La
culpa de todo la tuvo aquella mala broma. La que le hicieron sus amigos del
club, tras las duchas de rigor: comenzaron a llamarlo Burro Blanco.
No
puedo afirmar que el mote tenga fundamento, o no: jamás se me ocurrió
corroborar la verdad de tal mito.
Lo
cierto es que, a partir de aquel día, Esteban Pinchiletti tuvo que hacer frente
a un sinfín de situaciones bastante particulares, algunas de ellas no exentas de
un molesto acoso.
La
situación se le ponía difícil a Esteban cuando alguna mujer, entradita en años
y en kilogramos, le fijaba la vista con sus ojos punzantes, pintados con
generosidad, mientras vestía un solero con un escote notorio y generoso.
En uno de estos casos, doy fe, Pinchiletti pataleaba con sus talones en el piso y retrocedía con su asiento, en la misma medida que la doña se arrimaba y le hablaba con dulces palabras.
En uno de estos casos, doy fe, Pinchiletti pataleaba con sus talones en el piso y retrocedía con su asiento, en la misma medida que la doña se arrimaba y le hablaba con dulces palabras.
Como
era técnico en radio y TV, infinidad de mujeres serias, señoras de la casa e
intachables esposas, requerían siempre de sus servicios a domicilio; necesitaban que les
repare sus respectivos aparatos de televisión, oportunamente mal calibrados, o
saboteados. Las indirectas vulgares no escaseaban: “ya mi marido anduvo
intentándolo, pero no me entró ningún canal”, o “no me vayas a rechazar el
convite: te hago un tecito de jengibre” y mil argucias más. En tales ocasiones,
Pinchiletti se ponía todo colorado, como un tomate y transpiraba como un
esquimal en el trópico.
Las
mujeres no podían evitar mirarlo, incluso aquellas más jovencitas, aunque rara
vez lo hicieran a los ojos. Eran miradas inquietantes, curiosas e inquisidoras.
Incluso
las ancianas estaban interesadas en el tema; aunque, según manifestaban
invariablemente, lo suyo era solo a título de “sana curiosidad”. Todas, todas fantaseaban...
Hasta
los estilistas y los decoradores eran sumamente amables con él: se ofrecían a cortarle
el cabello gratis, o a arreglarle el modesto departamento; sin suerte alguna,
por supuesto. No faltaban los obsequios –con dedicatoria- al domicilio de
Esteban.
Toda
esta situación molestaba sobremanera al muchacho, puesto que todas aquellas
chicas de su agrado le temían y lo evitaban.
El
colmo fue que sus amigos le recomendaron que se busque a una veterana con mucha
plata, para casarse con ella…
Es
por todo ello que Esteban dijo ¡basta! Y se decidió a buscar una joven en un
ambiente ajeno a su entorno. Allí la encontró y tras poco tiempo de salir
juntos, se casó con ella.
Recién
al retorno de la Luna de Miel, ella se enteró del mote de su esposo.
Las
demás mujeres ahora la miran con respeto y ella disfruta la situación, sin
decir palabra alguna sobre tal tema.