Tras varios fracasos, comprobó
que de nada le valía su inteligencia cuando la aplicaba al estricto
cumplimiento de lo pactado: los que burlaban las normas en beneficio propio se
salían con la suya y saboteaban el objetivo común prefijado. Para peor aún, el
esperado castigo, como consecuencia ejemplificadora ante tan mala conducta
nunca les llegaba.
Esta situación (que se
tornaba insoportable para su modo de pensar) la desesperaba, por lo que decidió
que debía enfrentarla. En la consecución de ese objetivo es que comenzó a
buscar aliados: era seguro que hubiera otras personas que sintiesen idéntica
indignación ante tales calamidades.
Comenzó por comentar estas
inquietudes entre aquellos que formaban su grupo más cercano de amistades, sin
tener ningún éxito en la empresa colosal de encarar un cambio significativo en
lo ético y lo moral de sus conductas.
Si bien el modo de
expresar sus pensamientos era claro y profundo, notó que no llegaba a ser
comprensible para las mentes de esas personas tan simples. Ideó entonces un
sistema de metáforas, basado en hechos de la vida cotidiana, donde explicaba de
manera coloquial sus elaborados razonamientos. Mas esa gente no llegaba a
entender la conexión que había entre lo cotidiano de las metáforas y lo trascendente
del mensaje.
En su afán indeclinable de
búsqueda de interlocutores válidos se topó con parlanchines de contenidos
vacuos, con oyentes que no entendían en lo más mínimo las cosas que les pasaban
pero que, al observar su apasionado discurso se quedaban embelesados
observándola declarar esto y aquello, aunque seguían sin comprender nada de lo
que les decía.
Se dirigió entonces hacia
los llamados intelectuales. “Allí sí que habrá mentes privilegiadas para
comprender mis angustias y mis deseos de cambio”, pensó.
Horrorizada pudo de
inmediato detectar que, más allá de los contradictorios discursos eruditos, acerca
de lo que dijo alguna vez un Fulano y otra vez un Mengano, con los que la
atiborraban estos personajes, no conseguía alcanzar nada valioso. Es más, esta
gente vivía obsesionada por el narcisismo y el consumismo. La soberbia también
rondaba oronda donde ellos estuviesen.
La conducta de estos
individuos consistía en desarrollar algunos temas nimios, con el solo fin de
exponerlos en simposios y conferencias donde podrían lucirse como grandes eruditos
y dueños de una inteligencia prodigiosa. Sin embargo, al concluir sus ponencias
nada trascendente ni valioso aportaban.
Finalmente, como le sucede
a todo optimista perdido, se le ocurrió una gran idea final: se dirigiría hacia
las universidades, un lugar que consideró como el más propicio para encontrar en
él a la mayor cantidad de gente idealista. Gente como ella.
Hacia allí enfocó sus
esfuerzos, en cuidar y guiar a esas jóvenes promesas.
Y aunque cada pérdida le
significa un gran dolor (y una esperable decepción), contra toda lógica, aún no
se rinde.
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