lunes, 6 de febrero de 2012

Celestina de pueblo

   En aquella ciudad del norte cordobés vivía esa viejita mayor, una italiana de buena posición económica y con contactos sociales al más alto nivel; no obstante, era común que empleara expresiones soeces cuando se refería a alguien que no fuera de su agrado.
   Solía gastar su tiempo libre y dinero en partidas a las barajas, especialmente en aquellas mesas donde se jugara a la loba, en alguna de las tantas timbas -supuestamente ilegales- que abundaban por esos pagos. Estas reuniones, prolongadas hasta horarios insólitos, no tenían mucho de clandestino, pues hasta el comisario del lugar las frecuentaba.
   Aquellos que la conocíamos un poco más que el común de la gente, sabíamos de su simpatía y amistad con encumbrados políticos del radicalismo, a quienes recibía a menudo en su diminuto departamento, que se transformaba en tales oportunidades en el centro informal de las reuniones partidarias más sabrosas. Estas amistades, por su parte, le brindaban una condescendiente protección llegado el caso de que tuviese que afrontar alguna consecuencia por sus tramoyas.
   En realidad, a esta señora se la conocía más por su dedicación a una actividad específica muy requerida: tirar las cartas para predecir la suerte. Sin duda, esta faena con el mazo de barajas le resultaba más exitosa y rentable que la emprendida en las carpetas de la timba. Esta labor adivinatoria le permitía —además— conocer las penas y los pesares de sus clientes, mujeres casi en exclusividad; una información a partir de la cual podía propiciar encuentros entre parejas espurias.
   Para el desarrollo de esta tarea empleaba una metodología tan simple como efectiva: se encargaba primero de convencer a las mujeres que le iban a confiar sus penas de amor, que lo que ellas necesitaban en realidad era un muchacho, para que reemplazase vigorosamente a ese marido mujeriego, jugador o bebedor que la atendía tan mal: un taxi boy de pueblo.
Es de lo más común por aquellos lugares que un hombre casado sea infiel, un galán a tiempo completo; por el contrario, las mujeres deben ser muchísimo más recatadas (o cuidadosas) como para arriesgarse a una aventura amorosa, ya que de quedar en evidencia sería catalogada por todos los de la comunidad como una puta, mientras que su marido por igual acción no recibiría condena social alguna.
   Ahí entraban en acción las habilidades de Marieta: a esas mujeres —que previamente había persuadido y entusiasmado con la idea— les conseguía algún muchacho joven, soltero y de poca plata, que por lo general nunca falta, para que las satisfaga. A todo esto, más de una esposa insatisfecha declaraba sus predilecciones por tal o por cual joven del vecindario, lo que obligaba a Marieta a tratar de convencer al susodicho sobre las bondades de la Fulana.
   Tales actividades le daban mucho beneficio a nuestra amiga, ya que esas damas quedaban en deuda de honor (o de trapisonda) con ella y en la obligación moral de retribuirle tales favores de un modo generoso.
   Con frecuencia se observaba en el pueblo cómo se formaban extrañas o inconcebibles nuevas parejas, conformadas por un joven casi adolescente y una veterana que, enamorada perdidamente, abandonaba a su esposo, sus hijos y el hogar familiar para marcharse a vivir con el muchacho una relación fogosa con destino incierto, para comidilla de todo el vecindario.
   Por suerte para nuestra amiga, los maridos engañados siempre estaban tan descolocados ante el abandono (y la cornamenta consiguiente) que no reparaban en ella como la causante del desaguisado…
   No faltaba tampoco aquella mujer a quien le fallara la aventura amorosa y disgustada culpara a nuestra viejita pícara por su frustración (o paliza marital). Como resultado de ello, algunas veces aparecieron depositados a la entrada del departamento de nuestra amiga desde un reguero de sal en el piso dispuesto como señal demoníaca o los amuletos colorados de un hechizo y hasta amenazantes esquelas, pretendidamente anónimas.
   Pero, la mayor cantidad de las que recurrían a sus servicios, por el contrario, quedaban tan agradecidas con los beneficios obtenidos por las gestiones oficiosas que le devolvían esos favores acercándole obsequios de todo tipo; y entre ellos el más apreciado por ella: información.
   Entre estas mujeres incondicionales se la podría encuadrar a una operadora telefónica de la entonces compañía telefónica estatal, Entel, que interceptaba las llamadas telefónicas de los adversarios políticos de sus amigos y le pasaba estos datos a nuestra viejita simpática y boca sucia.
   Es seguro que esta italiana habrá arreglado más de un entuerto familiar, o formado varias parejas hermosas y prístinas; pero, en una población pequeña eso no amerita interés alguno, excepto para los beneficiados.

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