro. Fatalmente, siempre terminaba en pérdida de tiempo mientras se lo
esperaba, con la tremenda duda acerca del horario, el lugar, o hasta el día de
tal encuentro. Más de un apresurado, que no hubo tenido la precaución de
coordinar estas cuestiones con René —de modo escrito o fehaciente— quedaba a la
espera de alguien que jamás llegaría.
Nunca sabré
si le convenía o no ser tan ambiguo al solicitar el boleto al conductor del
colectivo, ya que el pedido de René nunca definía precisamente un lugar de
destino o un valor para el pasaje.
Al escuchar
que alguien argumentaba, siempre asentía, aunque no entendiera nada; no quería
importunarlo con una opinión que los obligara a discutir y -lo peor- en ese
acto perder la discusión, o quedar como un tonto.
Cuando se
enojaba con algo o con alguien, comenzaba su perorata con gran énfasis, como si
fuese a declamar Justicia Divina contra un Fulano de Tal, más con el avance de
su alocución, la misma se tornaba más equilibrada y baja en tono en sus
aseveraciones, hasta que terminaba por diluirse en una queja indefinida y
pausada. Nunca sabíamos qué era lo que pretendía decir, ni lo que había dicho
al final.
Nunca
expresaba su punto de vista para la toma de cualquier decisión. Así es que,
cuando debió comprar un televisor, el vendedor no tenía ni idea si ofrecerle la
última maravilla de la tecnología o un aparato económico y obsoleto, ya
discontinuada su fabricación y en oferta por presentar raspones, golpes o
decoloración del gabinete. Después de atender a René, pienso que el vendedor
quedó convencido que habíamos ido sólo para pedirle la hora.
La vez que
lo acompañé a comprar frutas y verduras, pude observar como la boliviana se
volvía loca con su pedido, pues René jamás le adelantaba la cantidad de
mercadería que pensaba adquirir; siempre le solicitaba un poco de tal cosa o
algo de tal otra. La comunicación con esta pobre mujer era una odisea. Es
imposible de conjeturar lo que pasaría con aquel chino del autoservicio, el que
atendía la fiambrería, cuando debía proveerle el jamón cocido cortado en fetas.
En nuestras
salidas de solteros, al efectuar el pedido de la cena a algún mozo, la
ambigüedad en el encargue de René confundía en modo tal a los camareros que,
indefectiblemente, mezclaban los pedidos individuales, aún después de pedirnos
puntuales aclaraciones —cada diez minutos— acerca de los mismos. Siempre
terminaban sobre nuestras mesas los más variados e insospechados platos.
Cada vez que
le servían un plato de sopa o de guisado, era común que tras el primer bocado
emitiera alguna interjección, como de desaprobación. Pese a que se lo
preguntábamos, nunca se podía discernir si su respuesta significaba que tal
acción se debía a que la comida estaba muy fría o muy caliente, sosa o muy
salada, rica u horrible. Nadie perdía su tiempo en vanos intentos posteriores
por despejar la duda, ya que René siempre tenía la boca llena y contestaba con
ademanes o rezongos ininteligibles. Lo mejor en estos casos, ya lo teníamos muy
claro, era concentrarse en comer lo propio en silencio.
Si nuestro
grupo de amigos organizaba cualquier salida o evento, siempre René se anotaba
de entrada con gran entusiasmo pero, luego exponía un sinfín de contratiempos e
inconvenientes que ponían en duda su asistencia, razón por la que nunca se
podía saber si iría o no. Ni qué decir si la salida requería comprar boletos
para ingresar a un espectáculo deportivo o a un cinematógrafo. En estos casos,
quien estuviera encargado de tal menester (por supuesto que nunca era yo) se
las veía en figurillas con la decisión acerca de la compra de las localidades
para René. Un par de veces, en que René no apareció, el desdichado comedido de
turno intentó venderlas entre la concurrencia, mientras que en otras ocasiones,
en que el encargado de tal menester pensó que René no vendría, debió pagar
sobreprecio para adquirir la correspondiente para nuestro amigo, que se
aparecía de improviso, o quizás no.
No obstante,
siempre era preferible padecer tales incógnitas a tener que encargarle la
compra de las localidades a René. La única vez que tuvimos la peregrina idea de
dejar que él se encargase del sencillo trámite, tuvimos que ver la película
parados durante casi dos horas en los pasillos de la sala. Por suerte, aquellos
desafortunados espectadores que, apurados, salían de la sala hacia el baño en
medio de la proyección, al regresar no tuvieron manera de encontrar sus
asientos, nunca.
En una
oportunidad me encargó que le comprase un libro en la feria de usados que hay
en el Parque Rivadavia. Si bien fue explícito respecto al título y autor (como
lo conozco me aseguré que así fuera) al final no supe si lo que deseaba era que
le comprara un ejemplar nuevo o uno usado, pues no tenía idea si lo requería
para regalar o para quedárselo.
Le compré
uno nuevo y cuando se lo entregué me lo agradeció: me dijo que se trataba exactamente
de lo que él quería; pero, la expresión de su rostro decía todo lo contrario.
La vez que
lo acompañé a una oficina municipal, donde él debía realizar un trámite, pude
observar de soslayo cómo llenaba uno de esos formularios burocráticos que son
la pesadilla de los contribuyentes. Si bien el papel indicaba claramente que
debía ser llenado con letra clara y de imprenta, René se esmeró en emplear
letra clara y de imprenta, aunque no sé si se trataban de caracteres del
alfabeto cirílico, griego o simples ideogramas chinos. Para peor, su firma era
otro garabato indescifrable. El pobre empleado no se percató de esos detalles
al recibirle el trámite y sellar la copia que atestiguaba el ingreso del
trámite por Mesa de Entradas, pues mi amigo ocultó el formulario bajo otras
hojas impresas con recomendaciones para llenarlo correctamente. No me
extrañaría que, al final, ese trámite no prosperara o que ese formulario que
llenara René se perdiera por siempre en algún cesto papelero.
Al bajar una
escalera, René lo hacía por el centro de la misma, aunque su trayectoria
distara bastante de seguir una línea recta, pues cuando parecía que se definía
por tomarse del pasamanos derecho, cambiaba de idea y su mano izquierda asía el
pasamanos contrario; pero sólo lo hacía para su traslado a través de tres o
cuatro peldaños, cuando su mano derecha entonces sí se agarraba de la baranda
correspondiente. Si la escalera era angosta no había dudas: se tomaba de ambos
pasamanos. De idéntico modo, al transitar por las aceras y observar que se
acercaba otro transeúnte amagaba siempre con cambiar su trayectoria y terminaba
—como un animal— llevándose por delante a quien viniera de frente y que
pretendiera esquivarlo.
En las raras
ocasiones en que por cuestiones de trabajo, o por vacaciones, se ausentaba un
tiempo de nuestro barrio, la correspondencia que nos enviaba nunca dejaba
entrever siquiera si se encontraba bien, o si acaso sufría de terribles
problemas. Esto preocupaba en demasía a quien imaginamos era su madre, una
dulce anciana que en tales ocasiones aparecía por nuestro barrio, en busca de
que le brindemos alguna información sobre su hijo. Él no solía indicar una
dirección en el remitente.
Era muy
amigo de los mellizos Zambrano, que vivían en la otra cuadra, por lo que resultaba
común observarlo estar en compañía de ambos o —más frecuentemente— de uno solo
de ellos, en cuyo caso jamás podíamos saber si estaba con Fermín, o con Daniel.
Parece que
un buen día se puso de novio con una señorita de un barrio alejado al nuestro,
de modo que dejamos de verlo.
Más tarde
nos enteramos de que se habría casado e ido a vivir a la casa de sus suegros.
Con respecto a la casa donde habitaba hasta entonces, nunca pudimos saber a
ciencia cierta si se la había vendido o se la alquilaba al nuevo habitante, un
anciano sordomudo.
De modo que,
con el transcurso de los años, un poco por su ausencia al barrio y otro poco
debido a la dispersión de los integrantes de la barra, causada por nuestro
propio devenir, dejamos de tener noticias de él.
Comenzaron
entonces a correr rumores de los más diversos entre las comadronas del lugar:
que no se había casado, sino que estaba juntado, que su pareja no era una
muchacha, ó que ni siquiera había formado pareja alguna. Todas y cada una de
estas historias podrían ser certificadas como ciertas.
Durante años
no lo volví a ver, ni tuve más noticias sobre su vida. Hasta aquella vez en
que, ocasionalmente, una persona me paró en plena calle Florida y se puso a
charlar conmigo, tal como si me conociera de toda la vida. Tras conversar con
él por un buen rato, podría asegurar que, pese a verse más avejentado, gordo,
calvo y con lentes, se trataba del mismísimo René; y afirmo esto pues no me
quedó ninguna cosa en claro de lo hablado en tal encuentro, y eso sólo es signo
inequívoco de que se trataba de él.
Por
intermedio de uno de los mellizos (no sé cuál de ellos) me enteré que el día
que René murió, no le atornillaron la tapa del ataúd. "No fuera el caso
que no estuviese muerto y se quisiera erguir en el cajón y no pudiera hacerlo",
me dijo aquel gemelo.
Yo se lo
hubiera soldado...
Y colocado
una piedra de cien toneladas encima.
|
Un lugar donde descubrir aquello que tienes a la vista y no consigues ver.
viernes, 4 de mayo de 2012
Ambiguo, el hombre
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El cuento me gusto o no, quizás fue extenso o demasiado corto, muy explícito aunque no se entendía, pero eso si, genial. (bueno no tanto) pero lo leí, o quizás no lo hice, pero está bien o no quizás. Pero....
ResponderEliminarUn abrazo (o no)
La verdad, Luis, no sé si agradecerte o no.
EliminarNo te puedo garantizar que me haya inspirado al hacerlo, aunque las frases y las ideas surgían como agua e'manantial.
La experiencia de redactar tal personaje me ha reportado una gran experiencia, aunque hoy me siga sintiendo tan ignorante como antes de escribirlo.
Lo que sí, no tengo dudas de ello, es que el lector de historia tratará de ahora en más, de no ser tan ambiguo como René (nombre neutro), a riesgo de no ser apreciado por su entorno.
En fin, con René se suma al blog otro de mis personajes raros, los exagerados que encontramos a diario: el Sapito Balbuena, Mircia, Tevenito, el ceceoso, el Dr. Odioso, el Anguila, las mellizas, Gorgonio, etc.
Amenazo con la llegada de muchos más: una dentista, un ginecólogo, un cleptómano, un prolijo, un iracundo, un apocado, una mujer de suerte y muchos más integrantes de este corso a contramano que es la vida.
Un abrazo, Luis.
Si,efectivamente,cuando la comunicación se invierte resulta que la consideras un poco ambigua por que puedes interpretarla como te parezca.
ResponderEliminarEl cuento tiene lo que gran parte de cuentos una narrativa compleja pero entretenida.
¡¡¡Pero hombre!!! Cómo le quieres poner un peñasco para que no pueda salir.
Me has hecho recordar al Minguito era genial
Saludos
José:
EliminarJuan Carlos Altavista creó un personaje fuera de lo común. Lamentablemente, quedó encasillado en él; no obstante, era de mi total predilección. No me olvido de sus parónimos desopilantes y de sus errores insólitos: "se me pusieron los pelos de gallina", o su frase: "somo' el cuarto poder, te podemo' levantar un "manolito", como hacerte un "bucco" así (o cavarte una lápida". Desopilante.
En realidad los cuentos tienen una longitud apreciable. Todos sabemos que por lo general deberían constar de una introducción, un desarrollo de la trama y un remate, aunque ese orden no sea siempre respetado.
Hoy se ha puesto de moda escribir mini cuentos o microrrelatos, una técnica engañosa, ya que a simple vista simula ser de simple ejecución, aunque requiere de maestría, para no quedarse en una frase ocurrente aunque inconsistente y ambigua.
Resulta difícil hallar en ellos una segunda lectura, más profunda y oculta tras la máscara externa.
A mi modesto entender, el cuento es el método más cercano al relato oral, y por ello el de más tradición; la novela es de una extensión mucho más rica y elaborada que el cuento, lo que permite incluir variadas historias dentro de ella; mientras que la poesía es la sublimación artística de la comunicación, ya que expresa con belleza y elegancia temas puntuales.
Sin pretender hacer un ensayo sobre algo tan conocido, quiero decir que trato de escribir de acuerdo a aquello que me hace sentir más cómodo. Poco a poco voy descubriendo sus arcanos y espero lograr mejores resultados. Considero que aun garabateo bosquejos y borradores...
Un afectuoso saludo para ti, José.
¿Dónde fue a parar mi opinión?
ResponderEliminarBueno, supongo que no le di a la teclita.
Venía a decir que la ambigüedad y la indecisión pueden llegar a ser irritantes, y odiosas. Y tu fabuloso relato me recordó un chascarrillo que decía algo como: "no sé si cortarme las venas o dejármelas largas".
Muy bueno, Arturo, como empieza a ser costumbre para el que suscribe.
Abrazo.
Fernando:
EliminarNo lo conocía a ese chascarrillo, pero es muy bueno.
Por supuesto que ese tipo de persona, que nunca se decide por nada, que evita compromisos y que todo lo hace para no equivocarse, es de las menos confiables que hay alrededor nuestro.
Tus palabras desde siempre han sido de aliento a este escritor aficionado y asombrado actor de su propia vida.
Un abrazo, Fernando.
QUE BUENO!!!
ResponderEliminarESTOY SEGURA QUE ME ENCANTÓ...
ES EXTENSO PERO QUE ME IMPORTA...
GENIAL!!! SIN DUDAS
QUIERO MÁS RELATOS ...NO TIENE DESPERDICIOS
Meryross:
EliminarDesde ya, te tengo que decir: MUCHAS GRACIAS.
Tanto por leer mis observaciones a conductas molestas, como por aguantar extensiones poco habituales en los blogs de hoy, y más que todo ello, por calificar tales delirios en un grado superior al que puedo dar.
Si observas mi primer contestación, verás lo que aun tengo, para atormentarlos o divertirlos (eso no lo sé).
Ya sabes, aquí eres bienvenida.
Tu personaje sería clasificable como una persona "tibia", indecisa, o quizás desganada. Aunque me dan ganas de tildarla de insoportable jaja. Tu relato es brillante, amigo Arturo, como todo lo que leo de ti. Después de leerte casi siempre me quedo meditabunda, haciendo la digestión de tus letras, que siempre son inteligentes y muy curiosas.
ResponderEliminarMe tienes rendida a tus pies, que lo sepas.
Ángela:
EliminarTen por bien seguro que lo imagino insoportable. La oración final da una idea de cuánto.
Quisiera creer que más de una vez habrás tenido que lidiar con alguna compañía de ésas, que no se deciden. Y con las que ir a charlar a un bar o ver una película le significan una decisión trascendental y como tal, NUNCA se terminan de definir.
Que se entienda que solo trato de hacer notar las características de algunas personas extrañas que nos rodean; que no las entienda no significa que me sienta superior a ninguna de ellas.
Tampoco me siento superior, como para que nadie se rinda a mis pies, ya que siempre me gustó mirar desde el mismo nivel a cualquier par de ojos. Es lo más digno para ambos, ¿no crees?
Un afectuoso saludo, Ángela.