Una extraña situación se vivió aquel día de pago, cuando uno de los maquinistas de la planta compresora Deán Funes (el turquito Farah, para más datos) no tuvo mejor idea que comentarle al chofer del colectivo que llevaba y traía al personal entre la ciudad de Deán Funes y la planta, que los sueldos que se ganaban allí eran muy buenos.
De tal modo exageraba ese argumento que llegó a aseverarle que aún el peor retribuido de entre todos los empleados recibía una suma considerable. Estas acotaciones las vertía mientras el chofer esperaba el fin del horario de trabajo.
Precisamente, en ese momento se pagaban los salarios, con billetes de baja denominación, por ser los únicos que disponía el banco en ese momento; de modo que todos recibían el dinero de los sueldos en fajos de a cien billetes cada uno. Tal particularidad daba un volumen enorme a cualquier suma de dinero.
Esta actitud jactanciosa no era el resultado de un comentario casual. Él ya había acordado, previamente, con los compañeros de trabajo una estrategia: al salir del trabajo y subir al colectivo, todos harían ostentación de su sueldo, mostrarían con descaro varios fajos de dinero apilados entre sus manos.
Y así lo hicieron. El clima festivo reinó entre los trabajadores, que -uno tras otro- ingresaban por la escalerilla del vehículo, a escasa distancia del chofer, a las risotadas y entre una profusión de chanzas groseras. Incluso, uno de ellos se dirigió a viva voz al resto del grupo y preguntó si -al día siguiente- alguno iría de viaje hacia la ciudad de Córdoba. Ante la respuesta afirmativa de uno de los compañeros, le arrojó con displicencia sendos fajos sobre el regazo, al tiempo que le encomendaba, como al pasar, que le comprase dólares.
Frente a todo este espectáculo, los ojos del morocho que conducía el micro se abrían de par en par (refieren algunos oservadores que se parecían al dos de oro de la baraja).
En todo el trayecto de retorno a la ciudad, ni una palabra se le oyó salir de la boca.
Al día siguiente, quien trasladó al personal hasta la planta, para iniciar sus labores, fue el dueño del colectivo.
Llegó entre furioso y resignado, para quejarse por la chanza; fue ante el jefe del lugar y luego ante toda la muchachada y pidió que, por favor, no hicieran más bromas de ese tipo; porque casi había tenido que despedir al chofer, ya que la tarde anterior le había ido a pedir, de muy mal modo, un fabuloso aumento.
Este relato propio figura como colaboración en el libro "Transporte de Gas Natural- Mi Testimonio", Págs. Nº 575-576, de Fritz Garçon.
De tal modo exageraba ese argumento que llegó a aseverarle que aún el peor retribuido de entre todos los empleados recibía una suma considerable. Estas acotaciones las vertía mientras el chofer esperaba el fin del horario de trabajo.
Precisamente, en ese momento se pagaban los salarios, con billetes de baja denominación, por ser los únicos que disponía el banco en ese momento; de modo que todos recibían el dinero de los sueldos en fajos de a cien billetes cada uno. Tal particularidad daba un volumen enorme a cualquier suma de dinero.
Esta actitud jactanciosa no era el resultado de un comentario casual. Él ya había acordado, previamente, con los compañeros de trabajo una estrategia: al salir del trabajo y subir al colectivo, todos harían ostentación de su sueldo, mostrarían con descaro varios fajos de dinero apilados entre sus manos.
Y así lo hicieron. El clima festivo reinó entre los trabajadores, que -uno tras otro- ingresaban por la escalerilla del vehículo, a escasa distancia del chofer, a las risotadas y entre una profusión de chanzas groseras. Incluso, uno de ellos se dirigió a viva voz al resto del grupo y preguntó si -al día siguiente- alguno iría de viaje hacia la ciudad de Córdoba. Ante la respuesta afirmativa de uno de los compañeros, le arrojó con displicencia sendos fajos sobre el regazo, al tiempo que le encomendaba, como al pasar, que le comprase dólares.
Frente a todo este espectáculo, los ojos del morocho que conducía el micro se abrían de par en par (refieren algunos oservadores que se parecían al dos de oro de la baraja).
En todo el trayecto de retorno a la ciudad, ni una palabra se le oyó salir de la boca.
Al día siguiente, quien trasladó al personal hasta la planta, para iniciar sus labores, fue el dueño del colectivo.
Llegó entre furioso y resignado, para quejarse por la chanza; fue ante el jefe del lugar y luego ante toda la muchachada y pidió que, por favor, no hicieran más bromas de ese tipo; porque casi había tenido que despedir al chofer, ya que la tarde anterior le había ido a pedir, de muy mal modo, un fabuloso aumento.
Este relato propio figura como colaboración en el libro "Transporte de Gas Natural- Mi Testimonio", Págs. Nº 575-576, de Fritz Garçon.
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