pintura de Florencio Molina Campos |
De este relato, que paso a
exponer, he sido testigo una fría tarde de agosto, mientras mateaba frente al brasero, en compañía de una serie de paisanos de Monte Redondo, un paraje del departamento Villa
Rosa, en Catamarca.
—La culpa de todo la
tiene esa maldita seborrea del cuero cabelludo. —Se lamentaba Pantaleón Robles.
Muchacho agraciado, si los
hay, Pantaleón vivía obsesionado por su apariencia estética.
A tal punto llegaba en su afán por ese cuidado, que no se le escapaba detalle alguno en su atuendo; hasta la presencia de alguna arruga imaginaria en sus vestimentas, era eliminada, para que no opacase su elegancia.
A tal punto llegaba en su afán por ese cuidado, que no se le escapaba detalle alguno en su atuendo; hasta la presencia de alguna arruga imaginaria en sus vestimentas, era eliminada, para que no opacase su elegancia.
Solía vestir completamente de negro,
pues ese color resaltaba la esbeltez de su figura varonil, a la vez que hacía
un perfecto juego con sus renegridos cabellos, aducía. Matizaba siempre su estampa con
algún adorno en color rojo sanguíneo, como ser un infaltable pañuelo al cuello
o unas vistas rojas en su negro sombrero. Se lo veía siempre bien arreglado al
hombre: cabello recortado y peinado con fijador y una barba candado tan
renegrida como su cabellera. Sus ojos eran de un azul cobalto extrañísimo,
único por esos pagos.
Era nuevo en el pueblo. Se
decía que venía del Tucumán, y pese a los esfuerzos en ese sentido, nadie pudo especificar
razones valederas para tal mudanza.
Mas todo este esfuerzo por
aparecer vistoso no tenía como objetivo ningún afán narcisista en este
muchacho. No, la verdadera razón que motivaba sus desvelos era tornarse
irresistible para las chicas. Ellas sí que constituían su obsesión.
Pero, la persistente
seborrea que reinaba en su cuero cabelludo lo tenía a mal traer a Pantaleón, ya
que venía acompañada de una caspa persistente, cuyos efectos se destacaban
sobremanera en las negras hombreras de su atuendo.
Desesperado, fue a
consultar al médico del pueblo, el doctorcito Mendiguren, quien le indicó que
mediante la aplicación de jabón de azufre sobre sus cabellos obtendría muy buenos
resultados.
Así lo hizo Pantaleón. Se
lavaba la cabeza dos y hasta tres veces por día con el bendito jabón de azufre.
Los resultados del tratamiento fueron excelentes. Tal comprobación lo dejó
feliz.
Pero, Pantaleón no contaba
con la superstición de las jóvenes de poblado.
En los bailes que se organizaban los sábados, ellas, las que se llegaban desde poblados vecinos, al verlo de lejos, se embelesaban de inmediato con su semblante y la apostura varonil que exhibía, enmarcado todo en la notable elegancia de su vestimenta y su cuidadoso aseo personal.
En los bailes que se organizaban los sábados, ellas, las que se llegaban desde poblados vecinos, al verlo de lejos, se embelesaban de inmediato con su semblante y la apostura varonil que exhibía, enmarcado todo en la notable elegancia de su vestimenta y su cuidadoso aseo personal.
Pero, toda aquella que entablara
una relación y se acercara a él lo suficiente para ser presa de los primeros
arrumacos íntimos descubría, entrometido entre el olor de los perfumes que se
aplicaba el mozo y sus seductoras palabras, un tenue aroma azufrado en la piel del joven galán;
entonces, huía despavorida. Pantaleón quedaba perplejo
ante tales conductas, que se repetían idénticas con cada una de las chicas que
conseguía abordar en tales reuniones.
De ahí surgió el lamento de este hombre.
Se dice que algún feúcho
envidioso, de los que nunca falta (y al que algunos pocos identificaban con el
doctorcito Mendiguren), había hecho correr el rumor entre el mujerío que asistía a esas reuniones, de que el tal Robles era en realidad el mismísimo Mandinga.
Arturo:
ResponderEliminarTus historias son tan argentinas que, a pesar de que vivo hace 15 años acá, jamás podría contarlas de la misma forma que vos.
Por cierto, el jabón Lux no produce nada, ¿o sí?
Un abrazo.
HD
Muchas gracias por el inmerecido cumplido.
ResponderEliminarEste cuento lo hice en homenaje a tanta gente adorable que conocí mientras viví -por cerca de ocho años- en varias zonas del país.
Quedate tranquilo que ese jabón que citás, ya ni tiene perfume, ni te lava; así que te aseguro que es completamente inofensivo.
El pobre joven. Menos ma que hoy en dia a shampo muy buenos para erradicar ese problema. Disfruto mucho con tus cuentos.
ResponderEliminarMarilyn:.
EliminarMe da una gran alegría que te gusten estos modestos cuentos autóctonos.
El personaje, con su indumentaria negra y roja, su cabello renegrido y sus ojos azules, más la barba candado tenía una notable apariencia demoníaca.
Hace años, cuando vivía en Jujuy, me enteré que a un personaje de estas características, al que llamaban "el Familiar" (no confundir con el mito del ofidio, que encarna al demonio en un trato, a semejanza de la obra Dr. Fausto), solía aparecer de noche y llevarse al peón de obraje díscolo, que nunca regresaba. Como resultado, el miedo popular lo transformó en un personaje mítico: la imagen diabólica de la muerte.
Gracias por tus conceptos.
Y seguí con tus minirelatos sobre miedos y costumbres de los optimistas. Me encantan los mininos, como Moñi, que alegró nuestros días, hace tanto tiempo.
Cada tanto leo artículos y comentarios de esta página. Un relato muy bueno "Jaboncillo". Reune el clima y la tradición de nuestra literatura gauchesca, de la buena literatura de costumbre. Un cuento donde la ternura, la ingenuidad, ciertas valencias sociales -rasgos primordiales de una narrativa que es antecedente de nuestra literatura- forman parte de un canon literario no siempre analizado con objetividad. Gracias, estimado Arturo.
ResponderEliminarCarlos Penelas
Carlos Penelas:
EliminarMuchísimas gracias por su comentario, que es un gran incentivo para seguir en la búsqueda expresiva.
Saludos muy cordiales.