Quizás, una de las experiencias más bellas de nuestro tránsito por la
juventud haya sido la oportunidad que tuvimos de compartir gran parte del tiempo
con los amigos.
Aquella comunión, fundada sobre la base de coincidencias culturales, complementada
con ciertas afinidades más sutiles, lograba que los miembros del grupo nos
sintiésemos profundamente identificados entre
sí.
Pertenece a esta etapa de nuestra existencia una serie de aventuras y
descubrimientos que emprendimos en complicidad con los restantes muchachos de
la barra. Aquellas experiencias dejaron en nuestras mentes hermosos recuerdos, asociados
por siempre a esos lejanos días.
Sin embargo, es norma habitual que tales recuerdos se vean empañados
por la presencia de algún desubicado; un personaje que no llegó nunca a integrarse
del todo con el resto de los amigos.
En nuestro caso, ese rol, entre odioso y singular, se halla encarnado en
Juan “Giovanni” Fasholetto.
Este muchacho se diferenciaba notoriamente del resto de nosotros por su
conducta fanfarrona y pedante. Y el hecho de que soportásemos su presencia en
nuestro grupo de amigos se debía pura y exclusivamente a que él era primo
hermano de otro joven a quien todos apreciábamos muchísimo: Juan Comitto. A
quien, por extraño juego de la naturaleza, podríamos llegar a considerar como
la antítesis de otro.
La conducta de Fasholetto era un patrimonio heredado: ya sus padres habían
dado sobradas muestras de fanfarronería. En tal sentido, es memorable aquella
oportunidad en que tras comprar la heladera eléctrica (uno de los primeros
electrodomésticos que comenzaron a poblar el interior de las casas de la nueva ascendente
clase obrera), los Fasholetto se encargaron de abrir de par en par las puertas
y ventanas de su casa que daban a la calle. Un acto premeditado, para que todo aquel
que pasase por allí, presa de la malsana costumbre de fisgonear, se viera casi
obligado a vislumbrar su flamante adquisición. Patético.
Lo más curioso del caso era que su primo Carlos se caracterizaba por
ser una persona reservada al extremo. Y tal conducta no tenía origen en que
fuera un muchacho menos afortunado que su familiar; por el contrario, los
ingresos de don Comitto debieran de ser bastante mejores que los del padre de Juan,
ya que trabajaba como encargado de una sección muy importante de las tiendas
Gath & Chaves, en el centro de la ciudad, en una posición que le aseguraba
percibir unas jugosas comisiones por las ventas que allí se registraban.
Quizás esa fuese la razón primordial por la cual los Fasholetto se
sentían obligados a mostrarse como más prósperos de lo que eran en realidad.
Esa actitud de falsa prosperidad se hizo carne en Juan, quien llegaría
a creerla cierta, el pobre. En su fantasía, suponía ser mejor que el resto de
la muchachada.
Era así que, cuando coincidíamos en ir de baile en alguno de los
boliches de Flores, Fasholetto era capaz de sacar a bailar a la chica que
estábamos por invitar cualquiera de nosotros; para ello, caminaba
apresuradamente para adelantarse y quitarle la posibilidad al otro.
Si el damnificado le llegaba a recriminar la actitud, recibía por
respuesta una cargada sobradora, del tipo:
- ¡Pero si vos sos más lento que una tortuga!
Siempre impostaba la voz al hablar.
Si —por desgracia— compartíamos una comida en alguna pizzería o cantina
de la Boca,
donde solíamos ir a cenar, debíamos esperar otra canallada de su parte, en un
intento por abonar menos de lo debido, mediante frases del tipo:
- ¡Pero, si yo no comí casi nada!
O lo que era peor, aprovechaba para dirigirse al baño justo el momento
en que pedíamos la cuenta. Luego costaba un trabajo increíble conseguir que
abone su parte, pues es sabido que en esos negocios jamás se emitía comprobante
por la consumición. Más de una vez la parte de Juan la pagaba su primo, quien
nos decía:
- “Después arreglo con él”
La verdad es que nadie creía que alguna vez Carlos llegara a cobrarle ni
un centavo a ese crápula.
Por supuesto, siempre que en las reuniones de nuestro grupo se
comentaba algún tema en particular, Fasholetto tenía la inaudita pretensión de
ser un profundo conocedor sobre tal tópico. Esta conducta se aplicaba tanto a
tácticas futbolísticas, moralidad de las vecinas, automóviles deportivos, boliches
bailables, o lo que fuera.
De sus triquiñuelas y actitudes descomedidas ya estábamos tan cansados
que evitábamos su compañía lo más que podíamos; aunque debo reconocer que sin
demasiado éxito.
Así transcurrían nuestras jornadas, resignados a soportar su presencia.
Hasta que llegó aquella tarde inolvidable.
Jornada inolvidable en la que, como solía ser costumbre, me encontraba junto
a Ramón y Pancho en el bar y comedor “La Galera”, nuestro obligado centro de reuniones. Tomábamos
en aquella ocasión los típicos café con leche acompañados con facturas y
bizcochos. De pronto, a través de la puerta giratoria de ingreso al local apareció
la figura del pesado de Juan. Al verlo asomar, Pancho nos avisó:
—Ahí llegó el Gallina Vieja.
Así le llamaba siempre, pues al igual que esas aves “comía y comía,
pero nunca ponía nada”.
Fasholeto vestía esa tarde una camisa blanca estampada con motivos
búlgaros en color violeta, unos ajustados pantalones blancos acampanados y calzaba
unos mocasines de cuero cosido a mano, también blancos (el muy ridículo no se
había puesto medias).
Como era su costumbre, venía “cargado a la derecha”, una extravagancia
que justificaba aduciendo que de ese modo le resultaba más cómodo; aunque en
realidad lo hacía para fanfarronear acerca de sus atributos. El pobre desconocía
lo que todos sabemos desde siempre: que los confeccionistas siempre cortan la
pierna izquierda de un pantalón de un ancho mayor que la derecha, para
comodidad del usuario y mejor estética visual.
Sin saludarnos siquiera, mientras oteaba el panorama del local, Juan se
sentó en la silla —típica de los bares— vecina a la que ocupaba el torpe de
Ramón, quien precisamente unos instantes antes había salpicado ese asiento con
parte de su café con leche. El incidente citado ocurrió cuando al caer dentro
de la taza un trozo enorme del “Bay Biscuit” que intentaba remojar.
Ninguno le prestó la menor atención al recién llegado. Estuvimos en
silencio ante su presencia por un largo rato; sólo se oía el tintineo de la
cucharita con la que yo revolvía el contenido de la taza de mi merienda.
Ramón, seguía ajeno a todo, como es su costumbre cada vez que se sienta
a tomar el café con leche que sirven en ese lugar.
De modo que Juan, cansado de la situación, se levantó de su silla y se
alejó, también en silencio; se dirigió hacia la puerta de salida del local, caminaba
con ese contornear compadrón tan característico en él.
Con gran regocijo, y sin abrir la boca, Pancho me hizo notar (con un
codazo en mis costillas) como se meneaban unas notorias manchas marrones impresas
en las asentaderas de los pantalones de Juan.
Ya que siempre le gustaba ostentar y mostrarse, la oportunidad
resultaba única, todos fijarían su mirada en él, fue la consigna tácita y
calladamente cómplice entre nosotros tres.
Ninguno del grupo se tomó el trabajo de avisarle sobre ese percance, ¿para
qué romper el silencio?, la situación ya no tenía remedio.
En ese local lo único que se oía en ese momento era el tintinear de la
cucharita que giraba dentro de la taza que contenía mi café con leche y que
ocultaba un sonido sordo, como de unas risas contenidas.
Arturo:
ResponderEliminarVine a vivir a Argentina hace unos años, esto es, no sé si sea un gran conocedor, pero creo que este personaje que nos presentas aún hace eco en muchos sujetos. Tal vez las reuniones en los bares no sean las mismas, pero Fasholetto tiene una mesa reservada..
Un saludo.
HD
Este personaje aparece siempre en cualquier grupo, se presenta con nombre cambiado, pero sus manías son las mismas, aunque quizás no las ponga en evidencia todas a la vez.
ResponderEliminarDesde ya, muchas gracias por asomarte al blog y por comentar sobre este post.
Un cordial saludo.
Arturo.