Es consciente de su propia
ignorancia; y también de los perjuicios que tal carencia le ha generado a lo
largo de su vida.
Al provenir de una familia
de campo, las costumbres de la ciudad le resultaron siempre extrañas y
novedosas. Es por ello que debió desentrañar, a fuerza de desengaños, los
códigos de conducta que rigen las relaciones humanas en el ámbito ciudadano; un
mundo conformado por una serie de comportamientos diversos, poco comprensibles para
su cultura campesina.
Además, su origen colla constituye
un escollo adicional para el desarrollo de su vida de relación.
Morocho, robusto y bajo,
gusta de ir siempre vestido de saco y corbata. En opinión de todos, el diseño
de esas ropas y el colorido de las mismas nunca suele combinar.
Él, en cambio, estima que
está ataviado con elegancia, y hace gala de ello, pues tales mezcolanzas le resultan
en extremo agradables. Adoptó la costumbre de simular que se abrocha el botón
delantero central del saco, un ademán inútil, ya que invariablemente la prenda
le queda estrecha y por lo tanto incómoda. Es así que jamás se lo ha visto con
un saco prendido como corresponde.
Se presenta a trabajar con
sus cabellos bien arreglados, para lo que emplea ingentes cantidades de
fijador, de modo de poder dominar —acaso en parte— la rebeldía de su duro pelambre.
Huele a colonia barata.
Trabaja en una repartición
de la Municipalidad
de San Pedro de Jujuy, para más datos: dentro del área de Tránsito. En ese
departamento es común que acudan a él —en busca de asesoramiento sobre tal o
cual reglamentación vigente— alguna de las muchachas encargadas de realizar el
control del tráfico en la ciudad, cuya misión fundamental consiste en realizar
las consabidas actas por contravenciones, que casi siempre son a causa del mal
estacionamiento de los vehículos.
En ese ambiente laboral se
lo considera bastante ducho e instruido, lo que genera no pocas envidias entre
el personal restante.
Su versatilidad para
responder a cualquier tipo de inquietud ajena es el fruto de una ardua tarea de
capacitación. Horas de lectura han logrado ilustrar al antes rudo campesino,
hasta convertirlo en un personaje conocedor de infinidad de temas.
Cuando alguien le efectúa algún
tipo de requerimiento que este hombre consideraba como trivial, suele observar con
suficiencia a quien lo consulta y esboza una sonrisa socarrona en su rostro.
En otros casos, tal mueca
se transforma en una sonrisa de compasión si quien le comentase sus
descubrimientos se tratara de un niño. En cambio, si quien le inquiere algo es una
mujer, de preferencia joven, observa con detenimiento sus encantos físicos, mientras
las palabras que ella emite sólo suenan en sus oídos como un agradable murmullo
de fondo.
Si bien presta su cara a
cuanto personaje se le arrima a contarle sus cuitas, bien pocas veces suele dar
un consejo personal; casi siempre evade comprometerse en brindar una respuesta
contundente, pues considera que podría herir la susceptibilidad de su
interlocutor al poner en evidencia sus fallas.
Ignacio Bilca Gutiérrez nunca
se muestra interesado en las preguntas, ni da la impresión de dar una respuesta
satisfactoria: casi siempre parece ido de este mundo.
Responde a su interlocutor
sin un gran entusiasmo. Curiosamente, sus contestaciones, por más escuetas y
generales que parezcan, resultan ser siempre acertadas y convenientes.
A diferencia de casi todos
sus compañeros de labor, su orgullo le impidió siempre ser un obsecuente con el
palurdo jefe de aquella repartición, Helmut Gräss, un descendiente de alemanes
que ocupa ese cargo más en razón a sus relaciones familiares y de amistad con
personas importantes, que por sus propios conocimientos y aptitud. Este hombre,
en contraposición con su subordinado, es tan rubio y blanco como insulso y
pazguato. Como resultado, el colla Bilca Gutiérrez siempre resulta injustamente
postergado a la hora de las promociones y los premios.
Ignacio, entre sus
habilidades puede exhibir la de ser un conocedor reputado de las plantas silvestres de la zona. Ha logrado que en esa oficina multitudinaria todos se llenen de
curiosidad por saber con qué cuernos prepara ese té de yuyos misterioso; el
mismo con el que matiza la apatía de las tareas de la oficina cada media
mañana
Él nunca ha mencionado (ni
siquiera al pasar) cuál es la composición de tal mezcla de hierbas. Y ese
mejunje exuda un aroma tan dulzón y fuerte a la vez, que lo torna agradable al
olfato; incluso para quienes poseen sus sentidos adormecidos, por causa de la
sistemática costumbre de mascar hojas de coca.
A todos les consta el
poder diurético y laxante de tal infusión; pues Ignacio suele desaparecer de
esa diminuta oficina, de manera sistemática, a los tres minutos de haber bebido
su jarrito enlozado.
Lee siempre libros forrados
con papel madera, por lo que no es posible saber sobre qué tratan los mismos.
Alguna vez, ante un descuido de este hombre, durante su huida matinal al baño, una
compañera de oficina, Ramona Reyes Cajal, tomó entre sus manos uno de estos
libros y pudo comprobar con asombro que se trataba de un volumen con textos
incomprensibles, de algo que no supo precisar en lo más mínimo, por lo que
comenzó a reírse de los mismos por no saber qué otra cosa hacer. Lógico: si en
su vida esta mujer sólo había leído fotonovelas o revistas de chismes; los
libros sobre sociología, filosofía o psicología resultaban un enigma indescifrable
para ella.
A menudo se lo puede ver a
Ignacio caminar por las calles con un destino incierto y su mirada clavada en
el piso: va ensimismado en sus propios pensamientos. Los mismos que, a la
sazón, resultan siempre inescrutables para todos.
Por la sucesión de gestos
y muecas que pueblan su rostro mientras se desplaza, cualquiera puede suponer
que se desarrolla dentro de su cabeza un diálogo entre la razón y la curiosidad
intrínseca de su mente inquisidora. Es fácil adivinar que su mente está en un
discurrir por intrincados laberintos insolubles; va inmerso en su dialéctica interna,
sin un principio, ni un fin.
Porta en uno de los
bolsillos externos de su saco un diminuto cuaderno, sobre el que vuelca cada
tanto alguna que otra conclusión o idea que le surge en la mente. Ya desde
joven se puso de manifiesto en él esa inútil costumbre de soñar que será él
quien devele, en un rapto de originalidad, misterios singulares nunca antes
resueltos por mortal alguno. Esa misma actitud de escribir sus pensamientos las
lleva a cabo en el bar de frente a la plaza principal de San Pedro. Allí,
ubicado en una mesa junto a la ventana que da a la calle, se afana en llenar
página tras página con letra incomprensible esas verdades reveladas, mientras
un pocillo de café —a medio tomar— languidece a su lado.
Por lo general, Ignacio no
participa de los corrillos que se arman en ese local, pues ni el fútbol o
cualquier otro deporte generan en él ningún interés, mucho menos le interesan
los chismes de pueblo o las transacciones comerciales que ahí tienen lugar.
Únicamente suele opinar
sobre política. Pero, ante los razonamientos simples de los parroquianos, él siempre
intenta desplegar un discurso de erudito, pletórico de referencias a diversos
autores y a corrientes del pensamiento. Nadie le entiende nada.
Solterón, por decisión o
—quizás— por resignación, Ignacio tiene por costumbre ir de paseo casi todos los
fines de semana a la ciudad de Salta, con el propósito de visitar a unos
parientes que —suele argumentar— viven allí y que lo esperan con los brazos
abiertos.
Alguno que otro compañero
de la repartición suele hacer circular el rumor de que no son los brazos
abiertos, sino otras extremidades diferentes las que lo esperan en la ciudad de
Salta, más específicamente las de algunas jóvenes que trabajan en la avenida San
Martín.
Si esta ausencia ocurre a
mediados de semana, a su regreso, Bilca Gutiérrez refiere los problemas graves de
salud de su tía viejita, que ya no puede ni caminar y se encuentra postrada en
cama; una situación que lo ha obligado a realizar el viaje impensado. Lo
extraño del caso es que siempre vuelve revitalizado. Y hasta se olvida de
mencionar los progresos en el estado de salud de aquella tía anciana, que —a no
dudar— deben ser notorios.
El único amor que se le
reconoce a Ignacio fue con una señorita oriunda de Salta, de nombre Clarita.
Ella lo obnubiló de inmediato, más que por su notable belleza, por la
particularidad de ser una mujer ilustrada. No era como las restantes compañeras
de oficina de Bilca Gutiérrez, o aquellas chinitas que suelen acudir a los
bailes de sábado, que se organizan en los clubes de San Pedro o de Ledesma,
donde él acude en busca de ternuras.
Lamentablemente, a más de
ser ilustrada, la dama en cuestión resultó ser bastante inteligente, tanto como
para relacionarse con el turquito Simón Elías, a la sazón un joven heredero terrateniente,
que se caracterizaba por ser bastante papanatas, el infeliz. También se lo veía
muy entusiasmado con esta situación al padre del muchacho, el viejo y viudo
Mustafá, bien conocido por todos a causa de su avaricia y proverbial debilidad
por las mujeres.
Poca chance tuvo entonces Ignacio
para conquistarla. Lo de él con Clarita fueron apenas reuniones sociales de coloquial
intercambio de información y de pareceres sobre diversas corrientes del
pensamiento. Matizadas con algunos obsequios de libros (se dice que entre las
páginas de uno de ellos descansa un pimpollo de rosa disecado), con los que el esperanzado
galán pretendía hacer notar su cultura y compromiso.
Ignacio se enteró del
compromiso nupcial de esta chica con el ricachón justo por la mañana de aquel mismo
día en que tuvo que irse, de apuro y por una semana, para cuidar otra vez a su
tía anciana, aquella que vivía en la ciudad de Salta.
Parece que los cuidados
que tuvo que prodigar a la viejita en aquella ocasión lo tuvieron a mal
traer, pues Bilca Gutiérrez volvió hecho un espectro: ojeroso y flaco. Y sin
que le quedara un peso en el bolsillo, por causa del elevado costo de los
medicamentos que había tenido que adquirir, arguyó el desgraciado.
Desde que se tienen
noticias sobre él, alquila una de las piezas de la casa de la familia Toranzo, ubicada
sobre la calle Gobernador Tello, casi esquina Bartolomé Mitre. Ocupa una habitación
diminuta que está edificada en el fondo del lote. Un espacio que, pese a lo reducido de
sus dimensiones, alcanza para que Ignacio la llene con sus libros: los tiene acomodados
por todos los rincones del cuarto.
Sobre una de las paredes
de la estancia y colgada de un clavo enorme pende una guitarra criolla (un
instrumento que nadie le vio pulsar jamás), mientras que sobre una pequeña mesa, adyacente a la puerta de entrada a la pieza, hay un anafe a gas
de garrafa, sobre el que descansa, perenne, la pava. Seguido a esta mesa se encuentra
otra, más pequeña, situada bajo una pequeña ventana de balancín, la que
utiliza tanto para comer como para leer, o para planchar sus ropas. Está
acompañada por una silla de madera con su asiento de paja, gastado por el
tiempo y el uso.
Completa el ambiente la
cama de una plaza (de supuesto estilo Provenzal) con su correspondiente mesita
de noche y el velador barato, provisto de una pantalla ennegrecida y vieja,
resultado de extensas sesiones nocturnas de lectura. Bajo la cama se esconde la
bacinilla, ya que el cuarto de baño queda bastante alejado de la pieza. Aquí,
en este ambiente de escasez, demuele sus horas Bilca Gutiérrez.
Asiduo asistente a cuanto
asado, o agasajo, organicen los empleados municipales, se destaca entre todos por
su poca resistencia al alcohol. Ni bien toma un par de copas del ordinario vino
de damajuana, con el que se acompañaban tales ágapes, ya comienza a ponerse
denso.
Filosofa sobre los
pensamientos de los griegos, de los romanos, de Spinoza, de Hegel y de
Pancracio Costas, un ignoto filósofo de cabotaje que residía en el pueblo de
donde proviene Ignacio. Sin dudas a ese hombre debía él su temprano interés por
la filosofía y otras ciencias elevadas del pensamiento; mas no podría
atribuirse a Pancracio mérito alguno que no fuese el de despertar una vocación;
es más, Bilca Gutiérrez, en esos momentos de fugaz alegría, causados por la
ingestión del alcohol, suele mezclar algunas supersticiones indígenas, que le
hubiera referido Pancracio alguna vez, con pensamientos clásicos de Kant, o
Marx. En estos casos, los demás contertulios lo observan absortos, con la boca
abierta, sin entender nada de lo que Ignacio arguye.
Irremediablemente, Bilca
Gutiérrez termina aquellas tertulias dormido, tirado sobre una silla plegable,
en algún rincón del quincho donde se organiza la reunión.
Lo despierta un chorro intempestivo
de soda en el rostro, que algún gracioso de turno, también pasado de vino, le
prodiga.
A los tumbos se dirige entonces
hacia su vivienda, donde lo esperaban los libros… y su soledad.
Hola Arturo
ResponderEliminarIngeniosa e atrapante la historia de Ignacio.
En los anales de los pequeños pueblos del interior, muchas veces se encuentran personajes con características muy peculiares que saben distinguirse por algo especial y quedan guardados en los recuerdos de la posteridad como algo folclórico o un paradigma.
Ignacio quizá fue feliz con ese perfil bajo que se construyó y en el fondo no le importaba cómo le veían los demás, o quizás era feliz bajo esa apariencia sabiendo que él sabía lo que los demás no sabían....
vaya a saber!!
Un saludo cordial y un abrazo virtual
Genessis:
EliminarCada pueblo tiene su propia galería de personajes, eso es cierto, aunque el caso de Ignacio es ficticio por completo. Yo viví en esa ciudad y allí no vi -ni por casualidad- a nadie como él.
Eso no quita que en otros lugares pudiera presentarse el caso.
Sin dudas que era una persona más instruida que el resto, pero su desubicación lo hacía raro; tanto como si apareciese de golpe por allí un físico cuántico.
El cuento hace referencia a la fealdad supuesta del personaje y a su mejor calificación para el desempeño de un trabajo; sin embargo, un rubio de origen germano ocupa un puesto inmerecido y que bien le cabría se le asignara a Ignacio. La novia, por su parte, lo deja por un heredero rico y de pocas luces. No le dejan muchas opciones al pobre colla.
Por todo ello, es ante todo, un cuento contra la discriminación.
Te envío mis mejores deseos para este fin de semana
Al fin y al cabo tu Ignacio es como mi Genaro, solo que más inteligente, pero con un denominador común: esa soledad protagonista de las horas muertas.
ResponderEliminarUn placer pasar por tu espacio.
Besos y feliz fin de semana.
Teresa:
EliminarPudiste ver que hay una cierta similitud entre los perdedores. Aunque este colla está destinado a sobrevivir con pena. Tu anodino Genaro resulta ser una persona que, sorprendida, ve como le pasa algo extraordinario (una variante que a mí no se me ocurrió).
Hoy por hoy, poco se escribe sobre personas ideales e irreales. Al menos yo no creo en su existencia.
Pude notar que los cuentos son más atractivos para la gente que los artículos de opinión; por tal razón, intento incluir en mis historias algo que haga reflexionar al lector acerca de los personajes y los condicionantes de su mundo.
A decir verdad, no sé si lo alcanzo a transmitir.
También te envío mis besos y el deseo de un lindo fin de semana, que en tu caso será estival.
Muy bueno, Arturo. Me ha gustado tu casa. Me quedo. Te sigo. y veré si me encuentro con Ignacio para poder decirle muchas cosas. . .gracias por tu comentario patriótico en El Microrrelatista.
ResponderEliminarZunilda:
EliminarTené por bien cierto que eres bienvenida a este blog. No dejes de avisar cuando decidas poner tu propio blog, que iré por allí con mucho gusto.
Si te encontraras con Ignacio, es seguro que se enamorará de ti; así que, ten cuidado, pues es un solitario a la fuerza.
Respecto al comentario, vale aclarar que ciertos personajes históricos me fascinan; entre ellos, Belgrano.
Te envío un cordial saludo.
ARTURO que bello relato,lo disfrutè intensamente,recorrer LAS QUEBRADAS DE HUMAHUACA y estar en contacto con su gente es increiblemente fascinante.
ResponderEliminarsi me permitìs te regalo este hermoso poema
NO TE RIAS DE UN COLLA
No te rías de un colla que bajó del cerro,
que dejó sus cabras, sus ovejas tiernas, sus habales yertos;
no te rías de un colla, si lo ves callado,
si lo ves zopenco, si lo ves dormido.
No te rías de un colla, si al cruzar la calle
lo ves correteando igual que una llama, igual que un guanaco,
asustao el runa como asno bien chúcaro,
poncho con sombrero, debajo del brazo.
No sobres al colla, si un día de sol
lo ves abrigado con ropa de lana, transpirando entero;
ten presente, amigo, que él vino del cerro, donde hay mucho frío,
donde el viento helado rajeteó sus manos y partió su callo.
No te rías de un colla, si lo ves comiendo
su mote cocido, su carne de avío,
allá, en una plaza, sobre una vereda, o cerca del río;
menos si lo ves coquiando por su Pachamama.
Él bajó del cerro a vender sus cueros,
a vender su lana, a comprar azúcar, a llevar su harina;
y es tan precavido, que trajo su plata,
y hasta su comida, y no te pide nada.
No te rías de un colla que está en la frontera
pa'l lao de La Quiaca o allá en las alturas del Abra del Zenta;
ten presente, amigo, que él será el primero en parar las patas
cuando alguien se atreva a violar la Patria.
No te burles de un colla, que si vas pa'l cerro,
te abrirá las puertas de su triste casa,
tomarás su chicha, te dará su poncho, y junto a sus guaguas,
comerás un tulpo y a cambio de nada.
No te rías de un colla que busca el silencio,
que en medio de lajas cultiva sus habas
y allá, en las alturas, en donde no hay nada,
¡así sobrevive con su Pachamama!
un abrazo !
Meryross:
EliminarConozco esos parajes, esa gente. Pero no en razón a haber pasado unos pocos días de ojos plenos de visiones maravillosas.
Viví allí, desde el primero de noviembre de 1988 hasta fines de mayo de 1990, en San Pedro.
Esa posibilidad me hizo conocer la zona en su amplitud; desde los terrenos áridos de la Quebrada, hasta el Valle del Río San Francisco. Sé de quituchos y locros, bebí chicha de algarroba y comí cuaresmillo. Visité ingenios y acerías. Y disfruté de frutillas recién cosechadas...
Conozco del respeto del colla y de su constante trajinar, visité y compré en sus mercados (escuché su "¿qué necesita doñita?, a mi esposa). Conozco su amor por los carnavales.
Los he visto trabajar, con un calor insoportable, palo y pico en mano, sobre pedregales, con la sola ayuda de la coca bajo su mejilla. Miré -con asombro- a sus niños bañándose en las acequias, por donde corría la dulzona y hedionda agua descartada por el ingenio, empleada para el riego del cañaveral. También pude observar a sus bebés, alojados dentro de unas cajas de cartón de embalaje, mientras su madre comerciaba en aquellas ferias vitales e infinitas.
Por eso y muchas cosas más, es que te agradezco con todo mi corazón tu delicadeza, demostrada a través del poema que me regalas.
Un beso.
ARTURO ? CON HUMOR ,RESPETO Y CARIÑO TE PREGUNTO,
EliminarpOR CASUALIDAD EXISTE ALGO QUE NO CONOZCAS O NO HAYAS HECHO?
BESITOS!
Meryross:
EliminarLa lista es tan extensa como mi propia vida.
Nada conozco sobre los oficios que alimentaban mis sueños infantiles o juveniles, como ser: astronauta, futbolista, piloto de carreras, pintor, fotógrafo, músico (parezco Sabina en su canción "La del pirata cojo", una genialidad).
Besos.
ARTURO: NO SERÀS ASTRONAUTA PERO SABRÀS UN MONTÒN SOBRE NEIL ARMSTRONG,TAMPOCO FUTBOLISTA ,Y SEGURO TENDRÀS MUCHO QUE DECIR SOBRE MARADONA,MESSI Y MUCHOS OTROS.NUNCA PINTASTE UN CUADRO PERO CONOCÈS MUY BIEN A DA VINCI,MIGUEL ANGEL,O DALÌ.Y QUIZÀS NUNCA TOCASTE EN UNA ORQUESTA Y SEGURAMENTE SABES MUCHO SOBRE BEETOVEN.PIAZZOLLA,LOS BEATLES O SABINA
EliminarARTURO CUANDO EDITES TU LIBRO AVISAME,SEGURO COMPRO UNO
BESITOS
Meryross:
EliminarGracias. Lo tendré muy en cuenta.
Todavía está muy verde ese día.
Besos.
Arturo, vaya personaje, si hasta se lo podía ver a través de tanto detalle y cuidado en la descripción.
ResponderEliminarMe recordó a un profesor que tuve en la Facultad de Humanidades, un historiador, que, tenía ese aire cavilador, no cesaba jamás de leer y cuyos discursos eran no más de una vez poco o casi nada entendidos por algunos de los asistentes más jóvenes de sus clases, quienes, viniendo de la secundaria, y no como el resto que proveníamos de haber estudiado otras cosas o de comenzar a estudiar tardíamente a nivel universitario, se sentían perdidos ante el despliegue de semejante acervo cultural, léxico interminable, metodismo infalible y capacidad infinita para contestar interrogantes sin la más mínima dificultad y sin tampoco mayor sorpresa por más ingeniosa que fuese la pregunta.
Tal como Ignacio, mi profesor solía mirar a las mujeres con extrema seriedad sin por eso dejar de recorrer asquerosamente sus cuerpos con aquellos ojos achinados.
Me gustó leer este relato en especial porque además de entretenido es una completa pintura de un arquetipo de persona.
Besos al alma.
Paula:
EliminarTu comentario esconde una verdad, que dice: hasta el más inteligente y erudito personaje tiene sus debilidades.
En este caso, aquel profesor no podía evitar la admiración de los encantos femeninos. Además dejaba claro su limitación absoluta para el galanteo, al utilizar el sentido de vista de modo agresivo y voraz, cuando debía ser seductor y respetuoso.
El pobre Ignacio padecía la carencia de afectos genuinos, según se destaca en el texto, quizás como aquel erudito.
Besos desde el alma.
Me atrapó la historia de este Ignacio, "solterón por resignación" (qué bueno, Arturo).
ResponderEliminarEntrañable historia sin duda.
Retratas bien la vida, Arturo, y sus personajes anónimos, sin gancho aparente. Los dotas de grandeza, la grandeza del hombre sin rostro, del héroe cotidiano, y lo haces de manera dulce, sin juicios, como debe ser.
Un abrazo.
Isabel:
EliminarPara empezar, debo darte las gracias por tu comentario, es muy generoso; más de lo debido, a mi entender.
Es bien claro el problema del personaje: cayó en un círculo vicioso, del que no puede escapar.
A todos nos ha sucedido que algo ansiado, con el paso del tiempo y su falta de concreción, comienza a hacernos creer que se ha vuelto inalcanzable. De todos esos posibles anhelos incumplidos, pienso que el del amor correspondido ha de ser el más angustioso de soportar. Tal es la pesadilla de Ignacio.
Escribir sobre gente común es de lo más sencillo, estamos por todas partes.
Un abrazo.
Arturo ...a la noche paso....me invitaron a un cumple relàmpago,y este relato me lleva minutos leerlo
ResponderEliminarbesos
Doris Dolly:
EliminarSin duda alguna, espero que te divertirás mucho más.
La ficción nunca podrá competir con la realidad. Y si así fuera, nos deberíamos replantear las cosas...
Besos.
Arturo.." Filòsofo aficionado "
ResponderEliminarPersonajes como ese hay unos cuàntos, nosè si ellos se sentiràn felices creyendo ser lo que no son.
¡¡¡ entretenido relato !!!
un beso
Doris Dolly:
EliminarEn verdad, cada vez que intentamos descifrar algo y lo conseguimos, caemos en la tentación de creernos unos iluminados.
El filósofo profesional, por su parte, tiene la ventaja de haber leído muchas de esas pequeñas iluminaciones de quienes lo precedieron. Así se pasa la vida en un repetir los pensamientos de Fulanos y Menganos, que sucesivamente dejan de ser vigentes, ante las ideas revolucionarios de Zutanos y Perenganos.
Y así es la filosofía...
Por supuesto que Ignacio era consciente de sus limitaciones; sin embargo, no se daba por vencido.
Su mensaje es claro.
Besos.