Hay personas muy generosas,
que siempre comparten lo que tienen con los demás, ya se trate de poco o de mucho
y que —además— lo hacen siempre de la manera más desinteresada y loable
posible.
Se destacan por su
accionar desprendido, solidario y bondadoso; tal actitud la ponen de manifiesto
tanto con sus familiares y amigos, como con un desconocido.
Entre los habitantes de
las localidades del interior, estas virtudes son practicadas con naturalidad y
en el caso de Deán Funes, una típica ciudad del norte cordobés, había gran
cantidad de vecinos a los que se los podría encuadrar perfectamente dentro de
este modelo.
Guillermo Caimano se
destacaba entre todos los habitantes de la comarca, en cambio, por su egoísmo y
avaricia.
Desde muy pequeño se le
había manifestado esa tacañería contumaz que lo marcaría por el resto de su
vida.
Una prueba temprana de su
conducta la pudimos apreciar en ocasión de la fiesta de cumpleaños de Toñito,
un chico de la cuadra. Aquella tarde, habíamos sido invitados a la reunión una
gran cantidad de pequeños del lugar, incluso Guillermito; quien ya puso en
evidencia su personalidad ni bien se presentó al festejo: llevó de regalo una caja
de bombones, que presentaba el envoltorio algo maltrecho y a la que ya le
faltaban algunas piezas, víctimas notorias de su voracidad no reprimida.
Aquella fiesta siguió
su transcurso sin otro hecho relevante, hasta que llegó el momento en que nos
invitaron a dejar de jugar y de corretear por el patio de la casa, para acercarnos
a la mesa de la comida y así disfrutar de las delicias de una suculenta
merienda.
En ese instante nuestro
amiguito comenzó a acaparar las galletitas, varias porciones de budín, unos
chips untados con paté, unos diminutos cubanitos bañados en chocolate y unos
pequeños panqueques rellenos de dulce de leche que, con gran esmero, había
preparado doña Felipa, la madre del homenajeado.
Guillermito depositaba sobre
el mantel, justo frente a él, toda esa batería de exquisiteces, a las que
cubría con sus brazos para que nadie osara quitárselas.
Decía —nerviosamente—,
mientras hacía un acopio especial de aquellos diminutos panqueques delante de
su posición en la mesa:
— “Este es para mí,
este otro también es para mí y este otro, y este…”
Entre atónitos y
tentados de risa por su inesperada acción, los demás pequeños festejábamos su
ocurrencia insólita. Todos menos Panchita, la hermanita menor de Toñito, quien,
al observar que no le quedarían bocadillos para comer, se puso a llorar sin consuelo.
El llanto de la niña llamó
la atención de doña Felipa, quien, de inmediato, tomó nota de la situación y reprendió
a Guillermo; le dijo que no debía hacer eso, que la comida debía repartirse
entre todos. Con lo que logró un redoble en nuestra hilaridad.
Pasado un rato y ya
calmadas nuestras risas, con asombro, comentamos entre nosotros acerca de lo egoísta
que era Guillermo:
— “Mirá que manotear
todo para él solo…”
No recuerdo que jamás hubiera
traído una pelota de su propiedad para jugar al fútbol, mucho menos que diera
un pase de balón cuando jugábamos un partido.
Pasados los años, fue
un hecho natural para nosotros que, de ser vecinos de cuadra durante la niñez y
la adolescencia, pasáramos luego a convertirnos en compañeros de trabajo en los
talleres del ferrocarril que había en el pueblo: ambos éramos hijos de
ferroviarios y por tal condición ya teníamos adquirido el derecho de ingresar como
agentes en esa repartición.
Como no podía ser de
otra manera, muy pronto quedó al descubierto, ante los restantes compañeros de
tareas, la avaricia de Guillermo.
Al poco tiempo que
ingresáramos ya se referían a él como Caimán; dejaban de pronunciar la última
letra del apellido, casi como al descuido. Lo hacían con premeditación, con
toda la intención de hacer ver que este hombre parecía guardar caimanes dentro
de sus bolsillos, bestias feroces que, a dentelladas, le impedían meter sus
manos para sacar dinero.
Era curioso, pero la
boca de este muchacho era de un tamaño desmesurado, sobresalía su dentadura de
enormes piezas, esto hacía que el apodo fuera malinterpretado por aquellos que no
sabían de su avaricia, ni del real motivo por el que se había ganado el mote.
Guillermo tenía ese
extraño don de hacer sentir culpables a los demás, pues cada vez que debía
realizar un gasto extraordinario, su rostro se veía acongojado, con su mirada
perdida, como si estuviera frente a una tragedia irreparable; aunque -en
realidad- lo único que hiciera fuese, por ejemplo, pagar un par de docenas de
facturas de panadería, luego de que todos los demás integrantes del grupo de
comensales ya hubiesen hecho –a su debido turno— lo mismo.
Cuando llegaban esas
facturas, que encargábamos nosotros y pagaba él, se les abalanzaba encima para
asegurarse de ingerir aquellas de su predilección y que, por no extraña
coincidencia, resultaban ser siempre las más ricas del conjunto. Ese día era él
quien más facturas comía de entre los del grupo. Mientras, todos lo puteábamos
al unísono, sin lograr que se inmutara en lo más mínimo.
Si por casualidad había
algún compañero del trabajo que se casase, o tuviese un hijo, o le pasare otra situación
por el estilo, incluso trágica, el miserable desaparecía misteriosamente, hasta
que se dejaba de organizar y de recibir los aportes para una colecta solidaria.
De convidar, ni hablar.
Casi siempre se traía
la comida hecha desde su casa; solía esconderse en algún recoveco, donde la iba
a comer solo. Nunca supimos a ciencia cierta si lo hacía para no convidarnos de
su almuerzo, o porque ese alimento era una bazofia de tal magnitud que le daba
vergüenza que comprobáramos que se alimentaba miserablemente.
Se lo podía ver todo el
tiempo vestido con el uniforme que le proveía el ferrocarril. Esta costumbre no
era el resultado de un excesivo celo por el trabajo, lo hacía para no gastar su
dinero en la compra de vestimenta propia.
Pero, pese a todo este
estilo de vida amarrete, las cosas de la vida le salían bien.
Dicen por ahí que “Dios
da pan a quien no tiene con qué mascar”. Debe ser cierto, pues Guillermo tuvo
la suerte colosal de casarse con la más bonita del pueblo. Acaso sea por la
famosa “Ley del embudo”, que proclama: “la más linda va con el más boludo”.
Las señoras que saben
todo sobre el pueblo cuchichearon desde siempre acerca de que Susanita (la bella
esposa de Guillermo) se había casado con él solamente por interés, pues suponía
que el muchacho ya tenía por entonces mucho dinero, fruto de su tacañería.
Para desgracia de esa
muchacha, el casarse y acceder a una vida acomodada no fue el resultado logrado;
pues Guillermo manejaba el dinero de la casa con mano férrea y no permitía el
más mínimo derroche. Digamos que ni se hizo una fiesta de celebración de los
esponsales; todo ello con el fin único de ahorrar en gastos, considerados como superfluos.
El casamiento no cambió
en nada los hábitos de Caimano, quien —además— no permitió que su esposa
tuviera un modo de vida discordante con el suyo.
¡Pobre mujer!, pensábamos
todos en el trabajo, tener tanto dinero cerca de ella y vivir de esa manera tan
austera, por no decir mísera. Sus vestidos los había comprado en una mesa de
saldos, al igual que sus calzados, un espanto que -sin embargo- no llegaban a
desmerecer del todo su belleza sin igual. Sus cabellos cortos, a lo varón, para
ahorrar en peluquería y productos cosméticos, le favorecía en gran medida.
Caimano acostumbraba a esconder
su patrimonio en inversiones diversas, que nadie podía saber cuáles eran.
Seguramente que, con esa actitud, evadía impuestos de una manera salvaje; pues
cuando debía hacer su declaración jurada nunca tributaba ni siquiera un monto
mínimo. Y todos sabíamos que atesoraba una fortuna.
Imaginamos que la enorme
tensión que le ocasionaba mantener protegidos y ocultos sus bienes, con el fin
de que no se mermen o los detecte el fisco, era algo que lo tendría preocupado;
puesto que un mal día (para él) se infartó del corazón.
Tras larga espera en su
domicilio, lo llevaron en una ambulancia rotosa al Hospital Provincial, donde -se
refiere- clamó por atención desde una camilla, dejada en un rincón de la
guardia. Como no había médicos libres suficientes para atenderlo, estuvo en
esta situación por lo menos media hora, hasta que un médico practicante de
primer año le brindó los primeros auxilios: acciones que le permitieron salvar la
vida.
Como resultado de todos
estos avatares, Caimano presentó una demanda judicial contra el hospital, donde
exponía perjuicios sufridos por mala praxis médica, abandono de persona, daño
moral y una serie interminable de imputaciones.
Para dar curso al
pleito, contrató los servicios de un abogado de Córdoba Capital, conocido tanto
por los métodos inescrupulosos que empleaba, como por su infalibilidad. En fin,
un personaje hecho a la medida de las ambiciones de Guillermo Caimano, tanto
que, por el coincidente parecido físico entre ambos, los muchachos del
ferrocarril lo llamábamos “El Clon del Guille”.
Tras largos años de
trámites y diligencias, la sentencia del juicio resultó favorable a las
pretensiones del demandante. Como resultado, debía cobrar una cantidad inmensa
de dinero (se rumoreaba que de varios millones de pesos), algo que Guillermo había
soñado todos los días durante aquellos años y que al tornarse real lo llenó de fruición.
Tal ensoñación le duró
poco: precisamente hasta el momento en que su avieso abogado le cobró los
honorarios del caso. Ese mismo día Guillermo se infartó otra vez.
Pero, pareciera que esta
vez el médico practicante que había en la guardia del hospital no escuchó sus
súplicas y en lugar de correr para brindarle atención se fue a tomar unos mates
y a departir amigablemente con unas enfermeras.
Esto resultó fatal para
el infartado.
Las mismas señoras que
saben todo sobre el pueblo, sugieren que este joven médico sabía que su
predecesor, tras años de un ejercicio intachable de la profesión, había perdido
su matrícula profesional por culpa del juicio que le había entablado Guillermo Caimano.
Fue entonces cuando la flamante
viuda se buscó un jovenzuelo, de alrededor de unos veinticinco años de edad, con
muy buena presencia y mejor predisposición para los arrumacos.
Ambos están ahora de
paseo por Tahití, o quizás sea por Italia, o también (quién sabe) pudiera ser que
se hallen en un crucero de lujo por el Caribe.
Me lo comentó Doña
Tota, una de esas señoras bien informadas.
Arturo...un niño gordo hace eso de acaparar toda la comida por temor a pasar hambre.
ResponderEliminarCuando grande, sus padres lo han educado de esa manera, porque ellos quizàs hayan pasado por una guerra y les ha quedado en la mente el miedo a que se produzca otra guerra, por eso esa manera de guardar y no gastar.
Al comportarse asì le ha ido afectando el corazòn.
¡¡¡ interesante relato !!!
un beso
Doris Dolly:
EliminarInteresante punto de vista. Nada se dice de aquellos que provienen de familias hambrientas.
Conozco casos de gente extranjera o descendiente de ellos que se comportan así. Es probable que hubiesen pasado necesidades extremas.
En la Argentina, en cambio, la última guerra que se libró fue la de la Triple Alianza, que finaliza en 1870, de modo que no creo que el hambre se hubiera enseñoreado con la cultura nacional, al menos entre quienes forman parte de esta historia.
Un beso.
Conozco personas así que en su avaricia piensan que van a ser inmortales. Curiosamente la vida les va mejor que a los que son "normales", pero, al final, la de la guadaña siempre pasa lista...
ResponderEliminarGracias por tu visita y tus palabras
Saludos
TriniReina:
EliminarEste hombre, además de avaro era poco listo.
Porque al estar obnubilado en preservar sus pertenencias, se perdía la belleza de la vida. Le dolía gastar su capital, por lo que vivía miserablemente.
Vivir cien años esclavo de tu dinero y posesiones, con temor a perder ambos, amargado cada vez que no puede multiplicarlo, yo no lo llamaría tener una vida.
Fue un gusto visitar tu blog. Me tendrás seguido por allí.
Un cordial saludo.
Es genial, me ha encantado.
ResponderEliminarSi es que al final estos personajes tienen siempre el mismo final.
La vida pone las cosas en su lugar.
Pensemos que él también disfrutó en vida siendo avaro y ahorrando para que su hermosa mujer lo disfrutara más tarde:)
Besitos
Dolega:
EliminarEn mi mente está la idea de que todo compulsivo no disfruta. Y digo esto, por cuanto al obtener una meta que se fijó, ya siente necesidad de más y de modo imperativo.
Es un continuo huir hacia adelante en la búsqueda de saciar algo que no podrá lograr.
Como cuenta la historia, al final serán otros los que, ya liberados de la vigilancia y control del finado, darán cuenta de lo acaparado para darse el gusto.
Salvando las distancias en la composición del relato, esta historia tiene bastante en común con "El viejo Hucha", una obra de Camilo Darthés y Carlos Damel, sobre la que luego se hizo la película homónima en 1942.
Besos.
Bueno, yo conozco algunos así y la verdad es que me producen alergia. Y es muy triste además esa forma de vida, porque se pasan toda la vida almacenando como hormigas sin disfrutar ni ellos ni los que le rodean, y al final los únicos que disfrutan son los herederos.
ResponderEliminarMuy bueno, Arturo, veo que escribes desde Córdoba, tengo un amigo por allí.
Ángela:
EliminarLo peor de esa gente es tener que soportarla. Supongo que te habrá pasado ir a tomar una café con masas y al momento de pagar la cuenta notar que alguien del grupo (siempre la misma persona) solo posee un billete de alta denominación, o se olvidó de traer efectivo y la tarjeta, o le pide a quien está sentado a su lado: "paga tú que luego te lo alcanzo", etcétera.
Uno tiene ganas de tirarle con algo encima...
Respecto a Córdoba, vivimos entre julio de 1982 y octubre de 1985 en Deán Funes, una ciudad pequeña ubicada a 130 kilómetros al norte de la capital provincial. Con las anécdotas de esa estadía podría escribir un libro...
Luego, solo retornamos de vacaciones, ya sea en verano, o en invierno, a las sierras cordobesas (una hermosura).
Besos.
Que buen relato Arturo, pensar que hay muchos así, que no viven y al final otro disfruta lo que tanto defendió.
ResponderEliminarUn abrazo.
Luis:
EliminarSi hay algo que tengo claro es que mi padre no era tacaño. El pobre vivió deslomado para parar la olla él solo, hasta que comenzamos a ganar unos pesitos con changas junto a mi hermano. Hasta entonces, nunca sobró el dinero.
A partir del momento en que los hijos nos independizamos económicamente, dispuso de dinero para darse -junto a mi madre- unos gustos modestos: vacionar, comer afuera, arreglar la casa, comprarse un equipo de audio...
Él no concebía a la gente que se privaba teniendo dinero de más. y tenía razón.
Un gran abrazo.
Arturo tu protagonista podría serlo tambien de mi entrada, que pena me da esa gente tacaña y miserable,son tan pobres que solo tienen dinero, ¿ves? al final se convirtió en el más rico del cementerio.Por lo menos su mujer tuvo tiempo de gozarlo. Tener tanto y no disfrutarlo... ¡es que no se puede ser más boludo!, como tú dices ( me hizo mucha gracia la ley del embudo).
ResponderEliminarGracias por tu visita y recibe también un caluroso abrazo desde este verano sofocante que estamos padeciendo.
Gloria:
EliminarLo describes a la perfección. Es un mal muy dañino, pues no solo lo ataca al enfermo de avaricia, sino que hace víctimas a las personas de su entorno.
Se sabe de casos de gente que al morir dejó fortunas escondidas, que nadie logró hallar. Los ejemplos son numerosos de dinero escondido y arruinado o monedas carcomidas por la inflación, etcétera.
La ley del embudo es un dicho muy común por aquí. Se la suele invocar cuando una muchacha muy bella se enamora de otro, al que automáticamente todos desmerecen, por pura envidia.
Te retribuyo el saludo, a través de un abrazo virtual, desde esta tarde lluviosa de mi ciudad.
Hola Arturo
ResponderEliminarCaimano, qué historia has hecho de su vida, el pobre...
Tu ingeniosa forma de contar hace cautivante las desgracias y el destino que le tocó al Guille...
Un saludo y un abrazo
Genessis:
EliminarEl apelativo de Caimán, por los cocodrilos en los bolsillos es plagiado. Lo saqué de un personaje de mi colegio secundario. Aunque el tal profesor era amarrete solo al calificar los exámenes, bien pronto ese vicio se le adosó a su conducta personal. Quizás lo suba algún día, si es que puedo hcer más interesante el argumento.
Nadie resulta más odioso que aquel que cuenta anécdotas nimias de sus vacacioes o de su juventud, que solo le causan gracia a él mismo...
Te mando mis propios abrazos.
Por supuesto que caimanes hay muchísimos, y raro es que no conozcamos alguno cercano. Mi conocido, además le pasó como al tuyo, estuvo a punto de irse al otro barrio, y no por eso cambio de actitud. Es tal la avaricia y el egoísmo que poseen que les obnubilan la mente y no ven más allá de sus narices.
ResponderEliminarMuy triste pasar por esta vida sin conocer la generosidad, no ya la que puedan dar, que engrandece el alma, sino mirándolo "egoístamente" la que dejan de recibir por no encontrar significado a la palabra amor y amistad.
Un beso grande.
Teresa:
Eliminar(Te lo comento entre paréntesis, casi como un susurro, para que nadie se entere: Yo tengo por costumbre azuzar a esa gente con noticias terribles, ya sea sobre catástrofes en los bienes o en las inversiones que poseen; lo hago a solo efecto de verles la cara de susto y preocupación.
Una vez, hace muchos años, un compañero de la oficina, miserable a decir basta y ya mayor él, se casó. Le espeté: "ahora, la mitad de tu capital es de tu esposa y si ella se separa mañana mismo, se lo podría llevar consigo". Los demás compañeros, allí presentes, comenzaron con eso de que ahora se veía el real interés de esa mujer, que él había caído en la trampa y meta darle consejos infundados. Al otro día -tras asesorarse-, sonriente me contestó que yo no tenía razón. Todos nos matamos de risa al comprobar la preocupación que le causé...).
Por el contrario, Fernando Silva, un compañero de oficina actual, se aparece cada tanto con un gran paquete de la confitería, para compartir con todos. Yo lo veo y por mi diabetes, sufro horrores por no probar bocado.
Ya lo ves, Teresa, hay ejemplos para todo.
Un beso.
Por estos lares existe un refrán que dice (El dinero del mezquino anda dos veces el camino)
ResponderEliminarSi existen muchas personas como la prensa nos ha demostrado de personas viviendo en plena calle y cuentas millonarias.
Saludos
José
EliminarAl respecto, hace un buen tiempo, leí una crónica del siglo XIX, en la que hablaba una señora pobre, que rondaba por Wall Street y vendía flores (creo), y que conocía al dedillo cómo variaban las acciones, por lo que al final poseyó una fortuna. No obstante, seguía tan modesta como siempre.
Por otro lado, la película argentina "Dios se lo pague", de 1947, narra la historia de un mendigo que se hace millonario con el dinero recibido (sin dudas, una exageración total).
En un trabajo que yo tuve, me contaron que el dueño les legó la empresa a los hijos, quienes la convirtieron en una empresa líder; sin embargo, el viejo seguía trabajando en el taller, puliendo vidrios como en sus inicios. Los muchachos que estaban a la par de él, decían que le pedían plata adelantada y este hombre se sacaba la gorra, tomaba los billetes, le anotaba el adelanto en un papelillo y seguía con su tarea. Sin dudas que era feliz mientras trabajaba con sus manos.
Saludos.
ARTURO CUANDO LEO TUS RELATOS LO SIENTO TAN REALES , QUE ME PONGO " RE LOCA"PRIMERO CON EL CAMIONERO INFIEL Y AHORA CON GUILLERMO CAIMANO QUE COMO DICE EL DICHO POPULAR "ERA TAN POBRE , QUE LO ÙNICO QUE TENÌA ERA DINERO·MENOS MAL QUE LA HISTORIA TERMINÒ COMO YO DESEABA ...
ResponderEliminarBESOS!
Meryross:
EliminarEs un gran halago saber que te agradan mis historias,.
Más allá de alguna exageración, en cuanto a la magnitud de las manías (aunque más de una vez no estoy tan seguro de ello), todos son personajes que se pueden cruzar delante nuestro en cualquier ocasión, solo que no le prestamos la debida atención. Si por casualidad, te abstraes de los afectos, verás actitudes compulsivas en quienes te rodean, si avanzas un poco más lo descubrirás -con horror- en vos mismo.
De ahí que, tanto la bondad como la maldad, son tipos de conductas similares, solo que opuestas. Tus deseos hacia el "pobre" Guillermo Caimano (que compartimos, puesto que lo liquidé sin más remordimiento) dan sustento a esta idea.
Entre nuestros trabajos hay ciertos textos que nos gustan más que otros; curiosamente, vemos que no tienen la debida aceptación que -a nuestro parecer- les cabría; sería para mí el caso de "Alma buena" (editada 02-abril), una historia que justifica ser leída varias veces, para degustar los detalles sutiles que encierra.
Besos.
Ola Arturo,Que show de texto.Uma longa historia entrosada com uma triste realidade.Um grande abraço e um bom fim de semana.
ResponderEliminarSuzane:
EliminarAssim, a história, há pessoas que só se preocupam com a garra do dinheiro. Acreditam que têm o direito de passar sobre os outros, sem respeito.
Cada dia vamos encontrá-los, desde que éramos crianças pequenas, até hoje.
Eu lhe enviar calorosas saudações a você, intérprete das canções mais belas.
Um grande abraço.
ME ha encantado este relato, Arturo. Tienes el don de hacerlos muy creíbles, casi como una crónica de una noticia cotidiana.
ResponderEliminarQué pena de Caimano, ¿no?. Ay, tonto, tonto, mira que no disfrutar de lo que tienes y que luego venga otro y zas!, se lo lleve todo, incluida tu mujercita guapa. Ay, tonto tacaño!
Relatos muy bien escritos y muy muy amenos.
Un abrazo de Mos desde la orilla de las palabras.
Mos:
EliminarGracias por tu comentario. Aprovecho para felicitarte en este blog por el exitoso concurso que has organizado.
Respecto al amarrete de la historia, de algo puedes estar seguro: yo no habría actuado como este personaje.
De estar en su lugar, jamás habría tenido tanto dinero, pero sí mucho para contar sobre lo aprendido mientras gastaba mi caudal.
Yo también te envío mi abrazo amigo.
Me has arrancado unas risas porque el final me ha recordado a una tía abuela mía.
ResponderEliminarTenía la mujer un marido que, de lunes a viernes, era muy trabajador y los fines de semana se iba con los amigotes de vinos hasta que lo traían a casa borracho.
Con esa actitud, se dilapidaba el hombre el sueldo, claro.
Y mi tía abuela, en el funeral, le dijo: "Pepe, por ser la primera vez que te mueres bien muerto estás". Aquello fue un escándalo mayúsculo, siempre alguien se encargaba de recordarle tan tamaña afrenta al muerto pero ella, muy digna, respondía: "dije lo que mi corazón sentía".
Besos
María:
EliminarMuchas gracias por tu comentario, es bien apreciado.
Respecto a tu anécdota, diré que: la flamante viuda se descargó del suplicio de soportar la actitud del finado por tantos años; o bien, esa actitud del marido, por tantos años, era para escapar al suplicio de soportar a su señora. ¿Quién lo sabe?
Se podría inferir que aquella dama era sincera siempre.
La viuda del amarrete del cuento también resultó auténtica: hizo lo que le salió del corazón.
Besos.
Uy sí, Arturo, los amarretes son insufribles. No conocen la palabra placer. No entiendo esa mentalidad, realmente. Será que mis viejos y mi nona, inmigrantes de posguerra que vivieron muchas privaciones de chicos, de adultos viajaban mucho, se daban los gustos sin culpa y así me lo transmitieron. La frase de cabecera familiar: no te vas a llevar los billetes al cajón así que disfrutá mientras puedas.
ResponderEliminarSaludos van!
Sandra:
EliminarMuy sabio consejo el que te han dado.
Por supuesto que algo se debe guardar siempre, para afrontar cualquier eventualidad. Pero, salvo tal previsión, no tiene sentido privarse de salir unos días de descanso, a tal o cual lugar, o ir de paseo en la misma ciudad: cine, teatro, exposiciones, etcétera; además, darte el gusto por algo que te agrade: una mascota, una prenda, un libro, una delicia gastronómica, un adorno...
El límite a esta conducta es no caer en el derroche irresponsable.
Si uno trabaja todo el año, lo menos que le corresponde es cambiar de aires y de rutina durante las vacaciones.
Y si el presupuesto no ayuda, siempre habrá actividades gratuitas o económicas donde distraerse. ¿No te parece?
¡Ah!, y EL CHOCOLATE; cuando iba al Hospital Italiano, me caminaba una cuadra, hasta la fábrica, a comprar una bolsa llena de chocolate, con y sin azúcar, en sus más variadas formas y preparaciones, incluso bombones (la balanza, agradecida...)
El saludo de un goloso.
Tu estilo alegre y desenfadado me dibujan una sonrisa para irme a dormir.
ResponderEliminarGracias por tus palabras en mi blog.
Un abrazo y buenas noches.
Marina:
EliminarMe agrada leer lo que has escrito. Pienso que para soportar a este tipo de gente, lo mejor es adosarles un poco de humor.
También te deseo una buenas noches y que sueñes con los ángeles, ya que veo están -aunque no lo creas- muy cerca tuyo.
Un abrazo.