miércoles, 4 de abril de 2012

Fasholetto

Quizás, una de las experiencias más bellas de nuestro tránsito por la juventud haya sido la oportunidad que tuvimos de compartir gran parte del tiempo con los amigos.
Aquella comunión, fundada sobre la base de coincidencias culturales, complementada con ciertas afinidades más sutiles, lograba que los miembros del grupo nos sintiésemos profundamente identificados entre sí.
Pertenece a esta etapa de nuestra existencia una serie de aventuras y descubrimientos que emprendimos en complicidad con los restantes muchachos de la barra. Aquellas experiencias dejaron en nuestras mentes hermosos recuerdos, asociados por siempre a esos lejanos días.
Sin embargo, es norma habitual que tales recuerdos se vean empañados por la presencia de algún desubicado; un personaje que no llegó nunca a integrarse del todo con el resto de los amigos.
En nuestro caso, ese rol, entre odioso y singular, se halla encarnado en Juan “Giovanni” Fasholetto.
Este muchacho se diferenciaba notoriamente del resto de nosotros por su conducta fanfarrona y pedante. Y el hecho de que soportásemos su presencia en nuestro grupo de amigos se debía pura y exclusivamente a que él era primo hermano de otro joven a quien todos apreciábamos muchísimo: Juan Comitto. A quien, por extraño juego de la naturaleza, podríamos llegar a considerar como la antítesis de otro.
La conducta de Fasholetto era un patrimonio heredado: ya sus padres habían dado sobradas muestras de fanfarronería. En tal sentido, es memorable aquella oportunidad en que tras comprar la heladera eléctrica (uno de los primeros electrodomésticos que comenzaron a poblar el interior de las casas de la nueva ascendente clase obrera), los Fasholetto se encargaron de abrir de par en par las puertas y ventanas de su casa que daban a la calle. Un acto premeditado, para que todo aquel que pasase por allí, presa de la malsana costumbre de fisgonear, se viera casi obligado a vislumbrar su flamante adquisición. Patético.
Lo más curioso del caso era que su primo Carlos se caracterizaba por ser una persona reservada al extremo. Y tal conducta no tenía origen en que fuera un muchacho menos afortunado que su familiar; por el contrario, los ingresos de don Comitto debieran de ser bastante mejores que los del padre de Juan, ya que trabajaba como encargado de una sección muy importante de las tiendas Gath & Chaves, en el centro de la ciudad, en una posición que le aseguraba percibir unas jugosas comisiones por las ventas que allí se registraban.
Quizás esa fuese la razón primordial por la cual los Fasholetto se sentían obligados a mostrarse como más prósperos de lo que eran en realidad.
Esa actitud de falsa prosperidad se hizo carne en Juan, quien llegaría a creerla cierta, el pobre. En su fantasía, suponía ser mejor que el resto de la muchachada.
Era así que, cuando coincidíamos en ir de baile en alguno de los boliches de Flores, Fasholetto era capaz de sacar a bailar a la chica que estábamos por invitar cualquiera de nosotros; para ello, caminaba apresuradamente para adelantarse y quitarle la posibilidad al otro.
Si el damnificado le llegaba a recriminar la actitud, recibía por respuesta una cargada sobradora, del tipo:
- ¡Pero si vos sos más lento que una tortuga!
Siempre impostaba la voz al hablar.
Si —por desgracia— compartíamos una comida en alguna pizzería o cantina de la Boca, donde solíamos ir a cenar, debíamos esperar otra canallada de su parte, en un intento por abonar menos de lo debido, mediante frases del tipo:
- ¡Pero, si yo no comí casi nada!
O lo que era peor, aprovechaba para dirigirse al baño justo el momento en que pedíamos la cuenta. Luego costaba un trabajo increíble conseguir que abone su parte, pues es sabido que en esos negocios jamás se emitía comprobante por la consumición. Más de una vez la parte de Juan la pagaba su primo, quien nos decía:
- “Después arreglo con él”
La verdad es que nadie creía que alguna vez Carlos llegara a cobrarle ni un centavo a ese crápula.
Por supuesto, siempre que en las reuniones de nuestro grupo se comentaba algún tema en particular, Fasholetto tenía la inaudita pretensión de ser un profundo conocedor sobre tal tópico. Esta conducta se aplicaba tanto a tácticas futbolísticas, moralidad de las vecinas, automóviles deportivos, boliches bailables, o lo que fuera.
De sus triquiñuelas y actitudes descomedidas ya estábamos tan cansados que evitábamos su compañía lo más que podíamos; aunque debo reconocer que sin demasiado éxito.
Así transcurrían nuestras jornadas, resignados a soportar su presencia.
Hasta que llegó aquella tarde inolvidable.
Jornada inolvidable en la que, como solía ser costumbre, me encontraba junto a Ramón y Pancho en el bar y comedor “La Galera”, nuestro obligado centro de reuniones. Tomábamos en aquella ocasión los típicos café con leche acompañados con facturas y bizcochos. De pronto, a través de la puerta giratoria de ingreso al local apareció la figura del pesado de Juan. Al verlo asomar, Pancho nos avisó:
—Ahí llegó el Gallina Vieja.
Así le llamaba siempre, pues al igual que esas aves “comía y comía, pero nunca ponía nada”.
Fasholeto vestía esa tarde una camisa blanca estampada con motivos búlgaros en color violeta, unos ajustados pantalones blancos acampanados y calzaba unos mocasines de cuero cosido a mano, también blancos (el muy ridículo no se había puesto medias).
Como era su costumbre, venía “cargado a la derecha”, una extravagancia que justificaba aduciendo que de ese modo le resultaba más cómodo; aunque en realidad lo hacía para fanfarronear acerca de sus atributos. El pobre desconocía lo que todos sabemos desde siempre: que los confeccionistas siempre cortan la pierna izquierda de un pantalón de un ancho mayor que la derecha, para comodidad del usuario y mejor estética visual.
Sin saludarnos siquiera, mientras oteaba el panorama del local, Juan se sentó en la silla —típica de los bares— vecina a la que ocupaba el torpe de Ramón, quien precisamente unos instantes antes había salpicado ese asiento con parte de su café con leche. El incidente citado ocurrió cuando al caer dentro de la taza un trozo enorme del “Bay Biscuit” que intentaba remojar.
Ninguno le prestó la menor atención al recién llegado. Estuvimos en silencio ante su presencia por un largo rato; sólo se oía el tintineo de la cucharita con la que yo revolvía el contenido de la taza de mi merienda.
Ramón, seguía ajeno a todo, como es su costumbre cada vez que se sienta a tomar el café con leche que sirven en ese lugar.
De modo que Juan, cansado de la situación, se levantó de su silla y se alejó, también en silencio; se dirigió hacia la puerta de salida del local, caminaba con ese contornear compadrón tan característico en él.
Con gran regocijo, y sin abrir la boca, Pancho me hizo notar (con un codazo en mis costillas) como se meneaban unas notorias manchas marrones impresas en las asentaderas de los pantalones de Juan.
Ya que siempre le gustaba ostentar y mostrarse, la oportunidad resultaba única, todos fijarían su mirada en él, fue la consigna tácita y calladamente cómplice entre nosotros tres.
Ninguno del grupo se tomó el trabajo de avisarle sobre ese percance, ¿para qué romper el silencio?, la situación ya no tenía remedio.
En ese local lo único que se oía en ese momento era el tintinear de la cucharita que giraba dentro de la taza que contenía mi café con leche y que ocultaba un sonido sordo, como de unas risas contenidas.
    

2 comentarios:

  1. Arturo:
    Vine a vivir a Argentina hace unos años, esto es, no sé si sea un gran conocedor, pero creo que este personaje que nos presentas aún hace eco en muchos sujetos. Tal vez las reuniones en los bares no sean las mismas, pero Fasholetto tiene una mesa reservada..
    Un saludo.
    HD

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  2. Este personaje aparece siempre en cualquier grupo, se presenta con nombre cambiado, pero sus manías son las mismas, aunque quizás no las ponga en evidencia todas a la vez.
    Desde ya, muchas gracias por asomarte al blog y por comentar sobre este post.
    Un cordial saludo.
    Arturo.

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