Capullos de seda |
La luminosa idea de mi
asistencia a ese cónclave se le había ocurrido al propietario de la hilandería
de fibras sintéticas donde yo trabajaba por aquel entonces. Suponía don José
que mi experiencia en la manufactura de hilados alternativos a la seda me
permitiría vislumbrar nuevas posibilidades para mejoras en el negocio. Un
factor determinante para mi elección resultó ser el que yo dominara el idioma
inglés, que era la lengua oficial para ese cónclave.
Lo que pude observar en
esa reunión lo describo aquí, y aclaro que nada tiene que ver con lo que
esperaba encontrar.
El hotel donde debí
hospedarme, que era la sede del cónclave, se encontraba localizado en las afueras
de la ciudad, esta particularidad presupuso una contrariedad mayor y un
inevitable motivo de aislamiento. Al menos, tal soledad se mitigaba por cuanto el
citado alojamiento formaba parte de un complejo integral mayor, que brindaba la
posibilidad de visitar un formidable centro comercial aledaño.
La primera mañana, luego
de tomar mi desayuno en el comedor del hotel, me dirigí al centro de
convenciones con el fin de acreditarme al mismo. Tal trámite, como es costumbre
en estos casos, se debía efectuar a través de la persona encargada para tal
tarea: una mujer educada, simpática, no demasiado bella (obvio) que corría de
aquí para allá en un vano intento por solucionar todos los inconvenientes que
de improviso se le presentaban en la tarea titánica y sin perder jamás la
apostura ni la sonrisa en sus labios. Los congresistas, en cambio, se hacían
los desentendidos ante tales cuestiones.
Es muy probable que esa
misma noche, al llegar a su casa, una fatigada mujer pateara a una pobre
mascota que la recibiera alegremente.
Algunos vanidosos
aprovechaban cada oportunidad que tenían al presentarse ante extraños para, en
cada saludo, mostrar la mayor cantidad posible de dientes, los que previamente habían
sometido a un costoso tratamiento de artificial blanqueado.
En las primeras filas de
la sala dormitaban aquellos personajes que, obligados por ineludibles compromisos
ceremoniales, se debían mostrar cerca de los panelistas.
Un interminable desfile de
desconocidos departía o exponía sus supuestamente interesantes trabajos ante el
auditorio.
Tales ponencias versaban
sobre los más diversos temas, como ser las enfermedades de los gusanos, las variedades
de morera que mejoraban la productividad, los controles del crecimiento de las
orugas, el tratamiento de las crisálidas y otros temas de igual interés. Cada
tanto el expositor de turno matizaba su discurso con alguno que otro
inentendible (para mí) chiste sobre estos bichos, algo que resultaba muy festejado
por el grupo de orientales.
Entre quienes realizaban
estas ponencias algunos se mostraban exultantes, mientras que otros adoptaban
una actitud evidentemente fanfarrona para con el auditorio; los había también sumamente
nerviosos y es posible que más de uno de ellos se jugara su futuro profesional en
esas ponencias.
Nadie expuso ni preguntó
acerca del proceso de descarte de los cuerpos de las crisálidas, lo que
presupuso un detalle de buen gusto. En lo más íntimo de mi ser esperé que no se
hubiera utilizado tan proteico elemento como ingrediente para los canapés del cóctel de bienvenida.
Venían en esos momentos a
mi memoria las iniquidades que durante mi niñez, junto a mi primo, les hacíamos
a los bichos canasto y las gatas peludas que poblaban los sauces llorones en la
casa de mi abuela.
En tanto, en el reloj
pulsera de mi muñeca, acorde a los animalitos tan citados, reptaban lentamente
las agujas...
Por fortuna, la llegada de
los refrigerios amenizaba mi tedio.
Mientras realizaba
malabares para tomar una escasa poción de algo que debería ser café con leche e
intentaba mordisquear algún bocadillo, trataba sin demasiado éxito entablar
algún tipo de conversación con otro improvisado acróbata como yo.
Como el espacio físico
dispuesto para este break no era
demasiado amplio, la proximidad entre los asistentes resultaba pronunciada, lo
que causaba alguna molestia, a más que algún percance, como ese incidente gracioso
cuando un gordito italiano que parlamentaba eufóricamente hizo un ademán brusco
con sus brazos y topó el codo de una sueca (o noruega, quizás) lo que hizo que
se volcase la taza con té que portaba ella sobre la blusa que vestía. La
hermosa y madura rubia se sonrojó y dijo unas palabras en su idioma con una
sonrisa hermosa en sus labios, como de cortesía. Yo creo que lo puteó al tano.
No la volví a ver en lo
que restó del día.
Si bien abundaban las
sonrisas y los buenos modales, puedo aseverar que no había gente feliz ni
interesada por sus ocasionales interlocutores.
Había un bullicioso grupo
de importadores italianos que, sentados casi al fondo de la sala de
conferencias, seguían con sumo interés el deambular de unas asistentes de
generosas caderas, encargadas de portar los micrófonos que se empleaban para propalar
las palabras de todo aquel del auditorio que desease efectuar alguna pregunta a
los conferenciantes. Los ojos del grupo latino estaban sincronizados todos de
acuerdo a los desplazamientos de las señoritas.
Un grupo compacto de
orientales desparramaba sus sonrisas de ocasión a todo cuanto personaje se les
cruzara por delante. Perfectamente pulcros, vestían de impecable ambo azul,
camisa blanca y corbata colorada.
Pude comprobar que los
ingleses que asistían a ese congreso se tomaron toda la bebida alcohólica que
tuvieron al alcance, aunque nunca perdieron la apostura, ni la elegancia.
Esas jornadas
interminables de pronto se veían matizadas por el sonido penetrante de algún
aparato celular que había quedado conectado y al llamar a su dueño despertaba a
todos del sopor generalizado.
Con gran decepción, la
mayoría de los hombres asistentes a ese congreso pudo constatar que las damas
presentes estaban bastante lejos de colmar las expectativas donjuanescas de los
galanes. Las orientales resultaban ser tablas vestidas que portaban un completo
muestrario de armazones de lentes. Las damas occidentales, en su gran mayoría
estaban excedidas notablemente de peso, al igual que los galanes de ese origen,
las italianas eran más que escasas y departían con sus paisanos, por último, estaban
las nórdicas, que resultaban ser unas gélidas mujeres que se destacaban del
resto porque a los únicos gusanos que les mostraban cierto interés era a los
bombyx mori.
Ante este panorama
desalentador, el bar siempre resultaba tentador para esa manada de hombres
decepcionados. Aunque vale hacer notar que cada vez que escapé hacia al dichoso
bar del lugar, lo encontré siempre atiborrado de yanquis, que animadamente
conversaban entre ellos mientras daban buena cuenta de unos enormes jarros de
vidrio pletóricos de cerveza.
No obstante lo aburrido y
tedioso del cónclave, puedo decir que alguna vez pude observar como una pareja
se retiró de la sala, separados los integrantes de la misma por un intervalo de
unos pocos segundos, para retornar una hora más tarde, más relajados, juntos y
con evidentes signos de haberse dado una ducha. Tendrían mucho sopor y calor,
supongo.
Cada vez que se me
acercaba un sonriente interlocutor, además de molestar mi vista con los
reflejos blancos de su dentadura, intentaba venderme semillas de morera o algún
pesticida ecológico, o —peor aún— gusanos diminutos que se convertirían en
gigantes productores de seda. Generalmente, lo despachaba con mis mejores modales
y una amplia sonrisa, dirigiéndoles algunas palabras amables en inglés… y otras
soeces en castellano.
Cuando —por fin— les llegó
el turno de exponer a los fabricantes de la seda, su pronunciación en inglés
era tan deficiente como la tecnología disponible para su traducción simultánea.
Me debí conformar con los reportes escritos que en un soporte digital me habían
entregado al momento de inscribirme en el congreso.
Era cuestión de leer bien
esos artículos y luego convencer a don José de la brillantez de su idea. Algo
fácil, sobre todo si le llevaba algún presente raro, de contrabando.
En un descuido de los
organizadores me alcé con un manual de la especialidad y otras menudencias que
harían las delicias de mi patrón.
Mientras volaba de vuelta
hacia mi casa, realizaba un somero análisis de las enseñanzas que semejante
viaje me había dejado.
Descubrí que llevaba infinidad
de tarjetas de presentación de Fulanos a los que nunca llamaría, que iba
pertrechado con papeles y folletos diversos, de difícil utilidad posterior, que
había pasado hambre por toda esa semana, pues las comidas de ese país diferían
notablemente de aquellas que a diario suelo ingerir con el mayor gusto y que el
espacio entre los asientos del avión parecía haberse reducido aún más con
relación a lo que recordaba como exiguo en el viaje de ida…
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