Cualquier
viajero que se precie de experimentado sabe que al subirse a un ómnibus de
larga distancia habrá de conocer gente extraña y que estará expuesto a padecer
la conducta inapropiada de alguno de los pasajeros.
Por
esa razón, no me causó extrañeza el observar a ese hombre, gordito y pelado,
que a viva voz indicaba a los maleteros que le acomodasen en tal o cual rincón
del buche del vehículo, los enormes bultos que llevaba como equipaje.
Excedido
bastante en el peso, la camisa que tenía puesta escapaba de la zona donde
debería estar su cintura. Calvo precoz, pues no llegaría a los cuarenta años de
edad, llevaba su cabello crespo y rubio demasiado largo, lo que lo asemejaba
bastante a un payaso de circo. Su rostro tan redondo como sonriente ya se había
sonrojado por causa del trajín; alguna que otra gota de sudor perlaba su frente.
En
algún momento medio cuerpo del gordito llegó a introducirse dentro del depósito
del ómnibus, con el fin de acomodar a su gusto alguno de los tantos bolsos que
formaban parte de su equipaje.
Matizaba
sus indicaciones con alguna que otra acotación sobre la fragilidad de tal o
cual paquete; así como la necesidad de apilar en la parte superior a este -o
aquel otro- bulto. Todas estas indicaciones las efectuaba ante la mirada
fastidiada del maletero y las murmuraciones del resto del pasaje que, con suma paciencia,
esperaba su turno para entregarle el equipaje a ese empleado. Quien, penosamente,
debería acomodar tales petates, luego, en los espacios que habían quedado libres dentro del
buche.
El colmo
de mi mala fortuna resultó cuando -al dirigirme a mi asiento- veo que sería el
vecino de viaje del gordito fastidioso. ¡Y el viaje de marras sería entre las
ciudades de Catamarca y Buenos Aires!
Por
fortuna, en previsión de acompañantes indeseables o voluminosos (como en este
caso), he adoptado la sana costumbre de adquirir siempre uno de los asientos
que se ubican del lado del pasillo del ómnibus, algo que, llegado el caso, me
permitirá extender mis piernas hacia ese espacio vacío... o huir hacia otra
ubicación.
Mientras
pretendía acomodar mis pertenencias en el portaequipajes, que ya estaba ocupado
por los pertrechos del gordo, él daba cuenta de los dos alfajores que la
auxiliar había entregado a los pasajeros, como colación, al subir a la unidad;
los devoró aun antes de que arrancásemos de la plataforma de la estación
terminal.
Ni
bien nos habíamos acomodado (es un decir) en los respectivos asientos, pasó a
explicarme el predicamento que tuvo que soportar para despachar su equipaje,
todo como si yo —o el resto del pasaje— no lo hubiéramos visto.
Reclinó
el respaldo de su asiento tan de golpe que le dio en la cabeza a una viejita
que ocupaba el asiento ubicado detrás del suyo. Ante el gemido de la pobre
mujer, el gordito le pidió mil disculpas, a ella y a la otra anciana, hermana
de la anterior (quiero suponer), que ocupaba la posición contigua y era la que
más escándalo hacía. Acto seguido volvió el respaldo a la posición original.
Prosiguió
entonces su monólogo. Una perorata interminable acerca de las razones de su viaje a
Catamarca; luego, me contó que criaba canarios y me recomendó donde debía ir a
si quería conseguir las mejores semillas para estas aves; no importó que, en algún
pequeño bocadillo, le dijese que yo no tenía canarios, ni otras aves en
cautiverio; me comentó también que tenía una tortuga, a la que había bautizado
con el nombre de Manuelita (muy original, pensé). Luego pasó a comentarme sus problemas de peso
y cada una de las dietas que había iniciado y abandonado. Me comentó
que se tentaba con los dulces y que se engullía una docena de facturas de
manteca en un santiamén, para luego sentir culpa por su debilidad. Pobre, pensé esta vez.
Me
enteré de que vivía con su madre, que su padre había fallecido hacía tres años,
sin preaviso alguno, pues tenía una salud de hierro, que se domiciliaba en
González Catán y trabajaba en una compañía de distribución de repuestos para
automotores, que pensaba ahorrar unos pesos para comprarse un automóvil usado,
un Ford Falcon, y ponerle un equipo para utilizar gas comprimido como combustible,
pues así le resultaría más económico, etcétera, etcétera.
El
ómnibus ya pasaba frente a la localidad de San Martín.
Los
únicos respiros que me daba consistían en sus repetidas escapadas al bar
automático, que el ómnibus poseía al final del pasillo, donde Armando Palumbo,
tal era su nombre, daba fin a las existencias de café y de jugo de naranja
artificial.
Cada
vez que retornaba a su asiento, yo debía levantarme del mío para permitirle el
fatigoso ingreso; entonces, proseguía con su soliloquio.
Fue en
mi afán de descansar un poco, que en una de las tantas escapadas de Armando recliné
mi asiento al máximo y me hice el dormido, para intentar que no se sentara en
su asiento. Comprobé con alivio que, vista la situación, no intentó despertarme
y se fue a joderles la paciencia a los conductores del rodado.
Al
poco rato, tuve que ir a buscarlo, pues noté una marcha irregular del rodado:
Palumbo le estaba manoseando los brazos a quien conducía, mientras le contaba
anécdotas inverosímiles y tomaba mate con él a las risotadas, ¡a las dos de la
madrugada!
Una
de las tantas veces en que se levantó de su lugar volvió con una gran bolsa de
plástico, de donde comenzó a sacar unas milanesas fritas, que prontamente
convirtió en emparedados, gracias a unos panes de fonda que también salían de
la misma enorme bolsa. Me convidó con uno de estos sándwiches, decliné el
ofrecimiento pues el médico me prohibió frituras luego de la hepatitis que
sufriera el año pasado. No obstante, insistió en su oferta varias veces, como
si no me escuchara. Al final su infatigable bocaza engulló todas esas
milanesas.
De no
se donde sacó una bolsa con unas papas fritas muy crocantes, con las que
acompañaba esa comida.
En el
barcito no había más nada líquido, para hacer bajar esa comida, de modo que me
imagino su desesperación por haber deglutido en seco todo ese pan con papas
fritas saladas.
Pasábamos
en ese momento por Quilino.
Las
viejitas sentadas en el asiento de atrás al nuestro se quejaban en voz baja.
Por
suerte para él, llegamos pronto a Deán Funes, la primera parada de la travesía.
Armando corrió al restaurante que hay allí para beberse un litro de gaseosa,
casi sin respirar.
Para
mi suerte, ni bien el ómnibus retomó la ruta, se levantó de su asiento por
enésima vez y fue a sentarse junto a una atractiva mujer que había descubierto
mientras estábamos en el parador; mientras se dirigía hacia allí me guiñó un
ojo y, con una sonrisa sobradora en su rostro, me dijo que iba a probar suerte,
a ver si se la levantaba: la mina puso cara de orto todo el tiempo en que este
fenómeno se le sentó al lado.
Al
cabo de media hora ya lo tenía roncando al lado mío, lo que suponía toda una
bendición.
Esta
situación no se prolongó demasiado, en un par de horas el transporte comenzó su
ingreso a la ciudad de Córdoba y Palumbo se despertó sobresaltado y
desorientado. Pensamos que le había dado un ataque.
En
esa parada sólo hubo un intercambio de pasajeros entre quienes llegaban a
destino y los otros que iniciaban su viaje.
De
modo que una vez finalizado este trámite de cambio de pasaje, volvimos a la
ruta para proseguir hasta Rosario, la última parada intermedia del recorrido.
Al
poco rato de salir de Córdoba, quizás fuera a la altura de la localidad de
Oncativo, Armando se dirigió al diminuto baño del coche y todos pudimos escuchar sus suspiros y
gemidos. Al salir de allí, dejó un olor maloliente en el interior de la unidad
que resultaba insoportable, lo que obligó a que los pasajeros echaran mano a cuanto
perfume o desodorante llevaran a mano. Estoy seguro que la pestilencia inundó
todo el ómnibus pues se escuchó la tierna voz de una criatura pequeña, ubicada en
la primera o segunda fila, que decía:
-¿Qué
es ese olor feo, mamá?
Los conductores
del vehículo, tras recorrer algunos kilómetros (que se me hicieron eternos), ingresaran el ómnibus a una
estación de servicio, ubicada en Villa María, para higienizar -dentro de lo
posible- mediante el empleo de un chorro de agua a presión provisto por una
manguera, el receptáculo del baño químico, completamente inundado y sucio.
No
era extraño que Armando se hubiera descompuesto, pues había comido como un
desaforado todas las vituallas que tenía guardadas en su bolso de mano y en
las citadas bolsas plásticas que había diseminado por los portaequipajes
internos, a lo largo de todo el pasillo.
Al
salir del receptáculo aquel había vuelto a su lugar portando en la mano su
campera hedionda. Me contó que se le había ensuciado en el baño, pues la había
intentado colgar de la manija de la ventanilla y parece ser que en una frenada
del vehículo se desprendió y cayó en el suelo inundado de líquidos fétidos. En secreto, me dijo que la había intentado lavar con el agua del diminuto
lavatorio y que la secó lo mejor que pudo con los pocos papeles higiénicos que
quedaban en el excusado. Las viejitas oyeron todo.
Cuando
el transporte estaba por llegar a la Terminal de Rosario, rogué con toda mi alma de
que se bajase allí (algo improbable, claro). Sólo se bajó allí para ir a los
baños y con suma urgencia.
Debimos
esperarlo para proseguir el viaje, pues faltaba uno de los pasajeros, que TODOS
detectamos al instante de quien se trataba: había dejado todos sus petates y el
abrigo desparramados por los portaequipajes del ómnibus. Incluso la revista
sobre cría de aves canoras se hallaba depositada sobre el asiento que debía
ocupar. A paso
lento y engullendo una salchicha gigante retornó al ómnibus.
Cuando
el conductor le informó que estábamos todavía ahí pues lo esperábamos a él, se
puso colorado y pidió disculpas, argumentaba que había entendido que la parada
sería por media hora.
Proseguimos
sin mayor novedad el viaje hasta que todos los pasajeros nos despertamos a la
vez, a las seis y cinco de la mañana, pues comenzó a sonar la alarma del reloj
pulsera de Armando Palumbo, quien tardó como un minuto y medio en despertarse y
callar ese penetrante chillido intermitente.
A
partir de entonces, con plena confianza, comenzó a pasearse por el pasillo de
la unidad, departía amigablemente con la mayoría de los azorados pasajeros,
como si los conociese de toda la vida. Las viejitas, según pude atisbar, lo
miraban con gesto adusto.
A
fuerza de ser sincero, debo afirmar que este hombre no es mala persona, diría
que es todo lo contrario: generoso y amable; sólo que es un pesado insoportable
que no se da cuenta de ello.
Como
será de inocente que hasta me entregó una tarjeta para que lo llamara si estaba
interesado en comprarle algún canario. De más está decir que tal papelillo duró
en mi bolsillo hasta que pasé por delante del primer papelero de la Terminal de Buenos Aires.
Deshacerme de su recuerdo me costará bastante más trabajo.
Por fortuna,
de ahora en más, mis viajes a Catamarca los haré en avión.
ACLARACIÓN:
ResponderEliminarEste cuento lo tenía preparado desde hace años, resulta un poco grosero y otro tanto exagerado, aunque por ello no menos hilarante. Les asombraría saber cuánto tiene de verídico.
Supongo que -en alguna medida- todos habremos vivido circunstancias similares, o casi. Que nadie crea estar a salvo de estos personajes.
Quizás, es una variante de "Juan, el cordobés", mi otro relato de viajes en ómnibus de larga distancia. Con la diferencia que Juan sí existió y Armando, no.
Me lo he pasado genial.:) y es cierto los compañeros de viaje pueden llegar a ser desesperantes. PEro piensa que podría haber sido peor, podría haber olido a sudor...:))
ResponderEliminarBesazo
Dolega:
EliminarPara el caso que mencionas, no habrá frasco de perfume que alcance para ocultar la hedentina.
Faltó aclarar que entre Catamarca y Buenos Aires hay un mil ciento setenta y ocho kilómetros.
(Todavía me deben el postre que me pasaste en tu blog).
Un beso.
Ese pobre personaje me recuerda al actor John Candy, en la película "Mejor solo que mal acompañado", con Steve Martin. Cuando se trata de bellísimas personas la conciencia se resiente, pero no queda otra que ser fiel a la realidad y decir que aquel que es fatigante lo es y punto. Y todos, supongo, hemos tenido algún encuentro, más o menos dilatado en tiempo (y espacio), con alguien así.
ResponderEliminarFormidable, magnífica, admirable narración, Arturo. Como dicen ahora, eres un crack. Nunca defraudas.
Un abrazo, amigo.
Fernando:
Eliminar¡Sí! toda la razón. Yo vi esa película con el gordo Candy, es muy buena. Pero es una de las llamadas "películas del camino", donde la acción tiene variantes, mientras se va de un lugar a otro (por caso "Easy Rider", o "Rainman"); por desgracia, la acción de esta historia más se parece a una película de submarinos...
Mis saludos, estimado amigo.
Micro, tren, avión: asientos sin espacio ni para mover las manos... lo mismo da para el sector insoportables flacos gordos y medianos, esos que hablan y hablan, se mudan o joden con el ring tone del celular cada dos nanosegundos y ni hablar los que intentan un penoso levante ppfff Se hace lo que se puede: auriculares asiento ventanilla y listo. Me ha hecho reír esta entrada. Saludos van!
ResponderEliminarSandra:
EliminarEste tema escabroso da para mucho más; tanto como para cada pasajero que viaja largas distancias. De un modo u otro, siempre queda alguna anécdota en cada viaje extenso: la madre con el bebé que llora, el que no se aguanta sentado y camina de extremo a extremo del pasillo, el que se muere del frío por el aire acondicionado, o de calor por la calefacción, los olores indeseables, el ronquido espamódico y muchas más delicias.
Ya hace como diez años que no viajo en ómnibus, pero creo que el relato tiene plena vigencia.
Un saludo (desde el asiento ubicado al otro lado del pasillo, no sea cosa que me tires gas picante en los ojos).
Menudo viajecito....
ResponderEliminarBesos
Pilar:
EliminarA veces se sufre más que en "El tren fantasma" de los parques de diversiones. O en el despegue de un avión, sonde he visto caras increíbles cuando el avión carretea; la más tierna: la de una pareja de jóvenes recién casados (se notaba a la legua) que se abrazaban...
Hasta el próximo viajecito.
Realmente insoportable... qué horror es viajar en bus con gente molesta.
ResponderEliminarRealmente, a pesar de mi infinita paciencia, esa clase de cosas me sacan de mis casillas.
Me hiciste reír con semejante historia.
Besos al alma.
Paula:
EliminarMás que fastidiar a mis lectores, la intención que hay en este trabajo es la de liberar la mente de preocupaciones y reírse (o al menos esbozar una sonrisa) mientras se imagina las situaciones.
Al menos a mí me sacó más de una carcajada, al imaginar esas situaciones, frente a la pantalla de mi máquina, lejos del viaje incómodo que proponía.
Te retribuyo los besos al alma, con otros idénticos.
Desde luego es todo un personaje ese Armando. Hay unos cuantos rodando por la vida, quizá no tengan todas esas "virtudes" juntas, pero con una o dos que posean puedes amargar a cualquiera un viaje.
ResponderEliminarGracias por este buen rato.
Besos.
Teresa:
EliminarHay veces en que, de solo ir a la Terminal de ómnibus de Buenos Aires y ver a los que esperan allí, para embarcarse, se me presenta gente más pintoresca que el insoportable Palumbo.
La persona insoportable, por desgracia, no se circunscribe a un aislado pasajero de un vehículo de larga distancia. Se aparecen cuando menos los esperas y te pueden arruinar una reunión, que pretendías selecta, o un simple corrillo en cualquier espacio.
También te envío besos.
Muchos viajes he tenido que hacer,con más alevosía cuando en el autobús dejaban fumar libremente.Había pasajeros que encendían un enorme puro que olía a rayos y por desgracia lo tenías que soportar,ya que por regla general los autobuses siempre iban llenos y era imposible cambiarte de sitio.
ResponderEliminarSaludos
José:
EliminarYo tampoco fumo, ni nunca fumé, por lo que esas humaredas gratuitas me molestaban bastante la vista.
De solo pensar que, en los seis años de Facultad, a razón de cuatro horas por jornada, me he fumado un millón de pitillos de segunda mano me da un fastidio enorme...
Y en los colectivos urbanos era la misma historias: fumaba hasta el conductor (que además, escuchaba la radio a todo volumen, sintonizada en la emisora más vulgar).
Son las delicias del progreso.
Van mis mejores saludos.
¡Hola de nuevo Arturo!
ResponderEliminarNo se si a ti te va esto de los regalo para el blog, pero cuando me conceden uno y tengo que nombrar a otros compañeros, siempre me da apuro, 1º por que me fastidia no nombrar a muchos y 2º por que no sé si al receptor le gusta este tipo de cosas. De todas las maneras que sepas que tienes uno por ser tan buen seguidor, en una de mis entradas. Te doy las gracias.
Besos y buena noche.
Teresa:
EliminarCon el solo hecho de seguir mis textos y exponer tus puntos de vista, me das una gran alegría; sobre todo por tu manera de ser, que muestra a una buena persona.
Sin dudas, esa presencia es el mejor regalo que puedo esperar recibir.
Gracias por tu constancia, casi desde mis inicios.
Un beso y dulces sueños.
Muy buen relato Arturo, hay muchas mas variantes de "los compañeros de viaje". Te cuento uno, el homosexual que te manosea mientras dormís y al despertarte sobresaltado te mira y sonríe.
ResponderEliminarUn abrazo desde este asiento (calmo por ahora).
Luis:
Eliminar¡Qué le vas a hacer! Esos viajes no son eternos... ja ja ja.
Ahora, en serio, los acompañantes de asiento son siempre una caja de sorpresas, desde los más herméticos que no pronuncian palabra en toda la travesía, hasta los que te cuentan todo, como Armando al principio del relato.
Siempre me causó gracia ver aquellos que se duermen y -sin querer- se recuestan sobre un desconocido; por lo general, esta incómoda víctima tiene sus ojos abiertos y una expresión de aflicción dibujada en su rostro: se trata de un tímido, uno que no es capaz de empujar al dormilón hacia su lugar.
Un saludo, a la distancia.
Hola Arturo
ResponderEliminarUn relato muy listo, encarnado con la realidad que yo sé que existen, He vivido tantos de esos, y con distintos tonos de colores y olores haciendo viajes de Bs. As. a Formosa, a Mendoza, a Bariloche, a La Plata, a Córdoba, a Asunción...
No te creas que en los aviones no suceden lo mismo y, en el aire sin posibilidad de escapatoria...(sólo que se dan con un poco más de elegancia).
Ahora que estoy un poco más al norte, hay otro problema y todo el verano apesta a "jaula de oso" y ni hace falta subirte al tren o al bus...
Bueno... te mando un abrazo holgado y sin incomodarte
Genessis:
EliminarHe notado, a lo largo de mi vida, que la mujer tiene un marcado desarrollo en el sentido del olfato; creo que es un don característico del sexo femenino.
De ahí que exista en el mercado una oferta interminable de fragancias de todo tipo. Del mismo modo, aquellos productos de limpieza (y hasta adornos) que posean agradables perfumes serán preferidos por ellas a otros aromas menos atractivos. Sobre la función específica del producto no se presta la misma atención. Por la misma razón, aquellos olores fuertes o desagradables son repelidos por el olfato de las damas.
No puedo explicarme la razón por la cual el hombre es más tolerante a la hora de soportar los malos olores. Mientras, que -cosa extraña- le agrada sobremanera una mujer perfumada con exquisitez.
Por tales razones, pareciera que el tema del olor propio de Armando no lo considero en el relato. Desde mi heterosexualidad, resulta obvio que ignoro por completo a los de mi mismo sexo, mientras que soy una fácil víctima de las fragancias femeninas.
Confesada mi debilidad, no tengo más nada que decir.
Salvo, un saludo cordial.
Arturo..." Una travesìa insoportable "
ResponderEliminarQue los hay los hay...molestos como Armando....pero aguantarlo un largo viaje es de terror...en aviòn tambien ha de haber otros Armando...nada màs que son menos horas en su compania jajajjaja
¡¡¡ Atrapante relato !!!
un beso
( estaba leyendo tu relato y justo me llega uno tuyo graciasssss)
Doris Dolly:
EliminarEntre las víctimas de Armando no se salvaban las damas, obvio.
Desde la dulce y quejumbrosa anciana que recibe un golpazo en su cabeza, a causa del imprevisto avance del respaldo del asiento de Palumbo, a la mujer (¿atractiva?) que tiene que soportar sus avances vulgares, para terminar en la niña pequeña que -inocente- se extrañaba de los malos olores que la atacaban (no olvidemos a la chica de la limpieza, encargada de higienizar el coche para el siguiente viaje, la mayor víctima de entre todas).
Estos personajes únicos nos hacen olvidar de las incomodidades de permanecer sentados por una eternidad, de la imposibilidad de dormir con comodidad y de llegar exhaustos a destino.
Más nos vale que sea fructífero el motivo de semejantes travesías...
Un beso.