A ese miedo infantil.
No se me olvidará jamás el entusiasmo que me embargó aquella tarde, cuando Pascualito me invitó a
pasar el fin de semana en su casa de los suburbios. Y mucho menos se me borrará
de la memoria la serie de acontecimientos que pasé durante mi estadía en aquel lugar.
Pascualito era uno de los
nietos de una vecina nuestra, Doña Teodolinda, y había venido a quedarse una temporada con
ella, poco después de que esta señora enviudase; supongo que los padres de mi pequeño
amigo querían que la mujer tuviera la mente ocupada con la responsabilidad de
cuidar al nieto y con ello no se sintiera tan sola. Además, según comentó
alguna vez mi madre, a los padres de Pascualito les había resultado imposible
hacer que esa mujer dejara su casa y se mudara a vivir con ellos.
Increíblemente para mí, mis
padres consintieron de inmediato a la propuesta que les llevé; pensé que me lo
permitían al observar mi entusiasmo y convencidos de que no podrían negarme tal
deseo sin exponerme a sufrir una frustración, hoy –en cambio- creo que ya lo
tenían arreglado de antemano. No era para nada frecuente que yo me ausentara de
mi hogar para pernoctar en otros lugares, a excepción —claro— de mis periódicas
estadías en casa de mi abuela materna, donde me sobraba el cariño y me faltaba
la libertad para realizar cualquier tipo de aventura, de esas que los mayores consideraban
travesuras. Mi abuela era más temerosa
que mi madre a la hora de permitirme salir a la calle y arriesgarme a que sufriera
un accidente o cualquier otro hecho infortunado que pudiera afectarme.
Ese mismo día comencé a
pensar el listado de juguetes que habría de acarrear durante mi paseo. Por
supuesto que mi madre se encargaría de prever las demás cosas necesarias para mi manutención, que abarcaran desde un par de medias limpias hasta
mi cepillo dental.
Con la lentitud que era de
esperar para un chico de mi edad, pasaron uno a uno los días restantes de
aquella semana, hasta que por fin amaneció el sábado esperado, fecha en que iba
a viajar hasta la casa de Pascualito.
Esa mañana nos movilizaríamos
en una vieja camioneta que tenía Don Pascual, el padre de mi amigo; creo que
era una de la marca Plymouth, pintada de un color celeste ceniciento, con sus
guardabarros negros y la caja de carga de madera que alguna vez había sido barnizada.
Como era rutina, para lograr que arranque el motor debió renegar un buen rato.
Cuanto más tardaba, más se irritaba Don Pascual y más aumentaba
mi ansiedad, no fuera el caso que al final de todo no arrancase y tuviera que
quedarme sin paseo…
En ese trabajo incluso mi
padre le ayudó, dándole a la manija de arranque varias veces. Finalmente, ese
vetusto motor se dignó a arrancar y así respiramos aliviados todos.
En la cabina de ese
vehículo podía observar la palanca de cambios ubicada en el centro del piso,
justo en frente a mis piernas, a mi derecha iba Pascualito y del lado de la
ventanilla, su abuela. Dicha palanca estaba rematada con una perilla de
plástico transparente que poseía unos círculos de vivos colores adornado su
periferia. Cuando Don Pascual ponía la camioneta a no sé que velocidad, yo
debía torcer una de mis piernas para evitar que la palanca me golpease o que yo
pudiera empujarla y hacer que saltara dicho cambio.
Era pleno invierno, por
tal razón viajamos con las ventanillas cerradas y con la toma de aire (que
había ubicada en frente al parabrisas) apenas abierta, de modo que permitiera
una circulación de aire fresco por el interior del vehículo y evitara que se
empañasen los cristales, por causa de nuestra respiración.
Desde que salimos y hasta
que llegamos a destino nos pasamos todo el tiempo de charla con mi amigo. Hacíamos
planes, tantos como si mi estadía en su casa fuera a ser de por lo menos un
mes. Imagino cuanto se habrá divertido Don Pascual con los razonamientos y
preocupaciones que ocupaban nuestra mente durante ese viaje.
Al llegar a destino fuimos
recibidos por Doña Clara, la madre de Pascualito y sus hermanos mayores: Pepe y
Anselmo. Estos muchachitos nos ayudaron a bajar los bártulos que llevábamos, en
especial el pesado bolso que había preparado mi madre.
La casa era uno de los
típicos chalets que poblaban los suburbios de Buenos Aires, con su techado de
tejas españolas a dos aguas, la entrada enmarcada dentro de un porche que daba
cierta elegancia a la construcción y un par de ventanas que permitían iluminar
y ventilar el dormitorio y comedor de la vivienda sobre el frente de la
construcción.
Don Pascual tenía en esa
casa un perro ovejero alemán enorme, que respondía al nombre de Falucho; ni
bien llegué comenzó a olerme del modo más molesto e insistente, lo que motivó
que su amo lo llamara al orden e hiciese que se aleje de mí. Inmediatamente, el
animal le hizo caso y yo sentí un gran alivio, ya que por esa época les tenía
cierta aversión a los perros grandes.
Ni bien me liberé de la
tarea de acomodar mis cosas en el dormitorio que ocuparía junto a Pascualito salimos
a la calle en busca de sus amigos de aquel barrio.
Los encontramos en un
potrero que había a una cuadra de distancia, donde estaban todos ellos enfrascados
en uno de los tantos interminables picados de fútbol, limitados a que uno de
los equipos alcanzara los doce goles de costumbre. Pascualito pasó a formar
parte de uno de los equipos y yo comencé a jugar en la otra divisa. Debo
confesar que mi equipo era el más débil de los dos y en eso mi amigo me
aventajó al elegir con conocimiento al mejor conjunto.
Por suerte no había
llovido desde hacía tiempo y la canchita no estaba embarrada, caso contrario,
bien pronto hubiera puesto a la miseria la poca ropa con la que contaba. Ya mi
madre me había advertido que no me ensuciara.
Entre los chicos la
conversación predominante versaba sobre el problema que había tenido uno de la
barra, de nombre Caleto, que padecía no sé bien qué enfermedad o sufrido qué
accidente que le imposibilitaba estar con nosotros jugando a la pelota.
Al poco rato (siempre
parece exiguo el tiempo de los juegos), apareció Pepe llamándonos para que ya
dejáramos el juego, pues la comida estaba lista para el almuerzo.
Sin demora nos despedimos
de los otros chicos, con el compromiso de reunirnos más tarde para proseguir
nuestros juegos e iniciamos el retorno hacia la casa de Pascualito.
Tras higienizarnos en la
pileta del lavadero, pasamos al comedor de diario donde Doña Clara nos esperaba
con unos suculentos platos de sopa, hecha con mis fideos favoritos: “ojitos de
perdiz”. Sin dudas, mi madre le había aconsejado bien acerca de mis mañas y
preferencias.
El plato principal, como
no podía ser de otra manera, fueron milanesas con papas fritas, mientras que
para el postre había frutas de la estación. Elegí una mandarina, lo que me
obligó a tener que lavarme las manos al finalizar la ingesta, ya que quedaron
pringosas y olorosas, a causa de esa fruta.
Acto seguido, nos fuimos
con Pascualito a hojear unas revistas de historietas que tenía en su pieza;
recuerdo que se me iban los ojos del entusiasmo ante ese material nuevo para
mí. Pronto dimos cuenta de todas ellas, entonces mi amigo me comentó que tenía
más revistas de ese tipo guardadas en el altillo del chalet, pero que era mejor
no subir a buscarlas. No entendí que quiso significar con eso, de modo que
pronto comenzamos a entretenernos jugando con unos soldaditos plásticos que
tenía guardados en un bolso.
Con desazón observamos
como se había comenzado a nublar la tarde, con amenazas de lluvia. ¡Justo hoy
que vengo de paseo se va a arruinar el tiempo!, pensé. Y maldije mi mala
suerte.
Apoyadas nuestras cabezas
sobre el vidrio de la ventana observamos como comenzaba a soplar un fuerte
viento que levantaba a su paso una polvareda magnífica, mientras las nubes
oscurecían el firmamento y caían los primeros goterones. El viento silbaba en
el techado y las ramas de los árboles que rodeaban la casa crujían por el
sacudón que les propinaba la tormenta. De golpe, Pascualito me dice: ¿Lo viste?
Yo no tenía ni idea acerca
de lo que me estaba hablando. Pascualito repitió:
— ¿Lo viste o no?
— ¿A quién? Le respondí.
— Al enano, ¿a quién va a
ser?
Quedé más perplejo que si
me estuviera hablando de matemáticas. Yo no había visto a ningún enano
escapando a la furia de la tormenta y para el caso que sí hubiera visto a ese
bendito enano, no creo que la situación mereciera semejante alboroto como el
que hacía mi amigo.
De pronto vi como Pascualito
perdía interés por la tormenta y me pedía que vayamos a la cocina, donde
estaban sus padres, para seguir jugando allí. Esa tarde seguimos jugando en la
cocina, pese a que la madre de Pascualito le pidió en varias oportunidades que
se fuera a jugar a su pieza, a lo que mi amigo no hizo caso, anteponiendo las
más diversas excusas, como ser que la pieza estaba más fría, que la iluminación
en la cocina era mejor o que la mesa del comedor de diario era más cómoda para
jugar con los soldaditos que el piso de la pieza, etcétera. No dejamos de
practicar nuestros juegos sobre esa mesa sino hasta que llegó el momento de la
merienda. En ese preciso instante aparecieron los dos hermanos de mi amigo, que
estaban entretenidos en el galpón que había a los fondos de la casa, donde
trabajaban en la reparación de una motocicleta que habían comprado
recientemente.
Mientras tomábamos el
reglamentario café con leche, acompañado por tostadas untadas con manteca y
mermelada miramos en el televisor las conocidas películas de aventuras que
siempre se daban en el famoso ciclo “Sábados de Súper Acción”, del canal once.
La tormenta ya había
pasado, con mucho viento y poca lluvia. Quedaba una tarde ya muy oscura y fría
que nos impidió cumplir con nuestro compromiso de proseguir los partidos de
fútbol con los amigos de Pascualito.
Mientras nos lamentábamos
por este suceso, mi compinche de juegos me confió lo siguiente: el enano que
había visto esa tarde era el mismo sobre el que habían hablado en la barra, "era el
que lo había atacado a Caleto", susurró.
Para mis adentros pensé
que por qué no lo denunciaban a la policía y listo. Ya lo agarrarían a ese
maldito tipo y entonces lo meterían preso para que no moleste ni le pegue a los
pibes.
Como adivinando lo que
pensaba, mi amigo me confió que nadie sabía dónde vivía ni cómo se las
ingeniaba para aparecer de golpe en cualquier lado y desaparecer luego con la
misma misteriosa facilidad. Además, solo lo podían ver los pibes, sólo por un
instante y por el rabillo del ojo, pues ninguna persona mayor jamás lo había
visto.
Me pareció que por esos
pagos la imaginación de los pibes era bastante más desarrollada que entre los
de mi barrio y que tales supersticiones ya habían influenciado también a mi
pequeño amigo.
A medida que iba
anocheciendo, el entusiasmo de Pascualito se iba apagando también.
Sobre un costado de la
cocina estaban algunas revistas de Pepe y Anselmo: se trataba de algunos
ejemplares de El Gráfico y del Álbum Intervalo, de modo que, las llevamos a la
pieza de mi amigo y allí, tirado sobre una cama, comencé a leerlas mientras que
Pascualito releía por enésima vez sus propias revistas. Calculo que esta
conducta era el resultado de que los hermanos se mezquinaran las revistas entre
sí.
De tanto en tanto soplaba alguna
ráfaga de viento que agitaba la arboleda, situación que sobresaltaba a mi amigo,
quien según pude apreciar (con disimulo) detenía su lectura y miraba hacia la
ventana.
En un momento dado se
escuchó un estrépito en la casa que hizo dar un salto en la cama a Pascualito:
era el motor de la moto de sus hermanos que había arrancado al fin. Ni bien se
percató de ello, mi amiguito comenzó a reírse de sí mismo, mientras me decía
que se había asustado por culpa de ese ruido, pues la presencia del enano por
los alrededores de la casa lo tenía bastante preocupado.
No aguanté más y le dije
que se dejara de joder la paciencia con el asunto ése del enano maldito,
Blancanieves, el Infeliz de los Ranchos y la Verruga con Patas. Ocurrencia mía que más que
enojarlo le causó tanta gracia que se largó a reír con todas sus ganas. Contagiándome
a mí. Veo ahora cuan asustado estaba entonces.
En estas disquisiciones
estábamos cuando nos sorprendió la hora de la cena. Ya se me había ido el
primer día de visita. ¡En un santiamén!
La cena consistió en unas
empanadas caseras que fueron una delicia, fritadas en grasa bobina, manjar que por
esos años no causaba en mí ningún daño. De postre la dueña de casa había
preparado un flan, del que —por suerte— fui poco menos que obligado a repetir
porción.
Ni bien terminó con la
rutinaria tarea de asear los trastos de cocina, Doña Clara nos preparó las
camas para que fuésemos a acostarnos a dormir y evitáramos un seguro
enfriamiento en esa casa a la que, por su gran tamaño, no era posible darle una
calefacción apropiada.
Entre el cansancio del
ajetreado día y el frío imperante, poco tiempo nos llevó notar que nuestros
ojos pedían descanso.
Si bien al principio noté
las grandes diferencias existentes entre mi cama y aquella otra donde esa noche
debía dormir, consistentes en la textura de las sábanas, los aromas
circundantes, dureza del colchón y de la almohada, pronto me habitué a esa
situación.
Lo que resultó más extraño
y perturbador, por cierto, fue tomar conciencia de que en ese momento estaba muy
lejos de mi familia.
Al poco rato, pude
constatar que mi amigo ya estaba dormido, mientras que yo no podía conciliar el
sueño. Escuchaba las voces apagadas de los familiares de mi amigo que provenían
desde la cocina, así como el sonido de fondo que emitía el aparato de
televisión. Esporádicamente, se podía escuchar un ruido, cuando se movía una
silla o caminaba alguno de los habitantes de la casa, alguna puerta que se
cerraba o el motor de la heladera que arrancaba o que paraba. Medio adormecido
pude percibir cuando los hermanos de mi amigo se despedían de sus padres para
retirarse a dormir y finalmente, cuando el matrimonio apagó el televisor y las luminarias
para dirigirse a sus aposentos.
El silencio fue ganando la
escena, ya solo podía percibir la respiración irregular de mi amigo y los
lejanos ladridos de los perros del vecindario, que eran secundados cada tanto
por los de Falucho. Eventualmente, alguna ráfaga de viento sacudía la arboleda.
Comenzaron entonces unos
ruidos casi imperceptibles y extraños para mí sobre el cielorraso de machimbre
de nuestra pieza. Nunca había escuchado ruidos de esa naturaleza, parecía como
si alguna fuerza extraña estuviera flexionando el techo de modo que crujiera
muy levemente, en algún momento pensé que podía tratarse de termitas que
estuvieran devorando la madera de los listones que conformaban el techo, luego
imaginé alguna laucha que pudiera roer las vigas, todas estas opciones lógicas
no terminaban de convencerme.
Pascualito seguía
durmiendo como un bendito y ahora el asustado era yo.
Implacablemente, el reloj
de péndulo del comedor iba desgranando sus campanadas a medida que avanzaba la
noche, mientras que yo no podía dormir. Ya maldecía haber aceptado la
invitación.
Sábanas y cobijas de la
cama me cubrían hasta las narices, mientras que mi cabeza se refugiaba bajo la
almohada. A través de la ranura que quedaba entre ambos elementos de la cama,
mis ojos atisbaban por los rincones y zonas de mayor penumbra de esa
habitación. Sólo para imaginar sombras o bultos inmóviles que parecían estar al
acecho. Escucharlo a Pascualito dormir tan plácidamente me daba algo de envidia
y a la vez me confortaba pensando que si llegara a pasar algo podría
despertarlo para que me acompañe.
De tanto en tanto, algunos
pasos acercándose por la acera llamaban poderosamente mi atención y tensaban
mis nervios de modo de alejar cada vez más al sueño tan necesario y deseado. Ni
bien se alejaban los pasos de ese transeúnte desconocido, la calma retornaba a
mí, entonces ya no sabía si quería dormir o estar despierto.
Como corolario de esta
situación, comencé a tener deseos de orinar.
Pasé no sé cuanto tiempo cavilando
hasta que me decidí por encender la luz del cuarto para dirigirme al baño, ni
bien oprimí el interruptor eléctrico y se encendió el velador, mi amigo se
despertó. Esta circunstancia me infundió el valor necesario para correr hasta
el sanitario y dar el necesario alivio a mi vejiga. También a las corridas
retorné al calor de mi lecho. Apagué el velador. Entonces, mi amigo comenzó a
hablarme. Me preguntó si había podido dormir o los ruidos de la casa me lo
habían impedido. Cuando le confesé mi verdad, me comentó que él se había podido
dormir tranquilo pues yo lo estaba acompañando y me propuso que ahora sería él quien
se quedara despierto, velando mi sueño. La proposición me pareció acertada, de
modo que la acepté de inmediato.
Esto logró que por fin me
relajara y sintiera como los sueños comenzaban a envolverme en su dulce
atmósfera de paz.
El despertar fue bien
diferente: mi amigo me estaba sacudiendo como un trapo tratando de hacerme retomar
la conciencia. Noté que estaba bastante alterado, con sus ojos desorbitados, la
respiración jadeante y entrecortada. Había visto otra vez al enano, esta vez había
sido su sombra proyectada sobre las persianas de la ventana que daba a la
calle, sólo había alcanzado a ver el contorno de su silueta, por un instante
—decía—, pero que había sido el tiempo suficiente como para que lo pudiera
identificar con certeza. Falucho estaba ladrando.
Despiertos y mudos nos
encontró el amanecer.
En cuanto sentimos
movimiento en la casa (señal que se había levantado la madre de Pascualito),
saltamos como resortes desde nuestras camas, nos higienizamos y vestimos en
tiempo récord y fuimos al encuentro de ella para tomar un desayuno reparador.
De las peripecias nocturnas no se hizo mención alguna.
Doña Clara nos hizo
abrigar en demasía antes de darnos permiso para salir del interior de la casa,
aduciendo que no se perdonaría jamás que yo me fuera a resfriar o engripar por
culpa de una negligencia de su parte. Por suerte brillaba el sol.
Abrigado como un esquimal
pude salir al patio de la casa, donde nos recibió Falucho, quien le hacía
fiestas a mi amigo como si no lo hubiere visto por décadas; de ahí nos
dirigimos a los fondos, al galpón donde los hermanos de Pascualito se
entretenían reparando esa motocicleta. Entre medio de infinidad de trastos
viejos y fierros que yo no tenía la menor idea de para que servían, pude
divisar una maltrecha moto. Ni siquiera tenía un foco instalado en el frente de
la misma, ya que exhibía vacío el lugar asignado para tal fin. El asiento para
el conductor estaba faltando y pude divisarlo, con su tapizado destruido y
tirado en uno de los costados del galpón.
Semejante armatoste me
resultaba deprimente, aunque ante los ojos de mi pequeño amigo esa máquina se
comparara con un tesoro inigualable.
Pascualito comenzó a
toquetear la motocicleta. Y antes de que me diera cuenta, se había encaramado en
ella. De inmediato me indicó que atisbe por una de esas sucias ventanas del
galpón, para que le avisase si llegaba a aparecer alguno de sus hermanos. Tal
encomienda me puso en el inconveniente papel de cómplice de su travesura: ¡para
mí todos los riesgos y ninguna de las satisfacciones!
Ya me imaginaba lo que
seguiría.
Parado sobre los pedales de la motocicleta simuló estar subido al asiento ausente y tomándose del
manubrio con firmeza imaginó un emocionante viaje por quien sabe que misterioso
paisaje; en ese trajinar comenzó a hamacarse como si tomara imaginarias curvas
peraltadas mientras simulaba con su garganta el ronquido de un poderoso motor
de infinita potencia. Tanto se entusiasmó en su fantasía que la motocicleta comenzó
a bambolearse hasta que comenzó a desequilibrarse y terminar –casi— tirada de
costado sobre el piso, algo que a duras penas evitó al saltar de esa moto y
sujetarla.
De inmediato le presté la
ayuda necesaria para volver la máquina a su posición original y sin más demora salimos
corriendo hacia el patio.
Con nuestra mejor cara de
inocentes cruzamos frente a las ventanas de la cocina, donde estaba la madre de
Pascualito y el mayor de sus hermanos, de ahí fuimos al encuentro de la barra
de amigos, quienes —como siempre— se encontraban en el mismo potrero jugando
otro picado a la pelota. Por suerte la poca lluvia no había embarrado demasiado
el piso de la cancha.
Ni bien llegó, Pascualito
comenzó a confesarles a media voz, como en secreto, los pormenores de la noche
pasada. Los otros pibes lo escuchaban con gran atención. Ahí me enteré que yo
también había visto al enano esa madrugada.
No habíamos sido los
únicos: otro pibe juraba que lo había podido ver cuando en medio de la tormenta,
como un relámpago más, saltaba desde el
techado del vecino a su casa hasta la copa de uno de los árboles de la vereda.
Yo ya no sabía que pensar.
Sin demasiadas novedades
transcurrió el resto de la mañana, ganamos tres picados y perdimos uno, yo hice
un montón de goles, luego jugamos a las bolitas en una canchita improvisada a
un costado del potrero, para finalizar jugando a las figuritas contra la tapia
de una casa cercana al potrero. Tuve la buena fortuna de ganar como una docena
de figuritas y lo más importante fue que mediante el cambio de las figuritas
repetidas que tenía pude conseguir al menos quince de ellas que me estaban
faltando para intentar llenar el correspondiente álbum.
De vuelta a la casa nos
esperaba un baño caliente, la cambiada de nuestra ropa (embarrada a más no
poder) y un suculento almuerzo dominguero, consistente en tallarines caseros,
que había amasado la madre de Pascualito, acompañados con un riquísimo estofado
de carne.
Luego del postre hicimos una
sobremesa prolongada, donde entre otras cosas me preguntaron si me había
divertido durante mi estancia en su casa. Ante mi (previsible) respuesta
afirmativa, me prometieron que me invitarían nuevamente más adelante, pues yo me
“había portado de lo más bien”.
Ya se había hecho una hora
prudente para que Don Pascual y Doña Teodolinda retornaran a la ciudad y me llevaran de regreso con
ellos hasta mi hogar. De modo que, en un abrir y cerrar de ojos, me encontraba
despidiéndome de mi amigo y de sus familiares restantes. Pascualito volvería al
otro día, en compañía de su madre, a la casa de su abuela.
Entonces observé que sus
hermanos portaban un serrucho y un hacha: se dirigían a cortar una gran rama,
desgarrada desde el tronco, en ese árbol que se encontraba justo frente a la
ventana de la pieza de Pascualito.
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