Aquella tarde invernal habíamos construido una
pequeña choza con ramas de árboles, al mejor estilo de las piras que se alzaban
durante los días previos a la noche de San Pedro y San Pablo.
Una vez finalizada la tarea, nos dedicamos
a jugar, ya fuera a las escondidas como a cualquier otro entretenimiento que nos
demandara correr o saltar todo el tiempo y efectuar un gran despliegue físico.
En eso estábamos cuando el pobre Adolfito tropezó y cayó en medio de una zanja
(justo en el zanjón enorme ubicado frente a la casa de Don Giuseppe).
De resultas del percance, empapó con agua
sucia sus zapatos, medias, pantalón corto y calzoncillos.
El tiempo estaba bastante frío, por lo que permanecer
con la vestimenta mojada potenciaba los efectos gélidos del clima; además, si
intentara retornar a su casa para cambiarse de ropas, por otras secas y
limpias, sería descubierto de inmediato y el estado calamitoso en que se
encontraban las mismas le aseguraban una paliza materna ni bien traspusiese la
puerta de su domicilio.
Ante este panorama, la gran idea que se me
ocurrió fue que Adolfito se quitara las prendas mojadas y se escondiera en el
interior de la choza, mientras que nosotros —optimistas plenos de inocencia—
poníamos a secar sus ropas y calzado, apoyándolos a tal fin sobre la enramada
superficie de la choza, al calor de los rayos solares. Por cierto que ese sol
invernal poco pudo aportar a tal solución, utópica por cierto.
Mientras estábamos en espera del milagro
de la evaporación, con Adolfito medio desnudo y avergonzado en el interior de la choza,
a lo lejos vimos a su madre, que venía acercándose.
Esa aparición impensada causó un gran temor
entre el piberío: podría encontrar a su hijo en tan embarazosa situación, que
era peor que hallarlo sucio.
Lo primero que se nos ocurrió fue disimular
lo que estaba pasando de la mejor manera que pudimos; de modo que ni bien esta
mujer llegó hasta donde nos encontrábamos y nos preguntó si lo habíamos visto a
su hijo, la respuesta fue tan unánime como obvia: con nuestra mejor cara de inocentes
respondimos que ninguno de nosotros lo había visto, ni sabía nada acerca de su
paradero.
Mientras le comentábamos esto, ostentosas
se mostraban las ropas del pequeño, al rayo del tenue sol, apoyadas sobre las
ramas de la choza.
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