miércoles, 18 de abril de 2012

Ernestito Bacigaluppo

Sin dudas se puede aseverar que es un fanático, alguien insuperable en su adicción, hasta se podría sostener que no es posible que exista otra persona tan apegada a una manía como él en toda La Paternal, o en la ciudad de Buenos Aires y sus alrededores.
La televisión lo ha hipnotizado.
Ya de pequeño Ernestito Bacigaluppo se pasaba las horas sentado frente a la pantalla del aparato, pese a las reconvenciones repetidas por parte de su madre, quien le espetaba imperativamente que se alejara del televisor, porque le podía hacer mal estar tanto tiempo cerca de la pantalla.
Su última máquina infernal, un televisor "picture in picture"
que le permite ver dos canales a la vez. .
A tanto llegaba la influencia de los programas televisivos sobre su conducta que, cuando era un niño y hablaba con alguien, no podía dejar de meter bocadillos del tipo: “¡Patapúfete!”, como decía Pepe Biondi, los “Ea-ea-pepé” de Carlitos Balá, o el “¡Cheee!”, como solía terminar su actuación José Marrone. Hoy, ya de grande, imita a Tinelli y se la pasa gritando “¡Señores y señoras!...” o “se viene…” cuando quiere que le presten atención.
Un imbécil total.
Si se producía un corte de energía eléctrica en su casa, se ponía como loco: con la expresión de su rostro desencajada iba recorriendo las casas de los amigos, para constatar que el corte de luz fuese general.
Si se les descomponía el televisor a los Bacigaluppo, los vecinos nos enterábamos de inmediato. Primero se presentaba en su casa el médico, para atender a Ernestito, que sufría un ataque (su madre decía que de asma o de algo por el estilo) y luego llegaba el técnico en radio y televisión para reparar el aparato descompuesto.
Su miopía lo había condicionado a tener que utilizar gafas desde muy chico, razón por la cual su visión disminuida le imponía acercarse al televisor a una distancia que podríamos considerar como poco usual. Su madre, infructuosamente, insistía con que se separara de la pantalla, que le podía hacer mal a la salud. Pero al fin, condescendiente como toda madre lo es, se apiadaba de él (a causa del problema visual que lo afectaba) y le dejaba estar tan cerca que parecía que iba a deglutirse el aparato.
En realidad él veía perfectamente la imagen de ese televisor pero, embelesado por el espectáculo, se acercaba lo más posible al cristal en su afán de ingresar dentro de la acción que transcurría en la pantalla.
En su casa, al susodicho prodigio de la electrónica lo habían terminado por ubicar sobre un mueble alto, un aparador tipo americano que había en la sala, con la excusa de que al estar en ese lugar se lo podía visualizar mejor; en realidad, la idea era preservar al aparato de las manipulaciones de Ernestito, quien no perdía oportunidad para toquetear las perillas de los controles: brillo, contraste, vertical u horizontal siempre “necesitaban” un pequeño retoque de su parte. A lo que seguía el imprescindible ajuste posterior de parte de sus padres, para volverlo a poner en sintonía, ante los ruegos lacrimosos e insistentes de Ernestito, quien ya no podía solucionar el desbarajuste que él mismo había creado.
De pequeño, ante un descuido de los padres, les sacó dinero suficiente para enviar cientos de cartas a un concurso televisivo para ganar una pelota de fútbol, premio que se llevó otro ignoto pibe, ante la desazón de Ernestito y la bronca de su padre cuando descubrió la travesura, la que obligó a la familia a pedir al fiado en los comercios del barrio hasta llegar a fin de mes y cobrar el sueldo.
Frente a la caja boba miraba de todo, desde las series de aventuras tipo "Lassie", hasta programas para las amas de casa, como lo era “Buenas Tardes, Mucho Gusto”.
Gracias a ese personaje popular que componía Alberto Olmedo, el Capitán Piluso, la madre lograba que Ernestito tomara la leche en la merienda, aunque mientras lo hiciera no despegase la vista de la pantalla del televisor. Para ello le avisaba desde la cocina:
— Ernestito, la leche.
De este modo, esta madre remedaba a la voz que en “off” le indicaba al personaje televisivo que había llegado el momento de que tomase su nutritivo alimento.
El día en que Ernestito —por fin— pudo ir a presenciar un programa de televisión, sufrió una de sus más terribles decepciones: ver ese estudio, con su techo atiborrado de parrillas con reflectores de todo tipo, las cámaras que incesantemente se movían de aquí para allá y un ejército de asistentes que trajinaba tras las mismas, con el piso lleno de cables, la presencia de micrófonos y de auriculares, más otros pavotes que le decían: “ahora aplaudan”; “ahora ríanse”, “ahora silencio”. Los animadores y los actores se mezclaban informalmente con los técnicos durante las tandas publicitarias, olvidando sus roles de ficción...
Todo ese espectáculo no tenía nada que ver con aquello que él se había imaginado. Para peor, ni siquiera pudo concentrarse en la trama del programa.
Se juramentó no volver a pisar un estudio de televisión.
Pese a los ruegos de sus progenitores, no revisó tal decisión ni aún después de que en un programa de preguntas y respuestas, donde se entregaba un premio millonario al ganador, un concursante llegara a la última pregunta sobre “historia de la televisión argentina” y la contestara mal. Mientras que él, que no se había perdido ninguna emisión de ese programa, siempre respondía de manera acertada todas las preguntas formuladas en ese concurso (indefectiblemente antes que el concursante), incluso esa que fuera la última y fatal para aquel pobre hombre.
Los padres se agarraban la cabeza.
De chico, cuando el sintonizador del viejo televisor en blanco y negro que reinaba en su casa se deterioraba y obligaba a que le efectuaran una limpieza, se comedía para ayudar a su padre en tal tarea. No por servicial, sino porque quería que quedara en funcionamiento lo antes posible. Más de una vez le mezcló —sin querer— las bobinas del sintonizador al padre y luego los canales salían sintonizados en cualquier lugar del dial. Ante la bronca del padre y la desesperación del hijo.
Era conmovedor verlo a don Gumersindo, el padre de Ernestito, trepado al tejado de su casa, sobre todo en esos días helados y ventosos del invierno porteño. Pasaba horas en ese lugar, en un intento vano por posicionar correctamente la antena del televisor, bajo las imprecisas instrucciones de su hijo, quien si se llegaba a entusiasmar con lo que veía en la TV bien podía llegar a olvidarse del padre.
Las armazones de los lentes que Ernestito utilizaba para corregir su miopía eran de celuloide con formato de pantalla de televisión, tal cual como los que emplea hoy. Jamás pensó en adquirir lentes de contacto u operarse la vista.
Piensa que al ver a sus interlocutores a través de sus —digamos— sendas pantallitas de TV estas personas adquieren cierto aire de suficiencia y autoridad, cual héroe televisivo.
No es más que otra de sus manías increíbles.
Cuando debía ir al baño y suspender su visión televisiva, no perdía el tiempo, se llevaba para leer alguna revista: la Radiolandia - Tevelandia, la TV Guía o el Canal TV, según fuera la época.
En el bachillerato, sus compañeros lo llamaban con sorna “Teve-Nito”, pues ya los tenía cansados a todos con sus comentarios televisivos. Aunque se valían de él y de sus conocimientos para saber en qué canal, qué día y en que horario se daba tal o cual programa.
Como ya se dijo, al emplear el léxico que la televisión le proveía, tuvo bastantes problemas; por caso, si intentaba la conquista de alguna chica que le resultara atractiva, irremediablemente empleaba frases hechas, por demás rebuscadas y cursis, sacadas de los soporíferos teleteatros con los que entretenía sus tardes. Ellas huían despavoridas.
Le empezó a interesar el fútbol gracias a que en la televisión comenzaron a emitir los partidos. Pero, la misma pasión ya la había sentido varias veces antes: cuando lo que se había transmitido era un certamen de hóckey sobre patines, u otro de vóley, o un concurso de bonsai, o un Gran Premio Carlos Pellegrini de turf. Incluso, solía levantarse de madrugada si había una pelea de boxeo en Japón u otro evento por el estilo en algún país con un huso horario muy alejado del nuestro.
Con la llegada de las primeras computadoras portátiles, aquellas que empleaban la pantalla de los televisores para emitir sus imágenes, Ernesto decidió comprar una de ellas, de inmediato. Pensaba que mediante estos aparatos podría realizar unos programas maravillosos que lo entretendrían más que la vieja televisión. No pudo ser.
Comprobó que perdía demasiado tiempo en sus intentos de desarrollo de algún modesto programa y —además— si pretendía divertirse con alguno de esos primitivos juegos para computadora, ya la tarea de cargar esos programas desde una casetera le resultaba insoportable por lo prolongada y falible, para que todo diera como resultado unos juegos demasiado simples y predecibles. Todos estos inconvenientes lo desengañaron muy pronto de las bondades de tal equipo, al fin y al cabo él era un espectador, no un actor.
Vendió aquella “Commodore 64” al mes de haber sido comprada.
El comienzo de las transmisiones en TV color lo encontraron a Ernestito Bacigaluppo endeudado con un crédito a doce meses para pagarse el nuevo aparato receptor. Jamás se le pasó por la cabeza que él, justamente, se pudiera perder la primera transmisión en colores de la Argentina.
Cuando coincidían los horarios de emisión de dos programas que le gustaran muchísimo (ya que todos, sin excepción, le gustaban) se amargaba fatalmente y como paliativo se pasaba todo el tiempo cambiando de canal en los momentos de la tanda comercial, tanto de uno de esos programas como del otro. Y si, por desgracia, en ambos canales coincidía el momento de los avisos, se mandaba una puteada que se escuchaba desde la esquina de la cuadra.
Con la llegada de las grabadoras hogareñas de video se le solucionó un poco este problema; pero, al poco tiempo, al instalar el servicio de video cable en su casa, la cantidad de programas a grabar excedían en número a todas las grabadoras que pudiera poseer, ya fueran propias, pedidas prestadas o bien alquiladas (llegado un caso extremo de necesidad). Y después de todo, ¿cuándo podría ver tales programas si el día tiene SÓLO veinticuatro horas?
Tras esos cristales rectangulares de sus lentes se vislumbraban ojos enrojecidos enmarcados en eternas ojeras…
Nunca se casó.
Aquellas pocas mujeres que se cruzaron en su vida, atraídas al principio por ese hombre extraño que exhibía un profundo conocimiento de las novelas televisivas y demás programas para la mujer, bien pronto quedaban aburridas ante el fanático que, con idéntico énfasis, podía comentar al detalle una receta para cocinar un bizcochuelo de mandarinas o un documental sobre la cría del gusano de seda en la China antigua.
Era casi imposible que hubiese una segunda cita; el primer inconveniente para Ernestito era hallar un momento libre en la grilla televisiva donde insertar tal actividad. Y en esa época las chicas difícilmente salieran con un extraño a las dos de la madrugada, al finalizar los canales de TV su programación diaria. Por suerte, Ernesto Bacigaluppo, pudo suplir tal carencia con la compañía de innumerables películas.
Hoy, con su cabeza poblada de canas, enterado de que a través de Internet puede volver a disfrutar con aquellas series de sus tiempos idos, se pasa las horas enteras frente a la computadora que se compró, en una búsqueda incesante de fragmentos de aquellos programas memorables con los que llenaba sus días lejanos.
También, nostálgico, piensa que desde algún rincón mágico de la casa se escuchará nuevamente la voz de su madre diciéndole:
“Ernestito, alejate de la pantalla que te puede hacer mal”.
      

6 comentarios:

  1. Un poco duro con el personaje Arturo, hay gente fanática, pero no tanto...
    Me gustó el relato, entretenido y con muchos recuerdos.
    Un abrazo.

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    1. Si, tenés razón; pero, ya en el primer párrafo se cita que es un personaje fuera de lo normal, que no puede haber persona alguna que lo iguale: se lo ubica en un contexto ajeno a lo humano.
      Como se ve, en este personaje ideal se dan lugar todas las manías posibles, las mismas que vemos a diario en otros y de las que no estamos exentos de padecer, al menos alguna de entre ellas.
      En realidad en el relato trato de generar una complicidad con el lector, consistente en una mirada crítica ante aquellos que evaden el mundo real, para insertarse en el de la ficción de la TV; un fenómeno que también alcanza a cierta literatura.
      En el post "Aventura inigualable", de febrero pasado, doy un giro diferente al mismo tema; al igual que en insólito "Prodigio".
      Te agradezco sinceramente que, con tu observación, formulada desde un punto de vista válido y acertado, me des la oportunidad de explayarme sobre el fondo del relato.
      Quisiera creer que el lector se entretiene durante la lectura del texto. Y que al final, al evaluar lo leído, reflexiona sobre el contenido y saca sus propias conclusiones.
      Si lograse esto, me daría por bien satisfecho.
      Un muy cordial abrazo.

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  2. "Hoy, ya de grande, imita a Tinelli y se la pasa gritando “¡Señores y señoras!...” o “se viene…” cuando quiere que le presten atención. Un imbécil total."
    Me hiciste reir con esa parte. Muy bueno el personaje pá, no me lo habías pasado nunca. Me siento un poco identificada con mi fanatismo hacia las series Yankees. Pero tampoco a ese extremo.
    ¡Te felicito por las 1000 visitas! y que tengas muchas más.

    Melisa.

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    1. No lo viste porque es uno de los primeros "Personajes de opereta" que inventé.
      La idea era, entre otras, poner de manifiesto la exageración de buscar temas en que ocupar la mente a través de productos vacíos, mientras tanto la vida maravillosa se nos escapa.
      Un beso.

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  3. Siempre han dicho que la televisión es un "comecocos" y estoy completamente de acuerdo. Sé de niños que sus padres les han tenido que restringir las horas de "embobamiento", de no haber sido así, hubiesen acabado como tu personaje, que no sé hasta que punto puede ser irreal.

    Buen relato.
    Besos.

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  4. Muchas gracias por tu aporte, Teresa.
    Si bien Ernestito es un personaje que supera los niveles de credibilidad (un factor necesario para dar interés a la historia), es dicho popular "que, a veces, la realidad supera a la ficción".
    De chico, yo he pasado infinidad de horas frente al televisor blanco y negro. No había serie -o película de acción- que me la perdiese.
    Espero que el hecho de referir -repetidas veces- a cuestiones de la TV local, no hayan tornado insufrible y ajeno al relato.
    Y me encantaron las fotos de tu perrita Chloe, que adornan tu blog. En casa está Toli, que ilustra el post "En busca de mascota", de febrero pasado.
    Besos.

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