Movilizarse de un lado a otro de la ciudad
siempre ha sido una necesidad imperiosa para cualquier habitante de ella y el transporte público automotor ha sido siempre el medio más popular para realizarlo.
Sobre él, cualquiera puede acumular a lo
largo de los años una gran cantidad de horas de viaje; a punto tal que se
convierten en una tediosa manera de pasar el tiempo.
Para combatir el aburrimiento, el pasajero
pone atención al paisaje circundante, a través de las ventanillas del rodado
que, para el caso de un colectivo urbano, se encuentra siempre limitado por la
escasa perspectiva, ante el encajonado visual, producto de las estrechas calles
por donde se circula.
En mi caso, al principio intenté divisar
algo novedoso en ese rutinario trayecto. Cuando me aburrí, encontré un modo de
romper la rutina durante esos viajes diarios hacia mi trabajo: empecé a observar
a los restantes pasajeros que compartían mi viaje.
El lugar para estas observaciones fue el
colectivo de la línea 25 que pasaba a las seis y diez de la mañana por
Cervantes y Camarones, en Velez Sarsfield, con destino final a la Boca.
Tras escudriñar el ambiente, reparé que había
un grupo de personas que casi siempre compartía el viaje conmigo. Es lógico que así suceda, podría ser que
todos nosotros llevásemos adelante una rutina diaria de horarios fijos, del
tipo laboral, de estudios o de otros compromisos por el estilo.
Paso seguido, di inicio a un detallado
registro de las características de cada uno de aquellos pasajeros que podía
clasificar como reiterados.
Como parte del juego, imaginé como serían
esas personas y a que se dedicaría cada uno de ellos, basado todo solo por su
apariencia.
De ello surgió una pequeña galería de
personajes (quizás imaginarios) que a diario captaban mi atención, entre los
cuales merecerían citarse los siguientes:
Un viejito de lentes, grandote y prolijo, con
un traje elegante de color negro, que mi imaginación había bautizado con el
nombre de Don Fulgencio (el personaje de la caricatura de Lino Palacio), era un
hombre tal que, a medida que más lo observaba, más parecido lo hallaba al
inocente protagonista. Otro de los pasajeros recibió el apodo de “el Lector”;
se trataba de un muchacho delgado y de estatura media, de alrededor de veinte
años de edad, pecoso y con acné en su rostro, con su cabello pelirrojo y ondulado
(un inconfundible colorado), que tenía por costumbre llevar siempre el mismo
bolso de mano, con la insignia de PanAm, de donde (ni bien se sentaba) sacaba
un libro que, de inmediato, se ponía a leer; era el mecánico intelectual.
No faltaban las damas en el elenco: “la Virgencilla”
era una joven vestida como vieja, que se despedía de su madre al pie del
estribo del colectivo, como si fueran a separarse por décadas. El chofer del
vehículo debía tener paciencia suficiente como para aguardar hasta que finalice
la ceremonia.
También estaba otro señor mayor, siempre
ataviado de traje y corbata, con quien solía amenizar mi corto viaje con
charlas intrascendentes: si ese día hacía frío o calor, o si la humedad
ambiente molestaba y otros temas de tal envergadura: el eterno oficinista.
Con él tenía alguna confianza, pues —como
sucede a veces— tras intercambiar comentarios a partir de un hecho fortuito, se
entabla una especie de compañerismo; creo recordar que la causa de tal relación
se debió al percance que sufrió una mujer que había pretendido bajar del
vehículo a destiempo, y fue aprisionada por la puerta de descenso del
colectivo.
Tenía por costumbre sentarme en la última
fila de asientos del colectivo, con preferencia en el lugar ubicado al centro.
Buscaba siempre esa ubicación para lograr una mayor comodidad para cuando fuera
el momento de descender por la puerta trasera del (siempre atestado de gente)
vehículo.
Además, desde esta ubicación podía obtener
una mejor perspectiva para observar la conducta de los demás pasajeros.
Resultaba todo un espectáculo: algunos iban
dormidos en sus asientos (o lo simulaban, no fuera cosa de ceder su
privilegio), otros miraban ávidamente a través de las ventanillas, quizás para
no pasarse de largo en la parada que les correspondía; muchos viajaban
preocupados por aventajar a los demás si se llegara a desocupar un asiento, lo
que daba lugar a un juego de adivinanzas de mi parte; siempre había el que
molestaba a todos los demás al acarrear enormes bultos, o carteras, o bolsos de
toda naturaleza y tamaño; también estaban presentes los alumnos de colegio
industrial que llevaban sus imposibles tableros de dibujo y sus tubos con
láminas; nunca faltaba el despistado que pasaba por el medio del pasillo,
mientras arrastraba gente, cuando ya no llegaba ni de casualidad a descender
donde deseaba; y esas viejitas, que a duras penas se podían trasladar y no
obstante acarreaban enormes ramos de flores, y que solían venir en legión para
cuando se daba la fecha de Santa Rita y concurrían a esa parroquia. No faltaban
las miradas furtivas de muchachos o de chicas hacia alguien que les resultara
atractivo (casi nunca me miraba alguna joven).
Como hecho saliente, recuerdo claramente
aquel día en que el joven lector se sentó a mi lado y que, tentado por la
curiosidad, leí “de ojito” el texto de su libro. Para mi sorpresa el contenido
resultó ser de altísimo contenido erótico (o mejor dicho, simplemente
pornográfico). Resultó que el ñato aquel era cualquier cosa menos un
intelectual.
Ni qué decir cómo me tenté de la risa aquel
otro día cuando fue la
Virgencilla la que se sentó al lado del pelirrojo lector,
quien siguió inmutable y absorto con su rutina diaria.