Por esas cosas que tiene el destino,
el oficio de Gorgonio Palomeque ya se le había develado en su niñez como algo
natural: trabajaría como creativo publicitario.
Si, se puede decir que tal profesión
es poco usual; no es común que a la gente se le pague por el hecho de pasarse todo
el tiempo inventando situaciones, historias fantasiosas, componiendo melodías
pegadizas, diseñando afiches y todo ese entorno que hace al mundo de las
campañas de publicidad.
Pero, para Gorgonio, ese
camino parecía haber sido diseñado para que él lo circulara a sus anchas.
Ya de chico había dado
muestras de ser un gran fabulador. Ese don suyo casi se podría afirmar que tuvo
su disparador en su propio nombre de pila: cuando alguien extrañado le
preguntaba sobre la razón por la cual lo habían bautizado así, si había heredado
ese nombre de su padre, o de uno de sus abuelos, o quizás de algún tío, o si
solo se trataba de un apodo, Gorgonio le respondía con las historias más
estrafalarias e increíbles. Su actuación y argumentaciones resultaban tan
elaboradas e intrincadas que, además de convencer a muchos, llegaban incluso a
emocionar hasta las lágrimas a más de una de las viejitas sensibles que lo
escuchaban.
¿Cómo podría decirles que su
padre, carente por completo de imaginación, había elegido su nombre apoyando al
azar el dedo índice sobre el listado de los abonados que poblaban una vieja
guía telefónica de su pueblo natal, González Chávez?
De pequeño, pasaba largo
tiempo mirando las nubes, imaginando figuras, en eso ya se le notaba que era un
genio: ninguno de nosotros, sus compañeros de correrías, podía igualarlo. No
solo imaginaba formas, sino que ideaba historias coherentes que iban sucediendo
conforme la apariencia de las nubes cambiaba. Maravilloso.
De más está decir que, debido
a su particular nombre de pila, en la escuela primaria siempre fue blanco de
chanzas por el resto de los alumnos. Esto lo molestaba a tal punto que prefería
que sus compañeros lo llamáramos Pirulo, Poroto, Armando, Arturo, o cualquier
otro apodo de rima soez y poco imaginativa.
Si éramos descubiertos al realizar
alguna de esas travesuras propias de los niños, Gorgonio siempre era el encargado
del grupo para dar las explicaciones del caso a los damnificados. Esto nos
aseguraba una mentira creíble, o al menos que sembrara la duda acerca de
nuestra participación en los daños ocasionados.
De pura casualidad coincidimos
en cursar el bachillerato en el mismo colegio. Ahí pude apreciar de primera
mano su constante evolución en esa tendencia infantil hacia una imaginación sin
límites y su afán perfeccionista.
Descubrí que todos sus
traumas y temores los ocultaba bajo mentiras que versaban sobre grandes logros
personales, que el interlocutor de turno, por lo general un ignoto desconocido,
no podría jamás contrastar con la realidad.
Esta estratagema tenía aún un
punto flojo: las chicas muy pronto descubrían sus mentiras y fabulaciones; y lo
abandonaban indignadas, para desconcierto de mi amigo. Esto lo preocupó a un
punto tal que se esmeró sobremanera en tratar de convencer a las mujeres
mediante argumentaciones cada vez más sofisticadas. Ellas comenzaron a creerle.
Todos sabíamos que, por esos
años, para ganarse unos pocos pesos que le ayudaran a cubrir sus modestos gastos
(puchos, revistas, pilchas), en sus ratos libres se las rebuscaba vendiendo
baratijas en los colectivos. No quiero ni imaginar cuantas mendacidades habrá
perfeccionado durante esos ejercicios.
Que yo sepa, Gorgonio jamás
estudiaba las lecciones del colegio, pero sus artes de la improvisación y la
mentira se habían convertido ya por entonces en unas técnicas tan eficaces y
tan elaboradas que invariablemente lo salvaban del aplazo cada vez que debía
dar una lección oral; incluso, llegó a sacarse alguna que otra calificación
excelente. Si resultaba ser el primero de la clase en ser llamado a dar lección
estaba perdido; pero, si otro alumno lo antecedía, su mente privilegiada ya
poseía material suficiente para generar una salvadora exposición.
Terminada esta etapa de
aprendizaje, con el diploma de bachiller bajo el brazo, me comentó que iba a
estudiar la carrera de publicidad. No tuve duda alguna en que había elegido
bien.
Harto ya de contar infinidad
de veces las consabidas historias falaces para explicar el supuesto origen de su
nombre (que todos sus amigos de la infancia y adolescencia conocíamos de
memoria), lo primero que hizo al ir a buscar un trabajo, fue precisamente cambiárselo.
Así inició su gran transformación:
en esa agencia de publicidad se hizo llamar Carlos. Se podrá decir que no se
esforzó demasiado en buscarse un nuevo nombre; pero, algo es seguro: nadie le
pregunta a un Carlos por qué se llama así.
Su apariencia física no concordaba
con la imagen que uno se hace de un creativo: una persona informal y
desalineada; Por el contrario, Gorgonio Palomeque siempre esgrimía una sonrisa
de inocente, que hacía juego con unos ojos celestes de monje bondadoso.
Modulaba perfectamente su voz, que sonaba aterciopelada y firme, aunque a
voluntad podía adoptar tonos suplicantes, de víctima inocente de las
circunstancias o lo que le viniera en gana (y conveniencia). Su apariencia
general era pulcra al extremo, a tal punto que jamás se lo pudo sorprender con
el cabello desalineado, ni con sus uñas mal cuidadas o sus zapatos sin lustre.
Por ese entonces solíamos
encontrarnos de vez en cuando; siempre andaba corriendo como un desaforado, de
un lado a otro, por lo que entre apurones me contaba algunos pormenores de su
trabajo, detalles que yo —conociéndolo— siempre descreía. No obstante, entre tanta
falacia, gracias a mi adquirida experiencia sobre su personalidad, pude
discernir ciertas conductas que llevaba adelante y que consideré como ciertas.
Cuando debía idear algo —me
decía—, necesitaba urgentemente leer algún texto, que versara sobre cualquier
cosa. Mediante este ardid obtenía material impensado para que su mente pudiera volar
libremente y diera nacimiento a alguna creación original. Si el texto que leía
era extraño o denso, más fácil era que su mente se dispersara y diera génesis a
nuevas ideas o situaciones.
Otras veces, caminaba por las
calles con el solo objeto de observar en detalle a la gente que lo rodeaba.
Mediante esa rutina, se presentaban ante sus ojos personajes dignos de comedia,
que le hacían esbozar una sonrisa socarrona mientras imaginaba situaciones
cómicas con estas gentes como actores principales. También podía suceder que,
por el contrario, pudieran generarse en su imaginación dramas terribles al ver
caras extrañas y compungidas; tales personajes daban entonces origen a argumentos
tristes, que emocionaban a Gorgonio, incluso hasta las lágrimas. De estos
últimos personajes sacaba sus ideas más melodramáticas y sensibleras, tan
apreciadas en el mundo de la publicidad.
El tránsito, el viento, los
perros sueltos, los pájaros, un caracol, un árbol torcido, todo era una fuente inagotable
de inspiración para él.
Si encontraba alguna persona con
la que pudiera cruzar unas pocas palabras, trataba de sonsacarle la mayor cantidad
de información posible; para ello era capaz de atiborrarlo de preguntas si por
alguna causa este dejaba de contarle sus cosas espontáneamente. Nada más
parecido a un curioso de pueblo, de esos que abundan en el norte argentino. Yo
lo constaté una tarde en un bar, cuando estuvo por largo rato charlando con el
mozo que nos traía un par de pocillos con café. Ni bien terminó de interrogar
al susodicho, me confesó que estaba desarrollando un comercial sobre café
colombiano y que este hombre le había dado un par de ideas geniales; y sin
decir más se levantó de su silla, se disculpó y salió corriendo de ese bar,
para plasmar esas ideas en su máquina de escribir. Mi café ya estaba terriblemente
frío.
Aparentemente, cuando estaba
cansado o no tenía ganas de imaginar, se ponía a dormir. De ese modo obligaba a
su mente a soñar, con la esperanza de recordar luego el resultado de tales
experimentos oníricos. Muy a menudo su mente se revelaba a tal metodología y al
despertar ya no recordaba qué cuernos había soñado. En esas oportunidades,
Gorgonio se conformaba pensando que al menos había podido descansar y que con
su cabeza despejada podría crear algo interesante.
Se dio cuenta que cuando en la
oficina debía concentrarse en algún proyecto especial y urgente, no quedaba muy bien que aplicara esta técnica
controvertida y se pusiera a dormir. Solo una vez lo intentó y visto la
incomprensión de todos, no volvió a probarlo de nuevo, al menos dentro del
horario laboral del jefe.
Para su fortuna, siempre se
le ocurría algo. O casi siempre. En estos casos —que sucedían muy ocasionalmente—,
sin que nadie se enterara buscaba subrepticiamente algún material de donde
copiarse. Una vez que se apropiaba de él, lo tergiversaba magistralmente, de un
modo tal que difícilmente pudiera ser reconocido. El empleo de esta metodología
le daba gran satisfacción, aunque temía abusar de ella y terminar descubierto.
Me confió que cuando le
fallaban todos los trucos para pensar algo nuevo, se despersonalizaba de sí
mismo. Se paraba frente a un espejo (simulando ser otra persona) y comenzaba a
decirle cualquier pavada a su imagen reflejada. Podía así verse a sí mismo ridículo,
genial, extraño, incrédulo, etcétera.
Elegía ser esquizofrénico por
un rato.
Algunas veces hasta llegaba a
disfrazarse para generar un mejor efecto de transmutación de personalidad. No
hace falta decir nada de los apuros en que se veía cuando por casualidad
llegaba a su casa alguien y él estaba disfrazado de un modo vergonzoso.
Una vez, en que debía
desarrollar una idea para un comercial televisivo de un alimento balanceado
exclusivo para gatos, no surgía la menor idea en su mente; hasta que esa noche
comenzó una serenata de gatos en celo, atraídos por una gata del vecindario.
Había congregada una multitud
de felinos aullando y gritando. Todos los vecinos putearon durante toda la
noche. Y aquellos afortunados que pudieron dormirse no lo hicieron sino hasta
bien entrada la madrugada.
Gorgonio, en cambio,
inspirado por el griterío generado por los gatos y los desvelados vecinos, más
los estruendos de cascotazos por los techos y demás barullo, compuso un jingle
y una delirante escena: se trataba de una serenata mexicana, con alaridos, mariachis
y hasta balaceras, realizada por unos gatos, deseosos de la comida que
publicitaba el comercial. La idea fue un éxito notorio y todos recordaban aquellos
simpáticos felinos de la propaganda.
De los vecinos infortunados (que
no pudieron pegar un ojo para dormir durante aquella noche) todos se rieron, aunque
sin saberlo. Estos infortunados, con su actitud de impotencia, fueron quienes
inspiraron a Gorgonio al incluir en el comercial a unos perros encadenados que
ladraban como tontos y a los que —para callarlos— sus amos les arrojaban zapatos
y baldazos de agua fría.
Otro logro impensado fue
aquella propaganda donde con gran ternura una viejita oriental daba de comer a unas
palomas en una plaza, para luego, caminar lentamente, apoyada en un rústico
bastón, abandonar ese parque e ir directamente al negocio de su marido, un tintorero
japonés.
Un gran salto superador en su
carrera se originó aquella vez en que debió iniciar la recolección de
información en campo para una campaña de “soutiens”.
En esa oportunidad había comenzado
su acción de manera rutinaria: atisbó entre el gentío a las muchachas
pechugonas, a quienes encaró con la mayor urgencia, en ese afán tan suyo de
buscar información que le pudiera ser de utilidad para el desarrollo de la
campaña publicitaria.
Por su atrevimiento y osadía
fue rechazado sistemáticamente y hasta ligó alguno que otro sopapo por parte de
jóvenes histéricas que no comprendieron su actitud profesional.
Visto el fracaso rotundo que
había tenido, pensó que lo más apropiado era variar la táctica.
Tal innovación consistió en
realizar un cambio en su apariencia, para ponerlo en concordancia con el ámbito
donde debía desarrollar los estudios de mercado. También comenzó a imitar el
estilo de vida de quienes debían darle información. Me decía que de este modo
podía superar ciertas barreras de clase para ganar la confianza de sus
interlocutores y obtener la mejor información posible. Yo creo que había visto
Zelig, la película del hombre camaleón, de Woody Allen. Para llegar a esas
damas se disfrazó de travesti. Mediante tal ardid pudo sortear con éxito
aquella campaña. Eso lo entusiasmó.
Fue así que, para comentar
con fundamento ante los entrevistados, también comenzó a probar los artículos
que debía promocionar. En una primera etapa se perfumaba con las colonias para
hombre que le acercaban de muestra (solía oler a mil demonios), se afeitaba con
las máquinas más insospechadas (y se me aparecía con el rostro irritado, cuando
no lleno de cortaduras), utilizaba jabones o detergentes de pésima calidad, que
le irritaban la piel. Todo eso —argüía— le daba autoridad y verosimilitud
cuando debía entrevistar a los usuarios de tales productos y debía inquirir o
resaltar las virtudes de los mismos.
En una oportunidad pude verlo
con el cabello planchado, luego ensortijado y más tarde ondulado, todo en el
lapso de un par de días. Semejante metamorfosis tenía por causa un equipo para peluquería
casera que debía publicitar.
Su conducta obsesiva lo llevó
a intoxicarse comiendo cantidades industriales de naranjas; todo en aras de una
campaña de promoción de esa fruta, organizada por la Cámara de Productores de
Cítricos de Entre Ríos. Su piel tomó por entonces un raro tinte anaranjado,
culpa de la tintura que se le aplicaba a la cáscara de las naranjas.
Otra vez, se me apareció
aparentando tener como cien años de edad. Me asusté al verlo así (temí lo peor),
pero luego me tranquilicé cuando me comentó que se había maquillado de ese modo
pues estaba trabajando en una campaña de promoción para una multinacional, una
empresa que ofrecía un servicio “combo” de geriátrico y cementerio parque.
En encuentros posteriores que
tuve con él pude advertir que ya no solo se disfrazaba para mimetizarse entre
los entrevistados, sino que para obtener la información deseada, su
comportamiento llegaba a extremos increíbles: se tornaba indiscreto y
confianzudo.
Todo marchaba en su vida a
las mil maravillas; pero, (siempre hay un pero) un día su suerte cambió. Ese
don que tanto favor la había hecho en su vida profesional, contrariamente a lo
que él imaginó, se tornó en contra de sus intereses.
Se le presentó una campaña
publicitaria de alcance mundial, encargada por una marca líder en el mercado de
las toallas íntimas, lo que se dice “La Gran Oportunidad”.
Gracias a ella podría ganar mucho dinero y acrecentar su prestigio.
Para lograr información de
primera mano disimuló sus intenciones profesionales detrás de un supuesto interés
personal hacia sus encuestadas. Fue su perdición.
Como el gran creativo y
fabulador que era, ya había perfeccionado sus artes para embaucar a las damas,
por lo que no tuvo mayor inconveniente en idear una historia diferente para
cada una de las mujeres con las que entablaba relación. De ese juego resultó
que iba adaptando su propia personalidad e historia de vida hacia la de un personaje
que pudiera resultar agradable y atractivo a cada una de ellas en particular.
Para mejorar su actuación buscó
ayuda en libros especializados en psicología femenina, leyó tratados sobre las
últimas novedades médicas en la materia y abrevó en revistas de actualidad. No
quería dejar nada librado al azar.
Pero, cuanto más mujeres
entrevistaba (o seducía) más se le complicaba tener que recordar las mentiras
que le había contado a cada una. Para peor, el producto que debía publicitar
tenía un amplio “target” en el mercado, de modo que su universo de datos debía
incluir a mujeres de todo tipo y color.
Para evitar encuentros no
deseados, citaba a sus “fuentes de información” en diferentes lugares y
horarios. Tal maratón le resultaba agobiante.
Esta situación le fue
causando un gran desgaste mental, lo aterraba la posibilidad de equivocar su
personaje o confundirse de dama.
Lo peor de todo este proceso
fue que una vez logrado su cometido de obtener la información necesaria y de haber
finalizado con éxito la presentación de su campaña, además de reponer fuerzas y
peso, debía resolver el problema de cortar vínculos con tantas mujeres con las
que llevaba relaciones en simultáneo.
Fue en ese preciso momento
que, para su desgracia, el imbécil de su gerente —responsable de la agencia
para toda el área latinoamericana— hizo publicar una gacetilla en el suplemento
económico de un diario, al solo efecto de autopromocionarse. Este artículo
incluía una foto, donde se podía ver también a mi amigo, al que se lo indicaba como
el líder creativo de la exitosa campaña de toallas íntimas. Un amigo en común
me anotició de tal publicación: pude ver que ahí aparecía nuestro Gorgonio, que
para entonces ya se llamaba Karl P. Lömq.
Una multitud heterogénea de
mujeres histéricas que no se resignaban a ser abandonadas (algunas con embarazos
no queridos), padres de adolescentes y maridos indignados comenzaron a aparecer
por la oficina de Gorgonio primero y por su propio domicilio particular
después.
Tal revuelo no escapó a la
prensa amarilla, ávida de historias morbosas, que sin tardanza comenzó a hablar
de él y de sus engañifas. Hasta pude ver por televisión varios reportajes de
sus víctimas (reales o imaginarias), donde relataban sus experiencias, por
demás increíbles.
Las mujeres se indignaban,
los hombres lo envidiaban.
Según se supo, nuestro héroe
entró en pánico: pidió licencia de vacaciones en la agencia, comentándole solo a
sus más íntimos que se iría por unos días a descansar a Calamuchita.
Ni bien llegó a tal
localidad, fue reconocido de inmediato por vecinas y vendedoras de los comercios,
quienes dieron pronto aviso a los periodistas locales. Ya se lo llamaba “El Casanova
de la Publicidad”.
Tal situación logró lo
impensado: nuestro Gorgonio desapareció de los lugares donde solía frecuentar.
A partir de entonces se
convirtió en leyenda.
Algunos amigos cuentan que se
marchó al extranjero y que ahora se hace llamar Giuseppe Verittá, vive en
Nápoles y es guía de turismo, inventando historias para los turistas que
visitan las ruinas de Pompeya y de Herculano.
También se dice por ahí que
se marchó a España, donde publica -bajo un seudónimo- horóscopos y predicciones
de todo tipo; hasta incluso se comenta que desde las sombras él redacta las novelas
para ciertos conocidos escritores de “best sellers” y de manuales de auto
ayuda.
Otros —los menos— dicen que
trabaja de asesor de imagen de un político, un diputado (o algo por el estilo) de
la provincia de Jujuy, en el norte argentino.
Hasta es posible que se
encuentre entre nosotros ahora mismo, camuflado en algún personaje
insospechado, bajo cualquier apariencia física y con un nombre anodino.
En fin, los que lo conocíamos
y no le creímos nunca nada, todavía lo extrañamos.
¿Burla u homenaje? Este escrito está dedicado a esas gentes que se encargan de hacer nuestras vidas más difíciles, a causa de sus juegos maliciosos de imposturas, que nos impiden tener la más mínima certeza sobre los hechos, desde los más triviales hasta los más vitales de nuestra existencia. Inevitablemente, nos obligan a ser más desconfiados y perspicaces.
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