Fueron la curiosidad juvenil y el afán aventurero los me
llevaron a visitar cierto lugar poco accesible.
Tal exclusividad no estaba asociada a que en este espacio
se exigiera, como condición previa para el acceso, tener que ser parte de
cierta clase social distinguida, o pertenecer a cofradía alguna; sino que el
ingresar allí era, más que nada, el fruto de la casualidad. Por lo general,
alcanzaba con conocer a alguna de las personas que eran parte de la
organización de tales reuniones.
Resultaba típico que, en ese ámbito, quienes concurríamos
perteneciésemos a la legión de los jóvenes optimistas.
Íbamos a tal evento llenos de entusiasmo. Y digo evento
porque su organización no garantizaba la efectiva realización de la reunión
prevista. Podía ser suspendido por cortes de energía, o fallos en los equipos
amplificadores, o la aparición inesperada de una comisión policial, solo por
dar algunos ejemplos.
Imposible consumir algún refresco u otra bebida, en aquel
espacio no había bar, ni dinero para comprar nada en él.
Nuestras mentes creían -y no estaban erradas- que quienes
daban a conocer sus trabajos artísticos ante nosotros se jugaban una gran
parada. Lo más importante para aquellos adolescentes era el hecho de darse a
conocer al público. Por ello, no les podíamos fallar con una ausencia
injustificada.
A todos, artistas y público, siempre nos quedaba una
sensación de desasosiego, vinculada a que la concurrencia era menor a la
esperada. Los espacios desiertos en el auditorio se hacían notar con su frialdad.
El espectáculo estaba a la altura de la trascendencia
popular que había logrado: más intención y pose que contenido y accionar prodigioso.
En los corrillos que se armaron al finalizar aquel
espectáculo, los comentarios se encaminaron en el sentido de exacerbar las
virtudes de aquello que se había presenciado, y —por cortesía— se obviaron por
completo los puntos flojos de la actuación, o la puesta en escena. Siempre les
faltaba algo en su arte, esa porción necesaria para que nos entusiasmásemos con
sus trabajos.
Como en el espectáculo habían actuado artistas diversos,
los presentes teníamos la posibilidad de elegir en primer término a quien
hubiera presentado el trabajo que, a nuestro entender, fuese el mejor; y a
partir de allí, ordenar por méritos decrecientes a los restantes. La persona
amiga recibía de parte nuestra las mejores alabanzas. Poco importaba la falacia
de tales argumentaciones.
Los que mejor ocultaban sus desazones eran –precisamente-
los artistas, aunque yo nunca sabré si eran meros simuladores, o en realidad
eran tan auténticos como se mostraban.
Ya me olvidé de casi todos aquellos jóvenes e ignotos
artistas de entonces (y -quizás- de ahora). Su arte no trascendió para mí más
que aquella tarde.
Por suerte, para ellos, hubo una oportunidad en su vida en
que gozaron la dicha de ser el centro de atención de los demás con su actuación.
Quizás con eso les alcanzó.
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