Sin
dudas se puede aseverar que es un fanático, alguien insuperable en su adicción,
hasta se podría sostener que no es posible que exista otra persona tan apegada
a una manía como él en toda La
Paternal, o en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores.
La
televisión lo ha hipnotizado.
Ya
de pequeño Ernestito Bacigaluppo se pasaba las horas sentado frente a la
pantalla del aparato, pese a las reconvenciones repetidas por parte de su madre,
quien le espetaba imperativamente que se alejara del televisor, porque le podía
hacer mal estar tanto tiempo cerca de la pantalla.
Su última máquina infernal, un televisor "picture in picture" que le permite ver dos canales a la vez. . |
Un
imbécil total.
Si
se producía un corte de energía eléctrica en su casa, se ponía como loco: con
la expresión de su rostro desencajada iba recorriendo las casas de los amigos,
para constatar que el corte de luz fuese general.
Si
se les descomponía el televisor a los Bacigaluppo, los vecinos nos enterábamos
de inmediato. Primero se presentaba en su casa el médico, para atender a
Ernestito, que sufría un ataque (su madre decía que de asma o de algo por el
estilo) y luego llegaba el técnico en radio y televisión para reparar el
aparato descompuesto.
Su
miopía lo había condicionado a tener que utilizar gafas desde muy chico, razón
por la cual su visión disminuida le imponía acercarse al televisor a una
distancia que podríamos considerar como poco usual. Su madre, infructuosamente,
insistía con que se separara de la pantalla, que le podía hacer mal a la salud.
Pero al fin, condescendiente como toda madre lo es, se apiadaba de él (a causa
del problema visual que lo afectaba) y le dejaba estar tan cerca que parecía
que iba a deglutirse el aparato.
En
realidad él veía perfectamente la imagen de ese televisor pero, embelesado por
el espectáculo, se acercaba lo más posible al cristal en su afán de ingresar
dentro de la acción que transcurría en la pantalla.
En
su casa, al susodicho prodigio de la electrónica lo habían terminado por ubicar
sobre un mueble alto, un aparador tipo americano que había en la sala, con la
excusa de que al estar en ese lugar se lo podía visualizar mejor; en realidad, la
idea era preservar al aparato de las manipulaciones de Ernestito, quien no
perdía oportunidad para toquetear las perillas de los controles: brillo,
contraste, vertical u horizontal siempre “necesitaban” un pequeño retoque de su
parte. A lo que seguía el imprescindible ajuste posterior de parte de sus
padres, para volverlo a poner en sintonía, ante los ruegos lacrimosos e insistentes
de Ernestito, quien ya no podía solucionar el desbarajuste que él mismo había
creado.
De
pequeño, ante un descuido de los padres, les sacó dinero suficiente para enviar
cientos de cartas a un concurso televisivo para ganar una pelota de fútbol,
premio que se llevó otro ignoto pibe, ante la desazón de Ernestito y la bronca
de su padre cuando descubrió la travesura, la que obligó a la familia a pedir
al fiado en los comercios del barrio hasta llegar a fin de mes y cobrar el
sueldo.
Frente
a la caja boba miraba de todo, desde las series de aventuras tipo "Lassie",
hasta programas para las amas de casa, como lo era “Buenas Tardes, Mucho Gusto”.
Gracias
a ese personaje popular que componía Alberto Olmedo, el Capitán Piluso, la
madre lograba que Ernestito tomara la leche en la merienda, aunque mientras lo
hiciera no despegase la vista de la pantalla del televisor. Para ello le
avisaba desde la cocina:
—
Ernestito, la leche.
De
este modo, esta madre remedaba a la voz que en “off” le indicaba al personaje televisivo
que había llegado el momento de que tomase su nutritivo alimento.
El
día en que Ernestito —por fin— pudo ir a presenciar un programa de televisión,
sufrió una de sus más terribles decepciones: ver ese estudio, con su techo atiborrado
de parrillas con reflectores de todo tipo, las cámaras que incesantemente se
movían de aquí para allá y un ejército de asistentes que trajinaba tras las mismas,
con el piso lleno de cables, la presencia de micrófonos y de auriculares, más
otros pavotes que le decían: “ahora aplaudan”; “ahora ríanse”, “ahora silencio”.
Los animadores y los actores se mezclaban informalmente con los técnicos
durante las tandas publicitarias, olvidando sus roles de ficción...
Todo
ese espectáculo no tenía nada que ver con aquello que él se había imaginado. Para
peor, ni siquiera pudo concentrarse en la trama del programa.
Se
juramentó no volver a pisar un estudio de televisión.
Pese
a los ruegos de sus progenitores, no revisó tal decisión ni aún después de que
en un programa de preguntas y respuestas, donde se entregaba un premio
millonario al ganador, un concursante llegara a la última pregunta sobre
“historia de la televisión argentina” y la contestara mal. Mientras que él, que
no se había perdido ninguna emisión de ese programa, siempre respondía de
manera acertada todas las preguntas formuladas en ese concurso (indefectiblemente
antes que el concursante), incluso esa que fuera la última y fatal para aquel
pobre hombre.
Los
padres se agarraban la cabeza.
De
chico, cuando el sintonizador del viejo televisor en blanco y negro que reinaba
en su casa se deterioraba y obligaba a que le efectuaran una limpieza, se
comedía para ayudar a su padre en tal tarea. No por servicial, sino porque
quería que quedara en funcionamiento lo antes posible. Más de una vez le mezcló
—sin querer— las bobinas del sintonizador al padre y luego los canales salían
sintonizados en cualquier lugar del dial. Ante la bronca del padre y la
desesperación del hijo.
Era
conmovedor verlo a don Gumersindo, el padre de Ernestito, trepado al tejado de
su casa, sobre todo en esos días helados y ventosos del invierno porteño. Pasaba
horas en ese lugar, en un intento vano por posicionar correctamente la antena
del televisor, bajo las imprecisas instrucciones de su hijo, quien si se
llegaba a entusiasmar con lo que veía en la TV bien podía llegar a olvidarse del padre.
Las
armazones de los lentes que Ernestito utilizaba para corregir su miopía eran de
celuloide con formato de pantalla de televisión, tal cual como los que emplea
hoy. Jamás pensó en adquirir lentes de contacto u operarse la vista.
Piensa
que al ver a sus interlocutores a través de sus —digamos— sendas pantallitas de
TV estas personas adquieren cierto aire de suficiencia y autoridad, cual héroe
televisivo.
No
es más que otra de sus manías increíbles.
Cuando
debía ir al baño y suspender su visión televisiva, no perdía el tiempo, se
llevaba para leer alguna revista: la Radiolandia - Tevelandia, la TV Guía o el Canal TV,
según fuera la época.
En
el bachillerato, sus compañeros lo llamaban con sorna “Teve-Nito”, pues ya los
tenía cansados a todos con sus comentarios televisivos. Aunque se valían de él
y de sus conocimientos para saber en qué canal, qué día y en que horario se
daba tal o cual programa.
Como
ya se dijo, al emplear el léxico que la televisión le proveía, tuvo bastantes
problemas; por caso, si intentaba la conquista de alguna chica que le resultara
atractiva, irremediablemente empleaba frases hechas, por demás rebuscadas y
cursis, sacadas de los soporíferos teleteatros con los que entretenía sus
tardes. Ellas huían despavoridas.
Le
empezó a interesar el fútbol gracias a que en la televisión comenzaron a emitir
los partidos. Pero, la misma pasión ya la había sentido varias veces antes: cuando
lo que se había transmitido era un certamen de hóckey sobre patines, u otro de vóley,
o un concurso de bonsai, o un Gran Premio Carlos Pellegrini de turf. Incluso, solía
levantarse de madrugada si había una pelea de boxeo en Japón u otro evento por
el estilo en algún país con un huso horario muy alejado del nuestro.
Con
la llegada de las primeras computadoras portátiles, aquellas que empleaban la
pantalla de los televisores para emitir sus imágenes, Ernesto decidió comprar
una de ellas, de inmediato. Pensaba que mediante estos aparatos podría realizar
unos programas maravillosos que lo entretendrían más que la vieja televisión.
No pudo ser.
Comprobó
que perdía demasiado tiempo en sus intentos de desarrollo de algún modesto
programa y —además— si pretendía divertirse con alguno de esos primitivos
juegos para computadora, ya la tarea de cargar esos programas desde una
casetera le resultaba insoportable por lo prolongada y falible, para que todo
diera como resultado unos juegos demasiado simples y predecibles. Todos estos
inconvenientes lo desengañaron muy pronto de las bondades de tal equipo, al fin
y al cabo él era un espectador, no un actor.
Vendió
aquella “Commodore 64”
al mes de haber sido comprada.
El
comienzo de las transmisiones en TV color lo encontraron a Ernestito Bacigaluppo
endeudado con un crédito a doce meses para pagarse el nuevo aparato receptor.
Jamás se le pasó por la cabeza que él, justamente, se pudiera perder la primera
transmisión en colores de la
Argentina.
Cuando
coincidían los horarios de emisión de dos programas que le gustaran muchísimo
(ya que todos, sin excepción, le gustaban) se amargaba fatalmente y como
paliativo se pasaba todo el tiempo cambiando de canal en los momentos de la
tanda comercial, tanto de uno de esos programas como del otro. Y si, por
desgracia, en ambos canales coincidía el momento de los avisos, se mandaba una
puteada que se escuchaba desde la esquina de la cuadra.
Con
la llegada de las grabadoras hogareñas de video se le solucionó un poco este
problema; pero, al poco tiempo, al instalar el servicio de video cable en su
casa, la cantidad de programas a grabar excedían en número a todas las
grabadoras que pudiera poseer, ya fueran propias, pedidas prestadas o bien alquiladas
(llegado un caso extremo de necesidad). Y después de todo, ¿cuándo podría ver
tales programas si el día tiene SÓLO veinticuatro horas?
Tras
esos cristales rectangulares de sus lentes se vislumbraban ojos enrojecidos
enmarcados en eternas ojeras…
Nunca
se casó.
Aquellas
pocas mujeres que se cruzaron en su vida, atraídas al principio por ese hombre extraño
que exhibía un profundo conocimiento de las novelas televisivas y demás programas
para la mujer, bien pronto quedaban aburridas ante el fanático que, con
idéntico énfasis, podía comentar al detalle una receta para cocinar un
bizcochuelo de mandarinas o un documental sobre la cría del gusano de seda en la China antigua.
Era
casi imposible que hubiese una segunda cita; el primer inconveniente para
Ernestito era hallar un momento libre en la grilla televisiva donde insertar
tal actividad. Y en esa época las chicas difícilmente salieran con un extraño a
las dos de la madrugada, al finalizar los canales de TV su programación diaria.
Por suerte, Ernesto Bacigaluppo, pudo suplir tal carencia con la compañía de
innumerables películas.
Hoy,
con su cabeza poblada de canas, enterado de que a través de Internet puede volver
a disfrutar con aquellas series de sus tiempos idos, se pasa las horas enteras frente
a la computadora que se compró, en una búsqueda incesante de fragmentos de
aquellos programas memorables con los que llenaba sus días lejanos.
También,
nostálgico, piensa que desde algún rincón mágico de la casa se escuchará
nuevamente la voz de su madre diciéndole:
“Ernestito,
alejate de la pantalla que te puede hacer mal”.
Un poco duro con el personaje Arturo, hay gente fanática, pero no tanto...
ResponderEliminarMe gustó el relato, entretenido y con muchos recuerdos.
Un abrazo.
Si, tenés razón; pero, ya en el primer párrafo se cita que es un personaje fuera de lo normal, que no puede haber persona alguna que lo iguale: se lo ubica en un contexto ajeno a lo humano.
EliminarComo se ve, en este personaje ideal se dan lugar todas las manías posibles, las mismas que vemos a diario en otros y de las que no estamos exentos de padecer, al menos alguna de entre ellas.
En realidad en el relato trato de generar una complicidad con el lector, consistente en una mirada crítica ante aquellos que evaden el mundo real, para insertarse en el de la ficción de la TV; un fenómeno que también alcanza a cierta literatura.
En el post "Aventura inigualable", de febrero pasado, doy un giro diferente al mismo tema; al igual que en insólito "Prodigio".
Te agradezco sinceramente que, con tu observación, formulada desde un punto de vista válido y acertado, me des la oportunidad de explayarme sobre el fondo del relato.
Quisiera creer que el lector se entretiene durante la lectura del texto. Y que al final, al evaluar lo leído, reflexiona sobre el contenido y saca sus propias conclusiones.
Si lograse esto, me daría por bien satisfecho.
Un muy cordial abrazo.
"Hoy, ya de grande, imita a Tinelli y se la pasa gritando “¡Señores y señoras!...” o “se viene…” cuando quiere que le presten atención. Un imbécil total."
ResponderEliminarMe hiciste reir con esa parte. Muy bueno el personaje pá, no me lo habías pasado nunca. Me siento un poco identificada con mi fanatismo hacia las series Yankees. Pero tampoco a ese extremo.
¡Te felicito por las 1000 visitas! y que tengas muchas más.
Melisa.
No lo viste porque es uno de los primeros "Personajes de opereta" que inventé.
EliminarLa idea era, entre otras, poner de manifiesto la exageración de buscar temas en que ocupar la mente a través de productos vacíos, mientras tanto la vida maravillosa se nos escapa.
Un beso.
Siempre han dicho que la televisión es un "comecocos" y estoy completamente de acuerdo. Sé de niños que sus padres les han tenido que restringir las horas de "embobamiento", de no haber sido así, hubiesen acabado como tu personaje, que no sé hasta que punto puede ser irreal.
ResponderEliminarBuen relato.
Besos.
Muchas gracias por tu aporte, Teresa.
ResponderEliminarSi bien Ernestito es un personaje que supera los niveles de credibilidad (un factor necesario para dar interés a la historia), es dicho popular "que, a veces, la realidad supera a la ficción".
De chico, yo he pasado infinidad de horas frente al televisor blanco y negro. No había serie -o película de acción- que me la perdiese.
Espero que el hecho de referir -repetidas veces- a cuestiones de la TV local, no hayan tornado insufrible y ajeno al relato.
Y me encantaron las fotos de tu perrita Chloe, que adornan tu blog. En casa está Toli, que ilustra el post "En busca de mascota", de febrero pasado.
Besos.