sábado, 30 de junio de 2012

Anselmo, el bromista

NdR: 
Este texto es un homenaje a esos personajes, entre desenfadados y creativos, que nos han acompañado desde nuestra niñez hasta nuestros días. Causantes tanto de risas irresistibles, como del desarrollo de nuestros sentidos, para no ser víctimas de sus bromas. A ellos debemos momentos inolvidables, tan cercanos a lo que sería la felicidad.

Pareciera que tomarse las cosas a la chacota hubiera sido la razón de su vida. Nunca perdía una ocasión para reírse a costa de los demás.
Como resultado de esta conducta, solía gastar todo tipo de bromas a cualquier amigo que estuviese cerca, una costumbre que, con el paso del tiempo, extendió hacia simples desconocidos o desprevenidos que se le pusieran a tiro.
Su maldad insana lo había impelido a cometer todo tipo de acciones de vandalismo desde la más temprana edad, por el solo hecho de disfrutar de las consecuencias. Tanto es así que se vanagloriaba de relatar sin pudor que entre los hábitos más sofisticados y reiterados de su niñez figuraba la costumbre de ensuciar los picaportes de las puertas de acceso a las viviendas del vecindario con todo tipo de sustancias hediondas o que teñían la piel. Se desternillaba de risa cada vez que comentaba anécdotas basadas en su costumbre enfermiza de tocar los timbres en las casas del barrio y salir a las corridas con sumo sigilo y sin dar aviso de ello a sus eventuales compañeros de camino.
De sus confesiones surge que: tirar cascotes a los techos de chapa de los vecinos, arrojar terrones de tierra negra en veredas recién lavadas, apedrear luminarias públicas y privadas, taponar albañales con bolsas de arpillera o desinflar todos los neumáticos de los automóviles estacionados eran una constante de su conducta infantil. Con lágrimas en sus ojos, no como resultado de la emoción nostálgica, sino por encontrarse tentado por la risa, confesaba como le intercambiaba subrepticiamente los útiles a sus compañeros de primaria, acción con la que lograba dar origen a agrias disputas entre ellos, que se acusaban mutuamente de querer hurtar tales elementos, todo un espectáculo para el regocijo íntimo del niño Anselmo.
Por sus dichos resulta evidente que, mientras otros niños de su edad soñaban con adquirir juguetes de diverso tipo, el pequeño Anselmo dilapidaba sus pocos ahorros en la compra de chascos y otros artilugios, que utilizaba para reírse a expensas de los incautos que se le acercaran. Era así que convidaba a sus desprevenidos compañeros de grado con caramelos que les pintaban la lengua de colores extraños, o que resultaban en extremo picantes, o bien demasiado salados, o simplemente purgantes.
En cuanto detectaba un corrillo de niños que departían entre ellos, ensimismados y animosamente, arrojaba de improviso las consabidas ampollas de vidrio rellenas de ácido sulfúrico, llamadas “bombitas de mal olor” que inundaban de inmediato el ambiente con su aroma fétido característico.
Tales travesuras en la escuela lo hacían acreedor a continuos castigos, consistentes en largos períodos de penitencia; momentos donde debía quedarse aislado del resto de sus compañeros, ubicado en un rincón alejado del patio del establecimiento, un espacio rodeado de maceteros enormes con plantas mustias, víctimas de sus orinadas sistemáticas.
Su paso por la escuela no fue nada exitoso, pues repitió el tercero y el quinto grado, lo que le daba una mayor ventaja a la hora de aprovecharse de la ingenuidad de sus compañeros de menor edad, para hacerlos presa de sus chanzas.
Parece mentira que exista gente como él, que logran incomodar con su sola presencia, pues al ser conocedores de sus manías sus amigos y familiares se sentían siempre amenazados con una inesperada tomadura de pelo o —quizás— una broma de mal gusto.
Con el paso de los años comenzó a ganarse la vida como actor itinerante, decía él. En realidad, se disfrazaba de payaso y realizaba espectáculos infantiles en plazas o paseos públicos. Desarrollaba allí toda clase de bromas y chascarrillos con los ocasionales curiosos, quienes no sabían si los chistes eran parte de la función o una burla de Anselmo para con ellos. Mientras él se divertía a costillas de esa gente, los niños, inocentes, se reían a las carcajadas y festejaban cada ocurrencia del payaso Malandra, que así se hacía llamar el maldito bromista.
Según ha trascendido, con estas artes llegó a trabajar en alguno que otro circo o teatro de mala muerte, donde se especializaba en monólogos cómicos, casi siempre tomando como referencia y víctima para sus bromas al más insulso de los espectadores.
Entre los varios trabajos que decía haber realizado figuran el de un canillita que vendía los diarios voceando noticias insólitas y falsas; luego hizo de grupí en remates, donde se hacía pasar por un potentado que se mostraba interesado y elevaba con desmesura las ofertas por los lotes y que gozaba cada vez que se le iba la mano, mientras el rematador que lo había contratado transpiraba presa de temor de que se hubiese arruinado la venta; también fue cocinero de fonda, donde se divertía tanto a costillas de los paladares ajenos como arrojando al piso vajilla, para angustia del patrón; fue conductor de colectivo de pasajeros, donde manejaba con extrema brusquedad, sólo para deleitarse con las piruetas que debían hacer quienes subían a ese vehículo; y llegó a ser vendedor en una gran tienda de indumentaria masculina, un lugar donde se divertía al mezclar las prendas que se acomodaban por talle, para infortunio de los restantes vendedores que no conseguían ofrecer a los clientes ninguna prenda con el talle adecuado. Eventualmente, Anselmo gozaba engatusando clientes, que salían felices luego de adquirir un disfraz...
Aunque parezca increíble, solía portar en sus bolsillos una diminuta herramienta. Por medio de dicho dispositivo se las ingeniaba para cerrar la llave de paso del suministro de agua corriente a la primera vivienda que tuviera la desgracia de poseer dicha válvula al alcance de Anselmo. Comentaba que matizaba sus caminatas nocturnas cerrando suministros de agua y cortando la energía eléctrica del alumbrado público. Vale aclarar con respecto a esta última actividad que en esos años no existían los sistemas automáticos de encendido mediante células fotoeléctricas, pues dicha operación (de encendido y apagado de luminarias) la realizaba un empleado municipal.
Ya bastante más crecido, conocedor de lo mal pagos y escasos de dinero que suelen ser los locutores y los conductores de algunos programas de radio, solía identificarse como Elías Salomonski, un comerciante de productos dulces de la comunidad judía quien, entre exagerados elogios al programa y a la labor de sus integrantes, subrepticiamente les anunciaba, mediante una comunicación telefónica, que era el propietario de ese supuesto negocio de comidas y que les había enviado por medio de un cadete una canasta con productos típicos para que degustasen, tanto los animadores como el resto del personal de la radio. Esas canastas jamás podrían llegar, pues todo era una mendacidad suya. Se desternillaba de la risa cada vez que los esperanzados locutores avisaban al aire que aún no habían recibido la preciosa encomienda.
Más adelante, perfeccionó la idea, ya se hacía pasar por el dueño de alguna confitería o bar conocido, vecino de la emisora de radio, solamente para burlarse de unos y dejar mal parados a los inocentes propietarios de tales negocios. En esas ocasiones llamaba desde un teléfono público ubicado en el interior de esos mismos comercios, de modo que se colara el ruido de fondo del local, y simulaba el acento de un gallego. Para lograr mayor credibilidad en su engaño, acercaba al auricular del teléfono una diminuta radio portátil, que llevaba en sus bolsillos, de modo que se oyese del otro lado de la línea el sonido del mismísimo programa de radio al que le jugaba la broma. Los comensales del local lo miraban con extrañeza cuando se retiraba del teléfono público, muerto de la risa…
Poseía la colección completa de las grabaciones del “Doctor Tangalanga”, su ídolo total. Lo adoraba pues ese hombre era un anciano guaso que realizaba fechorías similares o aún mejores con la ayuda del teléfono. También le encantaba la película italiana “Amigos míos”, lo mismo que su saga. En estas cintas, un grupo de hombres, ya bastante crecidos y de apariencia seria, se pasaban todo el día tomándose a todo el mundo en broma.
En reuniones sociales, cuando se comedía a servirle la copa a alguien, inexorablemente se la llenaba hasta que rebalsara, o bien simulaba que le comenzaba a temblar el pulso, de modo de salpicar a la infortunada víctima de su broma.
Si se llegase a tener la desgracia de compartir una mesa de restaurante con este hombre, se debía tener especial cuidado en no tomar el salero (o el pimentero) sin antes verificar que la tapita del mismo se encontrara bien sujeta, pues solía dejarla desenroscada para que se soltara en el momento preciso en que uno quisiera condimentar el plato de sopa o la ensalada. Eventualmente, cambiaba de lugar las tapas correspondientes, todo con el fin de confundir al recipiente de la sal con el de la pimienta.
Acompañar a Ganselli cuando iba de compras era una aventura a lo desconocido. Indistintamente simulaba tartamudez, o hablaba con un tono de voz muy bajo, casi imperceptible, que impedía ser entendido por el vendedor de turno, o se hacía el sordo y hablaba a los gritos, o simulaba una renquera o una progresiva miopía (para esto llevaba un par de lentes con un aumento impresionante, que había encontrado quién sabe dónde), todos trastornos que le impedían realizar la compra deseada. Jamás compró una prenda sin antes hacerle sacar al vendedor todo el muestrario sobre el mostrador del comercio. Describía su preferencia de la manera más ambigua posible, y al final se llevaba algo que no coincidía en absoluto con lo que había solicitado.
Pagaba siempre con el billete de mayor denominación, aún en los negocios más rasposos de imaginar, lo que les causaba a los vendedores enormes problemas para conseguirle el cambio y asegurarse la operación comercial. En cierta oportunidad lo he visto disfrutar, al ver como aquel pobre tendero trajinaba, iba y venía desde los locales vecinos tratando de obtener el preciado cambio, a riesgo de perder la venta si no lo llegaba a conseguir. A todo esto, el maldito de Anselmo Ganselli siempre tenía cambio suficiente en sus bolsillos para pagar la operación. Alguna vez le cuestionaba al comerciante la integridad de algún billete de baja denominación de entre los que conformaban el vuelto, aduciendo que no lo aceptaría. Ni bien dejaba el local y hacía unos pocos metros por la acera se reía a mandíbula batiente de sus ocurrencias.
Ni siquiera tomó en serio a su matrimonio. Se pasaba la vida simulando que vivía tórridos romances con cuanta mujer se le cruzara por delante. Algo por cierto infundado, ya que por su conducta equívoca a las mujeres no les interesaba demasiado mantener una relación con él: podían quedar en ridículo en el momento más inoportuno y observar a la vez como Anselmo Ganselli se reía de ellas.
Si bien su esposa nunca creyó ese asunto de las infidelidades, no llegó a soportarlo ni siquiera un año. Incluso, al separarse, le cambió la cerradura de la casa para que él no pudiera volver. Anselmo, en broma, le inyectó —por medio de una jeringuilla— la conocida “gotita” adhesiva dentro de la ranura para la llave. Se reía de esta acción cada vez que tenía oportunidad de contárselo a alguien.
En tiempos en que ya peinaba canas se había especializado en los juegos de palabras, de modo de utilizar ambigüedades para referirse a todo tipo de temas. De este modo, descolocaba a sus interlocutores, quienes no entendían nada de lo que parecía decir. Así se daba el gusto de insultarlos sin que se dieran cuenta e incluso al festejarse dichas ocurrencias, los aludidos, que no habían entendido nada de lo que él decía, se reían también, de compromiso, para disimular su ignorancia.
Por su parte, los pobres sordos nunca entendían qué les quería decir este hombre, que gesticulaba con sus brazos y hablaba con tics diversos y muecas significativas en su rostro y con una enorme sonrisa en su boca. En realidad, él no emitía sonido alguno y mucho menos palabras inteligibles, de modo de asegurarse que ni siquiera les resultara posible leer sus labios…
No existe sobre la faz del planeta Tierra un solo transeúnte o conductor de vehículo que le haya preguntado sobre cómo debía hacer para dirigirse hacia un lugar determinado y que haya recibido de parte de Anselmo Ganselli una indicación correcta.
Las lenguas viperinas comentan que cuando murió, ya anciano él, se hizo velar con el cajón cerrado. Aducían estas gentes que se había tomado tal medida precautoria ante el riesgo de contagio para con los asistentes al velorio, pues Anselmo Ganselli había fallecido por causa de una enfermedad muy transmisible.
En realidad (me lo contó un empleado de la empresa de pompas fúnebres, mi primo Tancredo Amarguedez), Ganselli hizo llenar el cajón con adoquines, lo que causó gran desasosiego y esfuerzos supremos entre los comedidos a llevarlo de aquí para allá, tanto en la casa de velatorios como en el cementerio. El religioso de turno dijo emotivas palabras ante un ataúd pedregoso. Fue su penúltima broma.
Su cuerpo había sido cremado previamente y en secreto; y las cenizas resultantes las había recibido su sobrino quien, además de ser el dueño de la funeraria y heredar su conducta humorística, cumplió con una solemne promesa que le había hecho en vida a su tío: espolvorear sus restos desde el balcón de su mismísimo departamento, ubicado en un quinto piso, en la calle Anchorena, sobre los desprevenidos transeúntes, que no entendían de qué se reía a las carcajadas ese muchacho que asomaba al balcón del quinto piso y sacudía una sucia alfombra.
        

20 comentarios:

  1. He tenido compañeros así en la Universidad y me ponían de los nervios. Además llega un momento que al único que le hacen gracias sus bromas es a él.
    Y luego la característica final. Odian que se le hagan bromas. No comprenden que alguien les dé a probar de su propia medicina. :)
    Besazo

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    1. Dolega:
      Sucede que las bromas que hacen les suenan inofensivas, todo lo contrario a cuando son ellos las víctimas. Claro, no es lo mismo reírse a costillas de los demás que de tu propia desgracia.
      A veces, hasta los he visto sonreír, pero de compromiso, como para no quedar mal.
      Si bien por lo general me río fácil, hay bromas pesadas, que no me causan ninguna gracia. Debemos entender que hasta para hacer bromas, hay que ser inteligente...
      Besos.

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  2. Carissimo Arturo

    Eccellente racconto! No podía ser mejor, le has dado con todo el saber, la realidad y la fantasía posible. Hiciste de Anselmo un personaje odioso pero singularísimo en sus andanzas.
    Atrayente literatura el tuyo Arturo.
    Me encantó leerte y lo hice de un tirón casi sin respirar...

    Buona domenica
    un abbraccio forte

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    1. Genessis:
      Muchas gracias por tus palabras, aunque me parecen demasiado generosas.
      He tratado de mostrar a un individuo que a veces nos hace reír y en otras oportunidades nos pone en la incómoda sensación de ser cómplices de una trapisonda.
      Por tal razón, se encuentra bien dentro de mi galería de personajes molestos.
      Yo también te deseo un gran día y te mando un gran abrazo.

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  3. Muy buen artículo, Arturo, tal y como nos tienes acostumbrados.
    Por añadir algo, creo que la gran diferencia en el registro de las bromas es la maldad. El bromista, si alberga maldad en su corazón, le dará igual el daño que ocasione si con ello consigue reir y, desde luego, no admitirá nunca ser el centro de una broma. El bromista bueno sabe medir sus bromas y sabe admitir bromas, sabe reirse de si mismo.
    Felicitaciones, amigo.
    Un abrazo.

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    1. Fernando:
      En realidad, toda broma resulta agresiva: ya se trate de poner en evidencia un yerro ajeno, como de destruir una propiedad de la víctima.
      Inducir a un accidente o a una situación comprometida serían otras variantes.
      Diferente es el humor, donde nos reímos de nuestras fallas y el sujeto de la broma es solamente un modelo de todos nosotros. Si me burlase de una actitud, que todos consideramos extraña o maniática, es probable que tal conducta me quepa a mí mismo, aunque la chanza la marque en otro.
      Un gran abrazo.

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  4. ¡Vaya personaje! Mientras leía, pensé que terminaría sus días como político...¡Siempre fastidiando!
    Muy buen relato Arturo, no sé de donde sacas tantas puñeterías, reconozco que algunas las he usado yo en mis tiempos infantiles: llamar a los timbres, por ejemplo. "Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra"
    Un saludo cordial.

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    1. Antonia:
      Aunque enfermizo, Anselmo tenía humor. Los políticos -por desgracia- solo tienen codicia y ansia de poder.
      Por supuesto, de mis travesuras no he mencionado ninguna en todo el relato. Pero, si lo piensas bien, por ser quien imaginó la historia, bien podría ser que la pudiera llevar a la práctica.
      En verdad, mi humor pasa por la ocurrencia jocosa, absurda, irónica o mediante el empleo de sarcasmos.
      Por ejemplo: cuando hacía el "ring raje", trataba de utilizar un diminuto palillo o astilla en forma de cuña, para que el timbre quedase pegado. La semana pasada me costó escapar...
      Queda claro, ¿no?
      Un saludo amistoso.

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  5. ¿No te has dado cuenta que casi todos aquellos que van de graciosos, normalmente carecen de gracia? Son personas insulsas, pero con gran afán de protagonismo, debido a que suelen ser bastante egocéntricas. Cuando ese agudeza, que creen poseer, muta a actividades de burla (para mí, no son bromas), realmente hay que preocuparse; porque pienso que quienes son capaces de reírse de los demás, les falta sensibilidad y por supuesto carecen de corazón.

    Me has dejado admirada con el extenso historial de este personaje; claro que ha sido durante toda una vida. Muy triste; pero muy bien tu narración.

    Un beso querido Arturo.

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    1. Teresa:
      El histrionismo, va de la mano con el humor del monigote. Quienes adoptan esta actitud son personas que emplean esos trucos para llamar la atención sobre su persona.
      Los hay envidiosos, que se ensañan con aquel que evidentemente los supera; lo tratan de desmerecer a través de supuestos defectos; ¡justo ellos!, que distan un universo de ser dechados de virtudes. Ya desde niño lo observaba a diario: se enfocaban en burlarse del alumno más brillante, pues ponía en evidencia la mediocridad del resto.
      Besos.

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  6. Me gusta la gente con buen humor, pero detesto a este tipo de "graciosillos" que no respetan a nadie. Confunden la broma con el mal gusto, pues de mal gusto es bromear costa de otros.
    Un abrazo, Arturo.

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    1. Isabel:
      Nos reímos de diferentes cosas, a diferentes edades.
      Cuando bebés nos causa mucha gracia una mueca reiterativa y a medida que crecemos (intelectualmente, digo) son situaciones más elaboradas las que nos sacan una sonrisa de satisfacción y la risotada infantil es cada vez menos frecuente. Quizás disfrutamos con mayor profundidad un acto jocoso o una observación feliz, que un tortazo de crema en el rostro.
      Anselmo, en cambio, nunca maduró y su humor quedó estancado en la etapa de la escuela primaria...
      Por caso, el humor de Woody Allen es superior al de Jim Carrey; e inversamente popular. Supongo que considerarás cierta la afirmación.
      Yo también te envío un abrazo.

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  7. Como tu dices Arturo el confundía inteligencia con estupidez.
    Un abrazo.

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    1. Luis:
      Quien se toma la vida a broma, no parece ser muy inteligente. Quien la disfruta a pleno y en compañía sí.
      Lo que no quiere decir que se deba ser perfecto, o que su conducta sea innata, ya que todos debemos cultivarnos lo suficiente para no ser unos bárbaros, de aquellos que -para reírnos- actúan como los personajes de Gila (recordemos aquella rutina famosa de él, que refería al palo enjabonado y los mozos abajo, con navajas; y su remate: "he perdido un hijo, pero nunca me he reído tanto").
      Un gran abrazo.

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  8. Arturo, he estado ausente unos días y me estoy poniendo al día con mis blogs preferidos.
    Tu cuento como siempre lleno de cosas y personajes anecdóticos.
    También leí el del camionero hace unos días pero no tuve tiempo de comentar así que te digo que me gustó tu manera de plasmar esa experiencia que viviste.
    Te dejo besos grandes.

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    1. Paula:
      Es una buena noticia que hayas estado tan ocupada, tanto como para no poder ponerte frente a una pantalla.
      Eso significa que has dado buen uso a tu vida, que disfrutaste todos esos días; al menos es lo que yo siempre le deseo a todos mis amigos y amigas.
      Seguramente, ahora vas a necesitar un colirio para tus ojos...
      Y lo más importante, ojalá vuelvas renovada y feliz, con muchas nuevas ideas para tus obras.
      Un gran beso.

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  9. Me gustan las bromas siempre con respeto hacia los demàs, creo que tu amigo harìa gracia al principio poruqe las bromas son màs limpias, cuando nos hacemos mayores las bromas se llenan de resentimientos. Me ha gustado mucho tu historia.

    un fuerte saludo.

    fus

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    1. Fus:
      Respecto a Anselmo, en verdad no existe tal persona, es solo un invento; está basado en la conducta de cierta gente que no madura y sigue con aquella misma actitud desenfadada e inmadura de su adolescencia.
      Lo peor de todo esto es que se creen muy vivos, mientras que a todo el mundo que los rodea, los catalogan de zonzos. No es lo mismo aplicar un apelativo con ocurrencia graciosa, que poner una tachuela en el asiento; los personajes como Anselmo no notan la diferencia.
      En fin, más nos vale librarnos de la compañía de estas personas, ya que en cualquier momento terminaremos enfadados con ellos...
      Un saludo cordial.

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  10. Pues a mí, aunque no comparto la forma de ser de este Anselmo, me ha gustado la narración, el relato que has montado para esta historia.

    Buen cronista, Arturo.

    Un abrazo de Mos desde la orilla de las palabras.

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    1. Mos:
      No por nada el relato de la vida de Anselmo forma parte de la serie "Personajes de opereta", un conglomerado de relatos sobre insufribles, que desarrollé a partir de los defectos humanos: la cleptomanía, la ambigüedad, la avaricia, la obsesión, la soberbia, la mendacidad, el engaño, la incapacidad, la promiscuidad, etcétera; malas conductas que nunca vienen solas.
      Y todavía están en espera: la violencia, la incompetencia, el apocamiento, las manías...
      Un saludo muy cordial.

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