martes, 6 de marzo de 2012

El congreso

Capullos de seda
Poca gracia sentí cuando me enteré de que debía concurrir al congreso internacional sobre la crianza del gusano de seda y el procesamiento del producto resultante.
La luminosa idea de mi asistencia a ese cónclave se le había ocurrido al propietario de la hilandería de fibras sintéticas donde yo trabajaba por aquel entonces. Suponía don José que mi experiencia en la manufactura de hilados alternativos a la seda me permitiría vislumbrar nuevas posibilidades para mejoras en el negocio. Un factor determinante para mi elección resultó ser el que yo dominara el idioma inglés, que era la lengua oficial para ese cónclave.
Lo que pude observar en esa reunión lo describo aquí, y aclaro que nada tiene que ver con lo que esperaba encontrar.
El hotel donde debí hospedarme, que era la sede del cónclave, se encontraba localizado en las afueras de la ciudad, esta particularidad presupuso una contrariedad mayor y un inevitable motivo de aislamiento. Al menos, tal soledad se mitigaba por cuanto el citado alojamiento formaba parte de un complejo integral mayor, que brindaba la posibilidad de visitar un formidable centro comercial aledaño.
La primera mañana, luego de tomar mi desayuno en el comedor del hotel, me dirigí al centro de convenciones con el fin de acreditarme al mismo. Tal trámite, como es costumbre en estos casos, se debía efectuar a través de la persona encargada para tal tarea: una mujer educada, simpática, no demasiado bella (obvio) que corría de aquí para allá en un vano intento por solucionar todos los inconvenientes que de improviso se le presentaban en la tarea titánica y sin perder jamás la apostura ni la sonrisa en sus labios. Los congresistas, en cambio, se hacían los desentendidos ante tales cuestiones.
Es muy probable que esa misma noche, al llegar a su casa, una fatigada mujer pateara a una pobre mascota que la recibiera alegremente.
Algunos vanidosos aprovechaban cada oportunidad que tenían al presentarse ante extraños para, en cada saludo, mostrar la mayor cantidad posible de dientes, los que previamente habían sometido a un costoso tratamiento de artificial blanqueado.
En las primeras filas de la sala dormitaban aquellos personajes que, obligados por ineludibles compromisos ceremoniales, se debían mostrar cerca de los panelistas.
Un interminable desfile de desconocidos departía o exponía sus supuestamente interesantes trabajos ante el auditorio.
Tales ponencias versaban sobre los más diversos temas, como ser las enfermedades de los gusanos, las variedades de morera que mejoraban la productividad, los controles del crecimiento de las orugas, el tratamiento de las crisálidas y otros temas de igual interés. Cada tanto el expositor de turno matizaba su discurso con alguno que otro inentendible (para mí) chiste sobre estos bichos, algo que resultaba muy festejado por el grupo de orientales.
Entre quienes realizaban estas ponencias algunos se mostraban exultantes, mientras que otros adoptaban una actitud evidentemente fanfarrona para con el auditorio; los había también sumamente nerviosos y es posible que más de uno de ellos se jugara su futuro profesional en esas ponencias.
Nadie expuso ni preguntó acerca del proceso de descarte de los cuerpos de las crisálidas, lo que presupuso un detalle de buen gusto. En lo más íntimo de mi ser esperé que no se hubiera utilizado tan proteico elemento como ingrediente para los canapés del cóctel de bienvenida.
Venían en esos momentos a mi memoria las iniquidades que durante mi niñez, junto a mi primo, les hacíamos a los bichos canasto y las gatas peludas que poblaban los sauces llorones en la casa de mi abuela.
En tanto, en el reloj pulsera de mi muñeca, acorde a los animalitos tan citados, reptaban lentamente las agujas...
Por fortuna, la llegada de los refrigerios amenizaba mi tedio.
Mientras realizaba malabares para tomar una escasa poción de algo que debería ser café con leche e intentaba mordisquear algún bocadillo, trataba sin demasiado éxito entablar algún tipo de conversación con otro improvisado acróbata como yo.
Como el espacio físico dispuesto para este break no era demasiado amplio, la proximidad entre los asistentes resultaba pronunciada, lo que causaba alguna molestia, a más que algún percance, como ese incidente gracioso cuando un gordito italiano que parlamentaba eufóricamente hizo un ademán brusco con sus brazos y topó el codo de una sueca (o noruega, quizás) lo que hizo que se volcase la taza con té que portaba ella sobre la blusa que vestía. La hermosa y madura rubia se sonrojó y dijo unas palabras en su idioma con una sonrisa hermosa en sus labios, como de cortesía. Yo creo que lo puteó al tano.
No la volví a ver en lo que restó del día.
Si bien abundaban las sonrisas y los buenos modales, puedo aseverar que no había gente feliz ni interesada por sus ocasionales interlocutores.
Había un bullicioso grupo de importadores italianos que, sentados casi al fondo de la sala de conferencias, seguían con sumo interés el deambular de unas asistentes de generosas caderas, encargadas de portar los micrófonos que se empleaban para propalar las palabras de todo aquel del auditorio que desease efectuar alguna pregunta a los conferenciantes. Los ojos del grupo latino estaban sincronizados todos de acuerdo a los desplazamientos de las señoritas.
Un grupo compacto de orientales desparramaba sus sonrisas de ocasión a todo cuanto personaje se les cruzara por delante. Perfectamente pulcros, vestían de impecable ambo azul, camisa blanca y corbata colorada.
Pude comprobar que los ingleses que asistían a ese congreso se tomaron toda la bebida alcohólica que tuvieron al alcance, aunque nunca perdieron la apostura, ni la elegancia.
Esas jornadas interminables de pronto se veían matizadas por el sonido penetrante de algún aparato celular que había quedado conectado y al llamar a su dueño despertaba a todos del sopor generalizado.
Con gran decepción, la mayoría de los hombres asistentes a ese congreso pudo constatar que las damas presentes estaban bastante lejos de colmar las expectativas donjuanescas de los galanes. Las orientales resultaban ser tablas vestidas que portaban un completo muestrario de armazones de lentes. Las damas occidentales, en su gran mayoría estaban excedidas notablemente de peso, al igual que los galanes de ese origen, las italianas eran más que escasas y departían con sus paisanos, por último, estaban las nórdicas, que resultaban ser unas gélidas mujeres que se destacaban del resto porque a los únicos gusanos que les mostraban cierto interés era a los bombyx mori.
Ante este panorama desalentador, el bar siempre resultaba tentador para esa manada de hombres decepcionados. Aunque vale hacer notar que cada vez que escapé hacia al dichoso bar del lugar, lo encontré siempre atiborrado de yanquis, que animadamente conversaban entre ellos mientras daban buena cuenta de unos enormes jarros de vidrio pletóricos de cerveza.
No obstante lo aburrido y tedioso del cónclave, puedo decir que alguna vez pude observar como una pareja se retiró de la sala, separados los integrantes de la misma por un intervalo de unos pocos segundos, para retornar una hora más tarde, más relajados, juntos y con evidentes signos de haberse dado una ducha. Tendrían mucho sopor y calor, supongo.
Cada vez que se me acercaba un sonriente interlocutor, además de molestar mi vista con los reflejos blancos de su dentadura, intentaba venderme semillas de morera o algún pesticida ecológico, o —peor aún— gusanos diminutos que se convertirían en gigantes productores de seda. Generalmente, lo despachaba con mis mejores modales y una amplia sonrisa, dirigiéndoles algunas palabras amables en inglés… y otras soeces en castellano.
Cuando —por fin— les llegó el turno de exponer a los fabricantes de la seda, su pronunciación en inglés era tan deficiente como la tecnología disponible para su traducción simultánea. Me debí conformar con los reportes escritos que en un soporte digital me habían entregado al momento de inscribirme en el congreso.
Era cuestión de leer bien esos artículos y luego convencer a don José de la brillantez de su idea. Algo fácil, sobre todo si le llevaba algún presente raro, de contrabando.
En un descuido de los organizadores me alcé con un manual de la especialidad y otras menudencias que harían las delicias de mi patrón.
Mientras volaba de vuelta hacia mi casa, realizaba un somero análisis de las enseñanzas que semejante viaje me había dejado.
Descubrí que llevaba infinidad de tarjetas de presentación de Fulanos a los que nunca llamaría, que iba pertrechado con papeles y folletos diversos, de difícil utilidad posterior, que había pasado hambre por toda esa semana, pues las comidas de ese país diferían notablemente de aquellas que a diario suelo ingerir con el mayor gusto y que el espacio entre los asientos del avión parecía haberse reducido aún más con relación a lo que recordaba como exiguo en el viaje de ida…
     

1 comentario:

  1. MUY BUENO, LO ESTOY PUBLICITANDO EN MI BLOG http://redactario.blogspot.com/ TE INVITO A SER MIEMBRO!!

    ResponderEliminar

Me interesa conocer tu opinión respecto a lo que has leído: