miércoles, 28 de marzo de 2012

El escondite del mellizo Adolfito

Aquella tarde invernal habíamos construido una pequeña choza con ramas de árboles, al mejor estilo de las piras que se alzaban durante los días previos a la noche de San Pedro y San Pablo.
Una vez finalizada la tarea, nos dedicamos a jugar, ya fuera a las escondidas como a cualquier otro entretenimiento que nos demandara correr o saltar todo el tiempo y efectuar un gran despliegue físico. En eso estábamos cuando el pobre Adolfito tropezó y cayó en medio de una zanja (justo en el zanjón enorme ubicado frente a la casa de Don Giuseppe).
De resultas del percance, empapó con agua sucia sus zapatos, medias, pantalón corto y calzoncillos.
El tiempo estaba bastante frío, por lo que permanecer con la vestimenta mojada potenciaba los efectos gélidos del clima; además, si intentara retornar a su casa para cambiarse de ropas, por otras secas y limpias, sería descubierto de inmediato y el estado calamitoso en que se encontraban las mismas le aseguraban una paliza materna ni bien traspusiese la puerta de su domicilio.
Ante este panorama, la gran idea que se me ocurrió fue que Adolfito se quitara las prendas mojadas y se escondiera en el interior de la choza, mientras que nosotros —optimistas plenos de inocencia— poníamos a secar sus ropas y calzado, apoyándolos a tal fin sobre la enramada superficie de la choza, al calor de los rayos solares. Por cierto que ese sol invernal poco pudo aportar a tal solución, utópica por cierto.
Mientras estábamos en espera del milagro de la evaporación, con Adolfito medio desnudo y avergonzado en el interior de la choza, a lo lejos vimos a su madre, que venía acercándose.
Esa aparición impensada causó un gran temor entre el piberío: podría encontrar a su hijo en tan embarazosa situación, que era peor que hallarlo sucio.
Lo primero que se nos ocurrió fue disimular lo que estaba pasando de la mejor manera que pudimos; de modo que ni bien esta mujer llegó hasta donde nos encontrábamos y nos preguntó si lo habíamos visto a su hijo, la respuesta fue tan unánime como obvia: con nuestra mejor cara de inocentes respondimos que ninguno de nosotros lo había visto, ni sabía nada acerca de su paradero.
Mientras le comentábamos esto, ostentosas se mostraban las ropas del pequeño, al rayo del tenue sol, apoyadas sobre las ramas de la choza.
     

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