martes, 3 de abril de 2012

Gorgonio, el creativo

Por esas cosas que tiene el destino, el oficio de Gorgonio Palomeque ya se le había develado en su niñez como algo natural: trabajaría como creativo publicitario.
Si, se puede decir que tal profesión es poco usual; no es común que a la gente se le pague por el hecho de pasarse todo el tiempo inventando situaciones, historias fantasiosas, componiendo melodías pegadizas, diseñando afiches y todo ese entorno que hace al mundo de las campañas de publicidad.
Pero, para Gorgonio, ese camino parecía haber sido diseñado para que él lo circulara a sus anchas.
Ya de chico había dado muestras de ser un gran fabulador. Ese don suyo casi se podría afirmar que tuvo su disparador en su propio nombre de pila: cuando alguien extrañado le preguntaba sobre la razón por la cual lo habían bautizado así, si había heredado ese nombre de su padre, o de uno de sus abuelos, o quizás de algún tío, o si solo se trataba de un apodo, Gorgonio le respondía con las historias más estrafalarias e increíbles. Su actuación y argumentaciones resultaban tan elaboradas e intrincadas que, además de convencer a muchos, llegaban incluso a emocionar hasta las lágrimas a más de una de las viejitas sensibles que lo escuchaban.
¿Cómo podría decirles que su padre, carente por completo de imaginación, había elegido su nombre apoyando al azar el dedo índice sobre el listado de los abonados que poblaban una vieja guía telefónica de su pueblo natal, González Chávez?
De pequeño, pasaba largo tiempo mirando las nubes, imaginando figuras, en eso ya se le notaba que era un genio: ninguno de nosotros, sus compañeros de correrías, podía igualarlo. No solo imaginaba formas, sino que ideaba historias coherentes que iban sucediendo conforme la apariencia de las nubes cambiaba. Maravilloso.
De más está decir que, debido a su particular nombre de pila, en la escuela primaria siempre fue blanco de chanzas por el resto de los alumnos. Esto lo molestaba a tal punto que prefería que sus compañeros lo llamáramos Pirulo, Poroto, Armando, Arturo, o cualquier otro apodo de rima soez y poco imaginativa.
Si éramos descubiertos al realizar alguna de esas travesuras propias de los niños, Gorgonio siempre era el encargado del grupo para dar las explicaciones del caso a los damnificados. Esto nos aseguraba una mentira creíble, o al menos que sembrara la duda acerca de nuestra participación en los daños ocasionados.
De pura casualidad coincidimos en cursar el bachillerato en el mismo colegio. Ahí pude apreciar de primera mano su constante evolución en esa tendencia infantil hacia una imaginación sin límites y su afán perfeccionista.
Descubrí que todos sus traumas y temores los ocultaba bajo mentiras que versaban sobre grandes logros personales, que el interlocutor de turno, por lo general un ignoto desconocido, no podría jamás contrastar con la realidad.
Esta estratagema tenía aún un punto flojo: las chicas muy pronto descubrían sus mentiras y fabulaciones; y lo abandonaban indignadas, para desconcierto de mi amigo. Esto lo preocupó a un punto tal que se esmeró sobremanera en tratar de convencer a las mujeres mediante argumentaciones cada vez más sofisticadas. Ellas comenzaron a creerle.
Todos sabíamos que, por esos años, para ganarse unos pocos pesos que le ayudaran a cubrir sus modestos gastos (puchos, revistas, pilchas), en sus ratos libres se las rebuscaba vendiendo baratijas en los colectivos. No quiero ni imaginar cuantas mendacidades habrá perfeccionado durante esos ejercicios.
Que yo sepa, Gorgonio jamás estudiaba las lecciones del colegio, pero sus artes de la improvisación y la mentira se habían convertido ya por entonces en unas técnicas tan eficaces y tan elaboradas que invariablemente lo salvaban del aplazo cada vez que debía dar una lección oral; incluso, llegó a sacarse alguna que otra calificación excelente. Si resultaba ser el primero de la clase en ser llamado a dar lección estaba perdido; pero, si otro alumno lo antecedía, su mente privilegiada ya poseía material suficiente para generar una salvadora exposición.
Terminada esta etapa de aprendizaje, con el diploma de bachiller bajo el brazo, me comentó que iba a estudiar la carrera de publicidad. No tuve duda alguna en que había elegido bien.
Harto ya de contar infinidad de veces las consabidas historias falaces para explicar el supuesto origen de su nombre (que todos sus amigos de la infancia y adolescencia conocíamos de memoria), lo primero que hizo al ir a buscar un trabajo, fue precisamente cambiárselo.
Así inició su gran transformación: en esa agencia de publicidad se hizo llamar Carlos. Se podrá decir que no se esforzó demasiado en buscarse un nuevo nombre; pero, algo es seguro: nadie le pregunta a un Carlos por qué se llama así.
Su apariencia física no concordaba con la imagen que uno se hace de un creativo: una persona informal y desalineada; Por el contrario, Gorgonio Palomeque siempre esgrimía una sonrisa de inocente, que hacía juego con unos ojos celestes de monje bondadoso. Modulaba perfectamente su voz, que sonaba aterciopelada y firme, aunque a voluntad podía adoptar tonos suplicantes, de víctima inocente de las circunstancias o lo que le viniera en gana (y conveniencia). Su apariencia general era pulcra al extremo, a tal punto que jamás se lo pudo sorprender con el cabello desalineado, ni con sus uñas mal cuidadas o sus zapatos sin lustre.
Por ese entonces solíamos encontrarnos de vez en cuando; siempre andaba corriendo como un desaforado, de un lado a otro, por lo que entre apurones me contaba algunos pormenores de su trabajo, detalles que yo —conociéndolo— siempre descreía. No obstante, entre tanta falacia, gracias a mi adquirida experiencia sobre su personalidad, pude discernir ciertas conductas que llevaba adelante y que consideré como ciertas.
Cuando debía idear algo —me decía—, necesitaba urgentemente leer algún texto, que versara sobre cualquier cosa. Mediante este ardid obtenía material impensado para que su mente pudiera volar libremente y diera nacimiento a alguna creación original. Si el texto que leía era extraño o denso, más fácil era que su mente se dispersara y diera génesis a nuevas ideas o situaciones.
Otras veces, caminaba por las calles con el solo objeto de observar en detalle a la gente que lo rodeaba. Mediante esa rutina, se presentaban ante sus ojos personajes dignos de comedia, que le hacían esbozar una sonrisa socarrona mientras imaginaba situaciones cómicas con estas gentes como actores principales. También podía suceder que, por el contrario, pudieran generarse en su imaginación dramas terribles al ver caras extrañas y compungidas; tales personajes daban entonces origen a argumentos tristes, que emocionaban a Gorgonio, incluso hasta las lágrimas. De estos últimos personajes sacaba sus ideas más melodramáticas y sensibleras, tan apreciadas en el mundo de la publicidad.
El tránsito, el viento, los perros sueltos, los pájaros, un caracol, un árbol torcido, todo era una fuente inagotable de inspiración para él.
Si encontraba alguna persona con la que pudiera cruzar unas pocas palabras, trataba de sonsacarle la mayor cantidad de información posible; para ello era capaz de atiborrarlo de preguntas si por alguna causa este dejaba de contarle sus cosas espontáneamente. Nada más parecido a un curioso de pueblo, de esos que abundan en el norte argentino. Yo lo constaté una tarde en un bar, cuando estuvo por largo rato charlando con el mozo que nos traía un par de pocillos con café. Ni bien terminó de interrogar al susodicho, me confesó que estaba desarrollando un comercial sobre café colombiano y que este hombre le había dado un par de ideas geniales; y sin decir más se levantó de su silla, se disculpó y salió corriendo de ese bar, para plasmar esas ideas en su máquina de escribir. Mi café ya estaba terriblemente frío.
Aparentemente, cuando estaba cansado o no tenía ganas de imaginar, se ponía a dormir. De ese modo obligaba a su mente a soñar, con la esperanza de recordar luego el resultado de tales experimentos oníricos. Muy a menudo su mente se revelaba a tal metodología y al despertar ya no recordaba qué cuernos había soñado. En esas oportunidades, Gorgonio se conformaba pensando que al menos había podido descansar y que con su cabeza despejada podría crear algo interesante.
Se dio cuenta que cuando en la oficina debía concentrarse en algún proyecto especial y urgente,  no quedaba muy bien que aplicara esta técnica controvertida y se pusiera a dormir. Solo una vez lo intentó y visto la incomprensión de todos, no volvió a probarlo de nuevo, al menos dentro del horario laboral del jefe.
Para su fortuna, siempre se le ocurría algo. O casi siempre. En estos casos —que sucedían muy ocasionalmente—, sin que nadie se enterara buscaba subrepticiamente algún material de donde copiarse. Una vez que se apropiaba de él, lo tergiversaba magistralmente, de un modo tal que difícilmente pudiera ser reconocido. El empleo de esta metodología le daba gran satisfacción, aunque temía abusar de ella y terminar descubierto.
Me confió que cuando le fallaban todos los trucos para pensar algo nuevo, se despersonalizaba de sí mismo. Se paraba frente a un espejo (simulando ser otra persona) y comenzaba a decirle cualquier pavada a su imagen reflejada. Podía así verse a sí mismo ridículo, genial, extraño, incrédulo, etcétera.
Elegía ser esquizofrénico por un rato.
Algunas veces hasta llegaba a disfrazarse para generar un mejor efecto de transmutación de personalidad. No hace falta decir nada de los apuros en que se veía cuando por casualidad llegaba a su casa alguien y él estaba disfrazado de un modo vergonzoso.
Una vez, en que debía desarrollar una idea para un comercial televisivo de un alimento balanceado exclusivo para gatos, no surgía la menor idea en su mente; hasta que esa noche comenzó una serenata de gatos en celo, atraídos por una gata del vecindario.
Había congregada una multitud de felinos aullando y gritando. Todos los vecinos putearon durante toda la noche. Y aquellos afortunados que pudieron dormirse no lo hicieron sino hasta bien entrada la madrugada.
Gorgonio, en cambio, inspirado por el griterío generado por los gatos y los desvelados vecinos, más los estruendos de cascotazos por los techos y demás barullo, compuso un jingle y una delirante escena: se trataba de una serenata mexicana, con alaridos, mariachis y hasta balaceras, realizada por unos gatos, deseosos de la comida que publicitaba el comercial. La idea fue un éxito notorio y todos recordaban aquellos simpáticos felinos de la propaganda.
De los vecinos infortunados (que no pudieron pegar un ojo para dormir durante aquella noche) todos se rieron, aunque sin saberlo. Estos infortunados, con su actitud de impotencia, fueron quienes inspiraron a Gorgonio al incluir en el comercial a unos perros encadenados que ladraban como tontos y a los que —para callarlos— sus amos les arrojaban zapatos y baldazos de agua fría.
Otro logro impensado fue aquella propaganda donde con gran ternura una viejita oriental daba de comer a unas palomas en una plaza, para luego, caminar lentamente, apoyada en un rústico bastón, abandonar ese parque e ir directamente al negocio de su marido, un tintorero japonés.
Un gran salto superador en su carrera se originó aquella vez en que debió iniciar la recolección de información en campo para una campaña de “soutiens”.
En esa oportunidad había comenzado su acción de manera rutinaria: atisbó entre el gentío a las muchachas pechugonas, a quienes encaró con la mayor urgencia, en ese afán tan suyo de buscar información que le pudiera ser de utilidad para el desarrollo de la campaña publicitaria.
Por su atrevimiento y osadía fue rechazado sistemáticamente y hasta ligó alguno que otro sopapo por parte de jóvenes histéricas que no comprendieron su actitud profesional.
Visto el fracaso rotundo que había tenido, pensó que lo más apropiado era variar la táctica.
Tal innovación consistió en realizar un cambio en su apariencia, para ponerlo en concordancia con el ámbito donde debía desarrollar los estudios de mercado. También comenzó a imitar el estilo de vida de quienes debían darle información. Me decía que de este modo podía superar ciertas barreras de clase para ganar la confianza de sus interlocutores y obtener la mejor información posible. Yo creo que había visto Zelig, la película del hombre camaleón, de Woody Allen. Para llegar a esas damas se disfrazó de travesti. Mediante tal ardid pudo sortear con éxito aquella campaña. Eso lo entusiasmó.
Fue así que, para comentar con fundamento ante los entrevistados, también comenzó a probar los artículos que debía promocionar. En una primera etapa se perfumaba con las colonias para hombre que le acercaban de muestra (solía oler a mil demonios), se afeitaba con las máquinas más insospechadas (y se me aparecía con el rostro irritado, cuando no lleno de cortaduras), utilizaba jabones o detergentes de pésima calidad, que le irritaban la piel. Todo eso —argüía— le daba autoridad y verosimilitud cuando debía entrevistar a los usuarios de tales productos y debía inquirir o resaltar las virtudes de los mismos.
En una oportunidad pude verlo con el cabello planchado, luego ensortijado y más tarde ondulado, todo en el lapso de un par de días. Semejante metamorfosis tenía por causa un equipo para peluquería casera que debía publicitar.
Su conducta obsesiva lo llevó a intoxicarse comiendo cantidades industriales de naranjas; todo en aras de una campaña de promoción de esa fruta, organizada por la Cámara de Productores de Cítricos de Entre Ríos. Su piel tomó por entonces un raro tinte anaranjado, culpa de la tintura que se le aplicaba a la cáscara de las naranjas.
Otra vez, se me apareció aparentando tener como cien años de edad. Me asusté al verlo así (temí lo peor), pero luego me tranquilicé cuando me comentó que se había maquillado de ese modo pues estaba trabajando en una campaña de promoción para una multinacional, una empresa que ofrecía un servicio “combo” de geriátrico y cementerio parque.
En encuentros posteriores que tuve con él pude advertir que ya no solo se disfrazaba para mimetizarse entre los entrevistados, sino que para obtener la información deseada, su comportamiento llegaba a extremos increíbles: se tornaba indiscreto y confianzudo.
Todo marchaba en su vida a las mil maravillas; pero, (siempre hay un pero) un día su suerte cambió. Ese don que tanto favor la había hecho en su vida profesional, contrariamente a lo que él imaginó, se tornó en contra de sus intereses.
Se le presentó una campaña publicitaria de alcance mundial, encargada por una marca líder en el mercado de las toallas íntimas, lo que se dice “La Gran Oportunidad”. Gracias a ella podría ganar mucho dinero y acrecentar su prestigio.
Para lograr información de primera mano disimuló sus intenciones profesionales detrás de un supuesto interés personal hacia sus encuestadas. Fue su perdición.
Como el gran creativo y fabulador que era, ya había perfeccionado sus artes para embaucar a las damas, por lo que no tuvo mayor inconveniente en idear una historia diferente para cada una de las mujeres con las que entablaba relación. De ese juego resultó que iba adaptando su propia personalidad e historia de vida hacia la de un personaje que pudiera resultar agradable y atractivo a cada una de ellas en particular.
Para mejorar su actuación buscó ayuda en libros especializados en psicología femenina, leyó tratados sobre las últimas novedades médicas en la materia y abrevó en revistas de actualidad. No quería dejar nada librado al azar.
Pero, cuanto más mujeres entrevistaba (o seducía) más se le complicaba tener que recordar las mentiras que le había contado a cada una. Para peor, el producto que debía publicitar tenía un amplio “target” en el mercado, de modo que su universo de datos debía incluir a mujeres de todo tipo y color.
Para evitar encuentros no deseados, citaba a sus “fuentes de información” en diferentes lugares y horarios. Tal maratón le resultaba agobiante.
Esta situación le fue causando un gran desgaste mental, lo aterraba la posibilidad de equivocar su personaje o confundirse de dama.
Lo peor de todo este proceso fue que una vez logrado su cometido de obtener la información necesaria y de haber finalizado con éxito la presentación de su campaña, además de reponer fuerzas y peso, debía resolver el problema de cortar vínculos con tantas mujeres con las que llevaba relaciones en simultáneo.
Fue en ese preciso momento que, para su desgracia, el imbécil de su gerente —responsable de la agencia para toda el área latinoamericana— hizo publicar una gacetilla en el suplemento económico de un diario, al solo efecto de autopromocionarse. Este artículo incluía una foto, donde se podía ver también a mi amigo, al que se lo indicaba como el líder creativo de la exitosa campaña de toallas íntimas. Un amigo en común me anotició de tal publicación: pude ver que ahí aparecía nuestro Gorgonio, que para entonces ya se llamaba Karl P. Lömq.
Una multitud heterogénea de mujeres histéricas que no se resignaban a ser abandonadas (algunas con embarazos no queridos), padres de adolescentes y maridos indignados comenzaron a aparecer por la oficina de Gorgonio primero y por su propio domicilio particular después.
Tal revuelo no escapó a la prensa amarilla, ávida de historias morbosas, que sin tardanza comenzó a hablar de él y de sus engañifas. Hasta pude ver por televisión varios reportajes de sus víctimas (reales o imaginarias), donde relataban sus experiencias, por demás increíbles.
Las mujeres se indignaban, los hombres lo envidiaban.
Según se supo, nuestro héroe entró en pánico: pidió licencia de vacaciones en la agencia, comentándole solo a sus más íntimos que se iría por unos días a descansar a Calamuchita.
Ni bien llegó a tal localidad, fue reconocido de inmediato por vecinas y vendedoras de los comercios, quienes dieron pronto aviso a los periodistas locales. Ya se lo llamaba “El Casanova de la Publicidad”.
Tal situación logró lo impensado: nuestro Gorgonio desapareció de los lugares donde solía frecuentar.
A partir de entonces se convirtió en leyenda.
Algunos amigos cuentan que se marchó al extranjero y que ahora se hace llamar Giuseppe Verittá, vive en Nápoles y es guía de turismo, inventando historias para los turistas que visitan las ruinas de Pompeya y de Herculano.
También se dice por ahí que se marchó a España, donde publica -bajo un seudónimo- horóscopos y predicciones de todo tipo; hasta incluso se comenta que desde las sombras él redacta las novelas para ciertos conocidos escritores de “best sellers” y de manuales de auto ayuda.
Otros —los menos— dicen que trabaja de asesor de imagen de un político, un diputado (o algo por el estilo) de la provincia de Jujuy, en el norte argentino.
Hasta es posible que se encuentre entre nosotros ahora mismo, camuflado en algún personaje insospechado, bajo cualquier apariencia física y con un nombre anodino.
En fin, los que lo conocíamos y no le creímos nunca nada, todavía lo extrañamos.
      

1 comentario:

  1. ¿Burla u homenaje? Este escrito está dedicado a esas gentes que se encargan de hacer nuestras vidas más difíciles, a causa de sus juegos maliciosos de imposturas, que nos impiden tener la más mínima certeza sobre los hechos, desde los más triviales hasta los más vitales de nuestra existencia. Inevitablemente, nos obligan a ser más desconfiados y perspicaces.

    ResponderEliminar

Me interesa conocer tu opinión respecto a lo que has leído: