¿Cómo lo podría
explicar? No hay modo de transmitir lo que sentía Marcelo Amadonna.
Tenía una predilección
absoluta por estar rodeado de mujeres.
No se le conoce que
haya hecho desaire alguno a ninguna mujer; era amable y simpático con ellas, al
extremo de ser siempre servicial y confiable.
De rostro agraciado y
contextura física formidable, su presencia nunca pasó desapercibida para las
damas.
Los malpensados lo acusaban de ser un homosexual. Nada más alejado a la realidad: jamás le brindó muestras de cariño a ningún muchacho, aunque compartiera con sus amigos más tiempo que con las chicas. Ni siquiera abrazaba a los otros para una foto informal y graciosa.
Los malpensados lo acusaban de ser un homosexual. Nada más alejado a la realidad: jamás le brindó muestras de cariño a ningún muchacho, aunque compartiera con sus amigos más tiempo que con las chicas. Ni siquiera abrazaba a los otros para una foto informal y graciosa.
Se llegó a decir que
tenía un soberbio complejo de Edipo. Otra falsedad: pues su madre había muerto
de parto y había sido criado por una tías solteronas y ya mayores. Como era el
menor de la familia, todas las tías y primas le brindaron cariño.
Ya de pequeño, sus
compañeritas de escuela jugaban junto con él durante los recreos; las niñas
vecinas también lo invitaban a compartir sus juegos. Marcelo se prestaba, de buena gana, a ser su
monigote, su muñeco animado. Ellas le daban la comida imaginaria, lo peinaban
de mil formas, le hacían cariños; ante todo este despliegue, el chico no se
molestaba, más bien se sentía a gusto, reconfortado y protegido, como con sus
tías y demás familiares femeninas. Obvia decir que todas lo querían y se
disputaban su compañía.
Durante la
adolescencia, este muchachito era el gran amigo de todas ellas. Marcelo no solo
era el confidente perfecto (sus labios se sellaban ante cualquier secretillo
que se le confiara), sino que más de una vez su ayuda acercó al muchacho
deseado hacia alguna de sus amigas.
Sus amigos lo
envidiaban bastante. Cuando iban a bailar en grupo, siempre era Marcelo el que
entablaba conversación con todas las chicas, incluso aquellas más deseables por
todos.
Hasta aquellas más
agrias caían bajo su influjo: un tanto por no ser vistas como amargadas y otro
poco por curiosidad: se arrimaban junto con las demás; luego, no había modo de
no quererlo.
Desde que era un niño,
cada vez que se despedía de una mujer, les daba un beso tierno en la mejilla.
El contacto con la piel de las mujeres lo hacía sentir protegido.
Más de una enamorada se
le sugirió, o le declaró su amor apasionado, sin más vueltas. En tales situaciones,
él se las ingeniaba para hacerles saber de su cariño asexuado. De mala gana
aceptaban esa realidad, quizá con el consuelo de saber que ninguna otra lo
poseía y con la esperanza de lograr convencerlo.
Ella se llamaba Sol.
Tal vez fue por ello que lo deslumbró.
A diferencia del resto
de las chicas, esta muchacha era reservada; se acercaba a él, pero no le
dirigía palabra. Siempre lo observaba desde la segunda fila, detrás de aquellas
más atentas y serviciales.
De ella, solo obtuvo
monosílabos durante la primer charla en soledad. Y, además, una dulce mirada.
Entonces, nació en
Marcelo el deseo irrefrenable de retribuir tanto cariño recibido acumulado. Y
esa chica tímida y bella fue la destinataria.
Juntos descubrieron el
amor.
Pero, esto fue
demasiado para las demás mujeres, que se sintieron defraudadas por Marcelo;
cada una se sentía con el derecho de haber sido la elegida.
Todos sabemos lo
difícil que se torna una mujer despechada; ahora, imaginemos el accionar de
toda aquella multitud que rodeaba a nuestro hombre.
A Marcelo y a Sol, la
vida se les tornó imposible. Él no podía comprender semejante cambio de actitud
y ella temía por su vida...
Se dice que él vive
ahora en los suburbios de la ciudad; solo con la compañía de tres -o cuatro-
perros, una pecera y las jaulas con sus canarios.
Ya reincidirá.