Al llegar diciembre, eran comunes las
rifas que organizaban los comerciantes del barrio, quienes vendían los números
para el sorteo entre su clientela. El premio solía consistir en el contenido de
una canasta de mimbre, colmada de productos navideños; esto entusiasmaba a más
de una dueña de monederos flacos. Para determinar al ganador, se consideraba el
resultado del sorteo del “Gordo de Navidad”).
Entre los chicos, a su vez, comenzaba a
trabajar intensamente la imaginación: soñábamos cuáles habrían de ser los
juguetes que incluiríamos en nuestras cartas dirigidas a los Reyes Magos. Por
ese entonces, Papá Noel (o Santa Claus) no figuraba en el imaginario popular ni
por asomo.
Ya por esa época resultaban poco originales
las caricaturas en los diarios con temas referidos a las Fiestas, lo mismo que
las fastidiosas recopilaciones de noticias, supuestamente trascendentales,
ocurridas en los últimos doce meses. A esa tendencia nostálgica de corto plazo
se sumaban diversos programas en la televisión, en especial los de noticias.
Igual que ahora. Ni qué decir del bodrio de soportar —sistemáticamente y desde
siempre— el reportaje televisivo a la madre del primer bebé nacido en el nuevo
año.
Eran días que concentraban infinidad de
compromisos con la excusa de despedir el año que terminaba; ya fueran almuerzos
concertados entre compañeros de trabajo, hasta un asado en la casa de algún
amigo o —sin duda alguna— el hecho más trascendente de todos: las reuniones
familiares. Estas reuniones eran un momento irrepetible del año, pues en esas
veladas se lograba reunir a toda la familia frente a una mesa.
Durante las celebraciones de Nochebuena y Fin
de Año, las mesas rebosaban de una comida de lo más variada; la mayoría de los
preparados eran de factura casera, pues las mujeres se esmeraban en preparar
aquellos platos que mejor aceptación tenían entre los comensales. En el menú no
faltaba nunca un vitel thoné, ni la jarra enorme, regalo del casamiento, con un
poderoso clericó dentro.
Para enfriar tanta bebida, se compraba una
barra de hielo, que se picaba en pequeños trozos, los que se disponían dentro
de un recipiente de gran tamaño (por lo general la pileta del lavadero o un
lebrillo grande, de chapa galvanizada) donde se acomodaban las botellas de la
bebida: atiborraban ese espacio sifones, gaseosas, cerveza, vino, sidra y la
infaltable champaña; todas ellas convenientemente tapadas con una bolsa de
arpillera, para conservarlas bien frías.
Casi siempre la cena se organizaba de un modo
tal que toda la gente menuda comiese en primer término y dejara desocupados los
lugares en la mesa, para que entonces los mayores pudieran cenar con relativa
calma, ya que resultaba imposible contener al piberío exaltado.
Nuestro paso por la mesa era siempre fugaz,
ya que por causa de la excitación que sentíamos al encontrarnos todos los
primos juntos, mas el aliciente de los juegos con pirotecnia, no veíamos la
hora de finalizar nuestros platos de comida para poder huir de la mesa.
Los mayores —en cambio— se tomaban su tiempo
para realizar la ingesta de la copiosa y variada comida, acompañada por la fría
bebida, y en ese ritmo cansino prolongaban la sobremesa hasta bien entrada la
madrugad. Todo esto transcurría mientras en el aire
sonaban sin cesar aquellos tangos, desde el omnipresente combinado. De este
modo, tenían una presencia predominante en nuestras reuniones los viejos éxitos
de Gardel y los temas más recientes del “Gordo” Troilo.
Cuando los relojes indicaban la inminencia de
la llegada de la medianoche, todos nos reuníamos ansiosos a la espera de la
llegada del nuevo día, que nos traería la Navidad o el Año Nuevo. Cual si fuera un hecho
trascendente en nuestras vidas, todos estábamos muy atentos de festejar en el
instante mismo que los relojes indicaran las cero horas.
Entonces, todos nos abrazábamos y dábamos un
beso, deseándonos lo mejor para esa Navidad o el año que se iniciaba, de
inmediato se realizaba el brindis de rigor y comenzábamos a degustar las
delicias de la mesa dulce.
Ahí nos esperaban las frutas secas, el pan
dulce, las peladillas, los turrones y las garrapiñadas de maní.
Más de una puerta quedaba desencajada, con
sus bisagras maltrechas, a causa de que algún pícaro comenzaba a romper las
nueces apretándolas entre los marcos de esas aberturas.
En esas noches era infaltable que alguno de
los chicos se quemara algún dedo con los petardos, o se diera un golpe contra
algo, y generalmente lo hacía con la cabeza. De inmediato, las mujeres le
aplicaban manteca sobre la zona afectada, supuestamente para refrescar el dolor
y evitar el inevitable chichón.
Siempre alguno de la familia se ponía alegre
a causa de un trago de más. Y siempre aprovechábamos los pibes para beber a
hurtadillas de algún vaso casi vacío con cerveza, sidra u otra bebida
alcohólica.
Debido a las altas temperaturas, propias del
verano, las reuniones se organizaban al aire libre, generalmente en los patios
de las viviendas. Por ello, la posibilidad de una lluvia inesperada (que aguase
los festejos) siempre era temida. Aunque, a decir verdad, era raro que se diese
tal situación meteorológica.
Los puestos de venta de pirotecnia abundaban,
y su adquisición resultaba libre. Para ello existían diversos lugares de venta
en el barrio, como podían ser: almacenes, o jugueterías, o quioscos caseros, o
bien hasta en improvisados despachos consistentes en una mesada construida por
un par de caballetes y un tablón de madera apoyado sobre ellos, todo dispuesto
sobre la vereda del frente de una casa. Esas noches de vigilia de Navidad y Año
Nuevo, estas mesas permanecían atendiendo al público hasta que agotaban sus
productos.
Otro hecho característico eran esas noches
pletóricas de insectos voladores de todo tipo, pues abundaban los cascarudos,
las polillas, langostas, grillos y —sobre todo— las llamadas “cotorritas”, unos
insectos diminutos color verde de un formato similar a langostas, pero sin las
características patas desproporcionadas que poseen aquellas para darse impulso
en sus saltos. Estos pequeños bichos solían picarnos las partes expuestas de
piel, al igual que los infaltables mosquitos zancudos.
Vale aclarar que no todas las familias
celebraban estas festividades de la misma manera: con excesos en las comidas y
las bebidas. A tal efecto, recuerdo que una noche de fin de año, mientras
nuestra familia materna festejaba en casa de mi abuela, en el frente de la
casa, sobre la vereda de aquella propiedad, notamos que estaban mirándonos
—desde la penumbra— unos chicos de la barra, los más pobres quizás entre todos.
Uno de ellos, de nombre José, tenía su mano
vendada; puesto que, en un accidente ocurrido días antes en su trabajo en una
panadería, había perdido las dos últimas falanges de los dedeos índice y mayor
de su mano derecha. Tendría diez años.
Esta circunstancia desafortunada nos causaba
aprensión y en mi caso particular, no soportaba ver aquella manito con las
amputaciones.
Tengo presente que aquella noche les fue
convidada comida y bebida...