lunes, 5 de marzo de 2012

Lugares ignotos

Fueron la curiosidad juvenil y el afán aventurero los me llevaron a visitar cierto lugar poco accesible.
Tal exclusividad no estaba asociada a que en este espacio se exigiera, como condición previa para el acceso, tener que ser parte de cierta clase social distinguida, o pertenecer a cofradía alguna; sino que el ingresar allí era, más que nada, el fruto de la casualidad. Por lo general, alcanzaba con conocer a alguna de las personas que eran parte de la organización de tales reuniones.
Resultaba típico que, en ese ámbito, quienes concurríamos perteneciésemos a la legión de los jóvenes optimistas.
Íbamos a tal evento llenos de entusiasmo. Y digo evento porque su organización no garantizaba la efectiva realización de la reunión prevista. Podía ser suspendido por cortes de energía, o fallos en los equipos amplificadores, o la aparición inesperada de una comisión policial, solo por dar algunos ejemplos.
Imposible consumir algún refresco u otra bebida, en aquel espacio no había bar, ni dinero para comprar nada en él. 
Nuestras mentes creían -y no estaban erradas- que quienes daban a conocer sus trabajos artísticos ante nosotros se jugaban una gran parada. Lo más importante para aquellos adolescentes era el hecho de darse a conocer al público. Por ello, no les podíamos fallar con una ausencia injustificada.
A todos, artistas y público, siempre nos quedaba una sensación de desasosiego, vinculada a que la concurrencia era menor a la esperada. Los espacios desiertos en el auditorio se hacían notar con su frialdad.
El espectáculo estaba a la altura de la trascendencia popular que había logrado: más intención y pose que contenido y accionar prodigioso.
En los corrillos que se armaron al finalizar aquel espectáculo, los comentarios se encaminaron en el sentido de exacerbar las virtudes de aquello que se había presenciado, y —por cortesía— se obviaron por completo los puntos flojos de la actuación, o la puesta en escena. Siempre les faltaba algo en su arte, esa porción necesaria para que nos entusiasmásemos con sus trabajos. 
Como en el espectáculo habían actuado artistas diversos, los presentes teníamos la posibilidad de elegir en primer término a quien hubiera presentado el trabajo que, a nuestro entender, fuese el mejor; y a partir de allí, ordenar por méritos decrecientes a los restantes. La persona amiga recibía de parte nuestra las mejores alabanzas. Poco importaba la falacia de tales argumentaciones.
Los que mejor ocultaban sus desazones eran –precisamente- los artistas, aunque yo nunca sabré si eran meros simuladores, o en realidad eran tan auténticos como se mostraban.
Ya me olvidé de casi todos aquellos jóvenes e ignotos artistas de entonces (y -quizás- de ahora). Su arte no trascendió para mí más que aquella tarde.
Por suerte, para ellos, hubo una oportunidad en su vida en que gozaron la dicha de ser el centro de atención de los demás con su actuación.
Quizás con eso les alcanzó.
    

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