La
ansiedad y el optimismo que dominan la época de la juventud permiten imaginar
un promisorio porvenir; este estado de ensoñación no permite percibir que ese
futuro no habrá de llegar nunca, pues la vida se consume en una sucesión de
situaciones en el presente.
A
veces, en esa actualidad se dan hechos no previstos, ni deseados; cuya
resolución (o el intento por hacerlo) obliga a la persona a adentrarse aún más
adelante en su viaje por el tiempo, por senderos inesperados, la mayoría de las veces sin percatarse de tal
suceso.
Un buen día, varios años después, aquel
joven de ayer advierte que los hechos del pasado guardados en su memoria son numerosos:
se componen de vivencias propias, de aquello que antes fue y que ahora ya no
está. Gente, objetos, costumbres, lugares, se han ido para siempre, con ellos
también se fue para siempre aquella juventud.
Entonces,
toma plena conciencia en su mente un hecho: aquel futuro pensado no llegará
nunca. En su lugar se encuentra lo que es su presente; que no quiere —o no se puede—
cambiar y transformarse mágicamente, desde esta realidad en aquella que algunos
años antes se pensó y se deseó.
La verdad es que, acaso sin darse cuenta, aquella persona original también ha cambiado con el paso del tiempo. De
igual modo sucedió con su anterior escala de valores, hoy sus deseos han
cambiado también.
Para
una mejor ilustración del fenómeno, basta observar como los jóvenes actuales, a
semejanza nuestra, están repitiendo aquel mismo camino —ya transitado y
conocido— con idéntica ilusión e incertidumbre, tal como nos hubo sucedido a
nosotros en su momento y a nuestros mayores antes.
El
camino a transitar por ese círculo de vida es reiterado por cada nueva
generación y podría resultar eterno.
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