NdR:
Este texto es un homenaje a esos personajes, entre desenfadados y creativos, que nos han acompañado desde nuestra niñez hasta nuestros días. Causantes tanto de risas irresistibles, como del desarrollo de nuestros sentidos, para no ser víctimas de sus bromas. A ellos debemos momentos inolvidables, tan cercanos a lo que sería la felicidad.
Pareciera
que tomarse las cosas a la chacota hubiera sido la razón de su vida. Nunca perdía
una ocasión para reírse a costa de los demás.
Como
resultado de esta conducta, solía gastar todo tipo de bromas a cualquier amigo que
estuviese cerca, una costumbre que, con el paso del tiempo, extendió hacia simples
desconocidos o desprevenidos que se le pusieran a tiro.

De sus
confesiones surge que: tirar cascotes a los techos de chapa de los vecinos,
arrojar terrones de tierra negra en veredas recién lavadas, apedrear luminarias
públicas y privadas, taponar albañales con bolsas de arpillera o desinflar todos
los neumáticos de los automóviles estacionados eran una constante de su
conducta infantil. Con lágrimas en sus ojos, no como resultado de la emoción
nostálgica, sino por encontrarse tentado por la risa, confesaba como le intercambiaba
subrepticiamente los útiles a sus compañeros de primaria, acción con la que lograba
dar origen a agrias disputas entre ellos, que se acusaban mutuamente de querer
hurtar tales elementos, todo un espectáculo para el regocijo íntimo del niño
Anselmo.

En
cuanto detectaba un corrillo de niños que departían entre ellos, ensimismados y
animosamente, arrojaba de improviso las consabidas ampollas de vidrio rellenas
de ácido sulfúrico, llamadas “bombitas de mal olor” que inundaban de inmediato el
ambiente con su aroma fétido característico.
Tales
travesuras en la escuela lo hacían acreedor a continuos castigos, consistentes
en largos períodos de penitencia; momentos donde debía quedarse aislado del
resto de sus compañeros, ubicado en un rincón alejado del patio del
establecimiento, un espacio rodeado de maceteros enormes con plantas mustias, víctimas
de sus orinadas sistemáticas.
Su
paso por la escuela no fue nada exitoso, pues repitió el tercero y el quinto
grado, lo que le daba una mayor ventaja a la hora de aprovecharse de la
ingenuidad de sus compañeros de menor edad, para hacerlos presa de sus chanzas.
Parece
mentira que exista gente como él, que logran incomodar con su sola presencia,
pues al ser conocedores de sus manías sus amigos y familiares se sentían
siempre amenazados con una inesperada tomadura de pelo o —quizás— una broma de
mal gusto.
Con el
paso de los años comenzó a ganarse la vida como actor itinerante, decía él. En
realidad, se disfrazaba de payaso y realizaba espectáculos infantiles en plazas
o paseos públicos. Desarrollaba allí toda clase de bromas y chascarrillos con
los ocasionales curiosos, quienes no sabían si los chistes eran parte de la
función o una burla de Anselmo para con ellos. Mientras él se divertía a
costillas de esa gente, los niños, inocentes, se reían a las carcajadas y
festejaban cada ocurrencia del payaso Malandra, que así se hacía llamar el
maldito bromista.

Entre
los varios trabajos que decía haber realizado figuran el de un canillita que
vendía los diarios voceando noticias insólitas y falsas; luego hizo de grupí en
remates, donde se hacía pasar por un potentado que se mostraba interesado y
elevaba con desmesura las ofertas por los lotes y que gozaba cada vez que se le
iba la mano, mientras el rematador que lo había contratado transpiraba presa de temor
de que se hubiese arruinado la venta; también fue cocinero de fonda, donde se
divertía tanto a costillas de los paladares ajenos como arrojando al piso
vajilla, para angustia del patrón; fue conductor de colectivo de pasajeros,
donde manejaba con extrema brusquedad, sólo para deleitarse con las piruetas
que debían hacer quienes subían a ese vehículo; y llegó a ser vendedor en una gran
tienda de indumentaria masculina, un lugar donde se divertía al mezclar las
prendas que se acomodaban por talle, para infortunio de los restantes vendedores
que no conseguían ofrecer a los clientes ninguna prenda con el talle adecuado.
Eventualmente, Anselmo gozaba engatusando clientes, que salían felices luego de
adquirir un disfraz...
Aunque
parezca increíble, solía portar en sus bolsillos una diminuta herramienta. Por
medio de dicho dispositivo se las ingeniaba para cerrar la llave de paso del
suministro de agua corriente a la primera vivienda que tuviera la desgracia de poseer
dicha válvula al alcance de Anselmo. Comentaba que matizaba sus caminatas
nocturnas cerrando suministros de agua y cortando la energía eléctrica del
alumbrado público. Vale aclarar con respecto a esta última actividad que en
esos años no existían los sistemas automáticos de encendido mediante células
fotoeléctricas, pues dicha operación (de encendido y apagado de
luminarias) la realizaba un empleado municipal.
Ya bastante más
crecido, conocedor de lo mal pagos y escasos de dinero que suelen ser los
locutores y los conductores de algunos programas de radio, solía identificarse
como Elías Salomonski, un comerciante de productos dulces de la comunidad judía
quien, entre exagerados elogios al programa y a la labor de sus integrantes, subrepticiamente
les anunciaba, mediante una comunicación telefónica, que era el propietario de ese supuesto
negocio de comidas y que les había enviado por medio de un cadete una canasta
con productos típicos para que degustasen, tanto los animadores como el resto
del personal de la radio. Esas canastas jamás podrían llegar, pues todo era una
mendacidad suya. Se desternillaba de la risa cada vez que
los esperanzados locutores avisaban al aire que aún no habían recibido la
preciosa encomienda.
Más
adelante, perfeccionó la idea, ya se hacía pasar por el dueño de alguna
confitería o bar conocido, vecino de la emisora de radio, solamente para
burlarse de unos y dejar mal parados a los inocentes propietarios de tales negocios.
En esas ocasiones llamaba desde un teléfono público ubicado en el interior de
esos mismos comercios, de modo que se colara el ruido de fondo del local, y
simulaba el acento de un gallego. Para lograr mayor credibilidad en su engaño,
acercaba al auricular del teléfono una diminuta radio portátil, que llevaba en
sus bolsillos, de modo que se oyese del otro lado de la línea el sonido del
mismísimo programa de radio al que le jugaba la broma. Los
comensales del local lo miraban con extrañeza cuando se retiraba del teléfono
público, muerto de la risa…

En
reuniones sociales, cuando se comedía a servirle la copa a alguien,
inexorablemente se la llenaba hasta que rebalsara, o bien simulaba que le comenzaba
a temblar el pulso, de modo de salpicar a la infortunada víctima de su broma.
Si se llegase
a tener la desgracia de compartir una mesa de restaurante con este hombre, se
debía tener especial cuidado en no tomar el salero (o el pimentero) sin antes verificar
que la tapita del mismo se encontrara bien sujeta, pues solía dejarla
desenroscada para que se soltara en el momento preciso en que uno quisiera
condimentar el plato de sopa o la ensalada. Eventualmente, cambiaba de lugar
las tapas correspondientes, todo con el fin de confundir al recipiente de la
sal con el de la pimienta.
Acompañar
a Ganselli cuando iba de compras era una aventura a lo desconocido.
Indistintamente simulaba tartamudez, o hablaba con un tono de voz muy bajo,
casi imperceptible, que impedía ser entendido por el vendedor de turno, o se
hacía el sordo y hablaba a los gritos, o simulaba una renquera o una progresiva
miopía (para esto llevaba un par de lentes con un aumento impresionante, que
había encontrado quién sabe dónde), todos trastornos que le impedían realizar
la compra deseada. Jamás compró una prenda sin antes hacerle sacar al vendedor
todo el muestrario sobre el mostrador del comercio. Describía su preferencia de
la manera más ambigua posible, y al final se llevaba algo que no coincidía en
absoluto con lo que había solicitado.
Pagaba
siempre con el billete de mayor denominación, aún en los negocios más rasposos
de imaginar, lo que les causaba a los vendedores enormes problemas para
conseguirle el cambio y asegurarse la operación comercial. En cierta oportunidad lo he visto disfrutar, al ver como aquel pobre tendero trajinaba, iba y venía desde los locales
vecinos tratando de obtener el preciado cambio, a riesgo de perder la venta si
no lo llegaba a conseguir. A todo esto, el maldito de Anselmo Ganselli siempre
tenía cambio suficiente en sus bolsillos para pagar la operación. Alguna vez le
cuestionaba al comerciante la integridad de algún billete de baja denominación
de entre los que conformaban el vuelto, aduciendo que no lo aceptaría. Ni bien
dejaba el local y hacía unos pocos metros por la acera se reía a mandíbula
batiente de sus ocurrencias.
Ni
siquiera tomó en serio a su matrimonio. Se pasaba la vida simulando que vivía
tórridos romances con cuanta mujer se le cruzara por delante. Algo por cierto
infundado, ya que por su conducta equívoca a las mujeres no les interesaba
demasiado mantener una relación con él: podían quedar en ridículo en el momento
más inoportuno y observar a la vez como Anselmo Ganselli se reía de ellas.
Si
bien su esposa nunca creyó ese asunto de las infidelidades, no llegó a
soportarlo ni siquiera un año. Incluso, al separarse, le cambió la cerradura de
la casa para que él no pudiera volver. Anselmo, en broma, le inyectó —por medio
de una jeringuilla— la conocida “gotita” adhesiva dentro de la ranura para la
llave. Se reía de esta acción cada vez que tenía oportunidad de contárselo a
alguien.
En tiempos
en que ya peinaba canas se había especializado en los juegos de palabras, de
modo de utilizar ambigüedades para referirse a todo tipo de temas. De este
modo, descolocaba a sus interlocutores, quienes no entendían nada de lo que parecía
decir. Así se daba el gusto de insultarlos sin que se dieran cuenta e incluso
al festejarse dichas ocurrencias, los aludidos, que no habían entendido nada de
lo que él decía, se reían también, de compromiso, para disimular su ignorancia.
Por su
parte, los pobres sordos nunca entendían qué les quería decir este hombre, que
gesticulaba con sus brazos y hablaba con tics diversos y muecas significativas
en su rostro y con una enorme sonrisa en su boca. En realidad, él
no emitía sonido alguno y mucho menos palabras inteligibles, de modo de
asegurarse que ni siquiera les resultara posible leer sus labios…
No
existe sobre la faz del planeta Tierra un solo transeúnte o conductor de
vehículo que le haya preguntado sobre cómo debía hacer para dirigirse hacia un
lugar determinado y que haya recibido de parte de Anselmo Ganselli una
indicación correcta.
Las
lenguas viperinas comentan que cuando murió, ya anciano él, se hizo velar con
el cajón cerrado. Aducían estas gentes que se había tomado tal medida precautoria
ante el riesgo de contagio para con los asistentes al velorio, pues Anselmo Ganselli
había fallecido por causa de una enfermedad muy transmisible.
En
realidad (me lo contó un empleado de la empresa de pompas fúnebres, mi primo
Tancredo Amarguedez), Ganselli hizo llenar el cajón con adoquines, lo que causó
gran desasosiego y esfuerzos supremos entre los comedidos a llevarlo de aquí
para allá, tanto en la casa de velatorios como en el cementerio. El religioso
de turno dijo emotivas palabras ante un ataúd pedregoso. Fue su penúltima
broma.
Su
cuerpo había sido cremado previamente y en secreto; y las cenizas resultantes las
había recibido su sobrino quien, además de ser el dueño de la funeraria y heredar
su conducta humorística, cumplió con una solemne promesa que le había hecho en
vida a su tío: espolvorear sus restos desde el balcón de su mismísimo departamento,
ubicado en un quinto piso, en la calle Anchorena, sobre los desprevenidos
transeúntes, que no entendían de qué se reía a las carcajadas ese muchacho que
asomaba al balcón del quinto piso y sacudía una sucia alfombra.